En la vaporosa calima de la irresponsabilidad de cada ciudadano reside la imposición del modo de producción y apropiación que más conviene a las multinacionales, a sus tecnoestructuras y a sus lacayos políticos y sindicales. El becerro de oro volvió, se paseo por las calles, encandiló a los humildes, a los asalariados, a aquellos que […]
La globalización, nueva fase de concentración del capital, precisa de la renuncia de los Estados −otrora edificados cómo máscara garante de la protección de los desvalidos− a nuevas porciones de soberanía formal. Las gentes, encantadas por la milonga cosmopolita y viajera y por la felicidad que produce la propiedad −aun hipotecada−, se creyeron sentados a la mesa de los señores del mundo, o partícipes, o aspirantes, que los medios de comunicación para las masas ya se encargaron de propagar la buena nueva.
La Unión Europea, interesado fruto de la banca y de las mayores empresas, con su recubrimiento pacifista («evitemos otra guerra mundial»), bajo el manto de los grandes proyectos de la historia de la Humanidad (unificar Europa, como si todos los pueblos de Europa fueran comunes en otra cosa que el distingo entre enriquecidos y empobrecidos), en nombre de una democracia que oculta las verdades (menudea la contribución del periodismo amenazado en su pupitre), que perpetúa el servicio de de las administraciones y de la justicia a favor de los poderosos; todo eso, sumado a las aspiraciones de quienes se ilusionaban con fulgurantes carreras internacionales, así fuesen de servidumbre (las multinacionales marcan las directrices y los ritmos del cambio técnico, de las barreras de entrada en el sector, de lo que se puede decir o no, si se quiere prosperar). ¡Ah, camino de servidumbre!
Añádase para mejor comprender el caso de España, con una mitad o más de sus ciudadanos acomplejados por el dedo señalador de haber vivido una dictadura, avergonzados del Spain is different, el deseo ansioso de poseer esos coches potentes, que eran señal de un nivel de vida superior. Entraron los capitales de accionistas europeos a tomar posesión de las empresas públicas y privadas más rentables a cambio. Y se fue privatizando y desmantelando el tejido productivo autóctono, por improductivo, por anticuado, falto de competitividad. La Unión Europea entró en España y no viceversa.
Ahora tenemos ante nuestros ojos lo que ha significado todo esto y la renuncia a nuestra soberanía, la enorme burbuja generada por el crédito barato concedido en última instancia por el Banco Central Europeo, que bien pudo evitarlo y no lo hizo, a conveniencia de bancos y multinacionales que se endeudaron hasta lo indecible (véase la deuda empresarial acumulada y su impago, promotores-constructores al frente y cajas de ahorro, bancos y gigantescas empresas cuyos ingresos se amparan en mercados de libre competencia que no existe, así sea por el volumen de inversiones necesarias para entrar en el negocio). Los sacrificios para el pago de las deudas, su socialización a través de los poderes públicos, arrancan el trabajo y el ahorro de los que se ven sometidos por leyes y tratados a los que se creían ciudadanos de un Estado que les amparaba y protegía también en la desgracia, empobreciéndoles hasta la inanición en nombre de Europa, sumando un nuevo tratado unificador que obligue a empobrecer más a los países del «sur», en nombre de una supuesta disciplina del «norte», que se saltaron a la torera cuando les convino.
Gobiernos acomodaticios a los poderosos, a los que estorba ahora el reclamo de la soberanía frente a instituciones europeas, quieren acomplejar a sus pueblos para conseguir sus propósitos con la combinación de miedos como arma, en lugar de recuperar su mercado doméstico, generador de empleo a largo plazo.
Fernando G. Jaén es Profesor Titular. Economía y Empresa. Universitat de Vic.
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