Recomiendo:
0

Vivir del sol

Fuentes: Rebelión

Prahlad Jani tiene 83 años, vive en el estado indio de Gujarat y sus seguidores le conocen como la Mataji o diosa. Cuando tenía 8 años, la divinidad Amba lo bendijo convirtiéndole en hombre santo. Desde entonces se cobija en cuevas y asegura no haber vuelto a ingerir ni comida ni bebida. También el químico […]

Prahlad Jani tiene 83 años, vive en el estado indio de Gujarat y sus seguidores le conocen como la Mataji o diosa. Cuando tenía 8 años, la divinidad Amba lo bendijo convirtiéndole en hombre santo. Desde entonces se cobija en cuevas y asegura no haber vuelto a ingerir ni comida ni bebida. También el químico Michael Wermer afirma que vive sin alimentarse desde 2001 cuando conoció a Jani y comenzó a seguir su ejemplo. Wermer contó su experiencia en el documental Vivir del Sol, cuya visión impresionó tanto a la suiza Anna Gut que no dudó en abrazar la filosofía de la Mataji. La pasada semana el cuerpo de esta mujer que quiso alimentarse del sol terminaba, paradójicamente, siendo alimento de la tierra. Antes que a Anna (nombre ficticio con el que ha sido bautizada por la prensa), la fe en las vivencias de Jani se llevó a la tumba a la australiana Verity Lin, a la neozelandesa Lani Morris, al alemán Timo Degen.

Pese a estos riesgos, el ultraliberalismo parece haberse apropiado con inusitado entusiasmo del misticismo de Prahlad Jani para, uniéndolo a las iluminadas palabras de su gurú Milton Friedman, hacer de sus prácticas la guía con la que encarar la crisis de la zona euro. Con una ortodoxia tal que incluso parece dispuesta a asumir ese travestismo que el capricho de Amba impone al yogui indio, vestido con sari y tocado en la frente con la roja marca de la tika, reservada a las mujeres casadas: no es extraño, pues, que sus entusiastas seguidores europeos adopten también la misma ambigüedad andrógina con los binomios Ángela Merkel y Nicolás Sarkozy o Mariano Rajoy y Esperanza Aguirre. En cualquier caso, en todo este tiempo, los nuevos sacerdotes europeos han dejado constancia de su dogmatismo de conversos imponiendo a los ciudadanos el más estricto ayuno, eliminando de nuestros cansados organismos la más mínima dosis que alimente nuestra salud pública, nuestros derechos, nuestra educación pública, nuestro mínimo bienestar colectivo. Por el déficit cero al ayuno final.

Y como Gut, Lin, Morris o Degen, también los países europeos parecen condenados a morir de inanición, a ver como las antojadizas exigencias de las modernas divinidades financieras terminan por arrebatarles las últimas energías. A uno tras otro: Grecia, Portugal, Irlanda… España… Italia… No importa, la fe ciega en la austeridad mística aplicada al ajuste fiscal es inquebrantable. Sólo con ella alcanzaremos la deseada estabilidad presupuestaria, el nirvana económico que algún día nos devolverá la felicidad de estar en conjunción con las fuerzas del espíritu que distribuyen las agencias de clasificación. Aunque para los más débiles el sacrificio exigido puedan resultar mortal. Aunque a veces sintamos pánico ante la meticulosa destrucción que nos envuelve.

Da igual. Al fin y al cabo, la visión de la destrucción extrema también puede resultar reconfortante. Lo pone de relieve un reciente informe de Instituto de Estudios sobre Turismo Necrológico, de la Universidad Central de Lancarster, que explica las razones últimas que cada año lleva a miles de personas a viajar a lugares tan luctuosos como Auschwitz, la zona cero de Nueva York o Chernóbil. Regresar de un espacio donde la muerte reinó en estado puro genera en quien lo contempló una consoladora sensación de alivio. Una paz solo comparable con la alcanzada por quienes, aceptando con humildad y resignación los rigores del ayuno, consiguen al fin poder alimentarse del sol.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.