Fue un mar que desembocaba en un río llamado Océano. Luego Roma la convirtió en nuestro mar, porque estaba rodeado de tierras del Imperio. Turcos, venecianos y españoles lo vieron como un campo de batalla. Al bahr al abiad al mutauaset –«el mar blanco que está en medio»- hoy nos lo presentan como un muro, […]
Fue un mar que desembocaba en un río llamado Océano. Luego Roma la convirtió en nuestro mar, porque estaba rodeado de tierras del Imperio. Turcos, venecianos y españoles lo vieron como un campo de batalla. Al bahr al abiad al mutauaset –«el mar blanco que está en medio»- hoy nos lo presentan como un muro, a un lado del cual están ellos, los migrantes, los sin papeles, los clandestinos, y del otro, nosotros, con nuestras tradiciones, nuestra cultura en peligro, nuestra religión y nuestro bienestar. Esta retórica machacona que repiten sin cesar políticos y medios de comunicación se derrumba apenas alguien hace periodismo de verdad. Y ocurre que quien hace periodismo de verdad, hoy como ayer, hace sin querer literatura ya que lo que nadie quiere ver, oír ni comprender adquiere, apenas contado, valor trascendental, y por tanto, artístico.
Vino a Roma Gabriele del Grande (Lucca, 1982) a presentar su libro Il mare di mezzo. El fundador de Fortress Europe, observatorio de víctimas de la emigración en el Mediterráneo, y autor de Mamadú va a morir, uno de los mejores documentos sobre emigración de los que se disponía hasta el momento, no se da aires de nada. Pese al éxito de sus trabajos, se niega a que le consideren una especie de superhéroe, y eso que los servicios secretos tunecinos le han negado la entrada en el país de Ben Alí, y que la DIGOS, policía secreta italiana, le sorprendió con una visita inesperada en casa un día. Gajes del oficio, peccata minuta. Él es sólo un reportero: un sabueso al que si le lanzan un hueso, va y lo re-porta. Un cronista: escribe el tiempo. Cuando un día alguien se proponga contar la historia de la emigración, deberá echar el ancla en este libro.
Aunque su libro está narrado en primera persona, los protagonistas son otros. Por las páginas de este periplo que ha durado tres años de idas y vueltas, olas y contraolas, resacas y restos indeseados que el mar devuelve a las playas de nuestra realidad, el lector va encontrando a unos padres argelinos que buscan a sus hijos desaparecidos; a los mineros de la cuenca minera de Redeyef (Túnez) y a los periodistas que cubrieron la brutal represión del «moderado» régimen tunecino; a la diáspora eritrea encerrada en las cárceles inhumanas de Libia, devuelta a esas mismas prisiones por la Marina italiana o sometida a trabajos forzados al ser devueltos a una Eritrea que quiere potenciar el turismo en el mar Rojo; a los marineros -héroes o villanos- que se cruzan, pescan o sortean migrantes en el canal de Sicilia dependiendo de si su ética sigue siendo la vieja Ley del mar o la rampante Ley de la deuda y el crédito por pagar; a los detenidos, torturados, torturadores, bondadosos asistentes, ávidos directivos, rebeldes y fugitivos que habitan esos agujeros negros, esas realidades borradas que llamamos Centros de Identificación y Expulsión; a los italianos a quienes, aun habiendo vivido 15, 20 o 30 años en Italia, sólo les reconocen como ciudadanos entre las cuatro paredes de esos CIE o ya montados en aviones camino de Perú o Camerún; a los italianos que vuelven a Tatún (Egipto); a los italianos que vuelven a Uagadugú (Burkina) victoriosos después de haber labrado los campos de Italia para construirse flamantes casas nuevas de cemento y chapa.
Gabriele del Grande nos embarca en un duro viaje que atraviesa peligrosos lugares para la conciencia. Parajes que las agencias periodísticas evitan sistemáticamente para que los viajeros de este mundo crean todavía en la plácida y bobalicona narración hedonista que a diario les arrulla antes de acostarse. Pero si hay algo que fascina en este itinerario vital de este autor es la técnica de navegación. En un imperio de imágenes, Del Grande recupera la fuerza de la palabra y la materia humana. Contaba Gabriele que había acudido un día a ver una exposición de fotografías sobre África en Milán. Muy bonitas, según decía, muy persuasivas, pero muy falsas. Donde las fotos invitaban a sentir compasión, él había advertido gran dignidad. Trabajaba antes con máquina fotográfica. Ya no. Sólo boli y bloc de notas. Dos instrumentos al servicio de la memoria y la intuición, dos viejos útiles de trabajo cuya potencia hemos conferido a frías máquinas mecánicas.
Le alabo el trabajo a Gabriele diciéndole que ha dado un gran salto adelante literariamente hablando y me responde: «Así que has notado que hay palabras que no he empleado». «Pues no», le respondo con sincera torpeza. «Ni migrante, ni inmigrante, ni emigrante, ni clandestino, ni sin papeles, ni refugiado político: he evitado esas palabras falsas de la retórica propagandística». He ahí un buen ejemplo de lo que es literatura: dar o quitar peso a las palabras. Esos términos son fundamentales para que cunda ese lucrativo miedo que mantiene todo un sistema. Sin usarlos, y recalando en los puertos de la memoria que se hallan en el otro lado del Muro Mediterráneo, desaparecen los temores y se conoce de cerca a una generación joven que da un contenido altamente político a la emigración en cuanto única salida posible para abrirse camino en la vida. Uno descubre que a una y otra orilla esos jóvenes bogan con distintos remos pero con único rumbo: salir adelante en la vida. Y en medio de la propagandística marejada de ignorancia, temores y prejuicios que les sigue separando, está Gabriele del Grande, un piloto de altura que nos obliga, mejor equipados, a abordar, regatear y quebrar las olas contra ese falso Mar Muro impuesto por decisiones atlantistas. Tal vez, en lontananza, un día empiece a vislumbrarse aquel viejo mar que estaba en medio, aquel mar entre dos tierras. La alternativa mediterránea. El mar compartido, el mar pluriverso, el mar unido.
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