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Rameau’s nephew by Diderot, de Michael Snow

Obediencia al cineasta

Fuentes: Blogs&Docs

Es necesario comenzar un artículo cuyo título tiene resonancias conductistas aclarando que el enunciado juega a favor de su propia contradicción. Michael Snow, del que ahora reseñamos «Rameau’s nephew by Diderot (Thanx to Dennis Young) by Wilma Schoen», editado en una lujosa caja, con libro de casi doscientas páginas, por el sello francés Re:Voir, fue […]

Es necesario comenzar un artículo cuyo título tiene resonancias conductistas aclarando que el enunciado juega a favor de su propia contradicción. Michael Snow, del que ahora reseñamos «Rameau’s nephew by Diderot (Thanx to Dennis Young) by Wilma Schoen», editado en una lujosa caja, con libro de casi doscientas páginas, por el sello francés Re:Voir, fue músico de jazz antes que cineasta, y no sólo antes, sino por encima, también en el sentido físico, del oficio de cineasta. Si el director de cine es aparentemente la cabeza de una jerarquía, de una empresa en el doble sentido de la palabra, el músico de jazz es un artista que trabaja en grupo, un anarquista que ha aceptado que la estructura y la organización son el mal menor que ayuda a alcanzar un bien superior o un comunista que ha creado su propia célula para sentir que forma parte de un organismo vivo. Y de ese modo posiblemente «Rameau’s nephew» es una jam session en la que los diálogos y los encuadres son «intelectualmente orgánicos» o sea, tienen la función de dirigir las ideas y las acciones y convertir a su clase en hegemónica.

Porque la pérdida de influencia de las vanguardias a partir de los años 80 del siglo pasado, a la que esta película es anterior, viene dada por la oposición de los social-liberales a que se constituyera una hegemonía de las fuerzas progresistas en la cultura, aunque se tratara precisamente de una hegemonía de la libertad, permitiendo que otra hegemonía, la reaccionaria, ocupase el espacio público y pusiera el progreso al servicio, no del desarrollo cultural de los ciudadanos, sino de la expansión comercial y la concentración de la propiedad en unos pocos actores económicos. En la década de los 70, para quien haya optado por relativizar la influencia del cine experimental en EEUU, todos los grandes estudios de Hollywood estaban en quiebra, las fuerzas creativas del cine que surgían de las universidades, directores, guionistas, actores, no tenían como meta hacer películas de consumo para las majors, sino ofrecer un relato alternativo al margen de las tradiciones narrativas del mercado. Así que las películas de Michael Snow, que sólo eran vistas, y lo siguen siendo, por un puñado de artistas, intelectuales y universitarios, restaban y restan a la industria su principal pilar, el capital humano, de modo que los más inquietos, los que con su talento son capaces de generar ideas y transformar energías, proyectan su deseo en encontrar nuevas formas y explorarlas autónomamente. Lo que parecía a algunos un divertimento era en realidad el cese del suministro del elixir de la eterna juventud a Hollywood, y sólo cuando los viejos estudios aceptaron financiar los ambiciosos proyectos de un grupo de jóvenes que apostaban por una evolución del relato de masas, la industria del espectáculo audiovisual se recuperó y volvió a ejercer su influencia, sobre todo para mal, en los sectores más dinámicos de la sociedad.

Hoy por hoy Michael Snow es un secreto para iniciados. Acostumbrados a una exposición clásica de los conceptos cinematográficos sus movimientos de cámara pueden resultar desesperantes. El secreto está en que a fuerza de insistir en una serie de ideas surgen las inspiraciones y Snow va ofreciendo encuadres, iluminaciones, tomas de sonido, que se establecen como una revelación duradera. Su cine, su música hecha con imágenes, no es para distraernos, ni para proporcionar una reflexión que se desenvuelve con comodidad, sino para ejercer el derecho de reserva ante un misterio, encubrir una conclusión, confesar, como un testigo protegido, en un juicio firme. Y al pensar en estas piezas que constituyen los 265 minutos de «Rameau’s nephew by Diderot» se antoja que hay dos tempos en cada puesta en escena, que primero se le pide a una parte del público que salga de la sala y luego, a los que han permanecido en su sitio, se les admite a conocer los detalles del plan, como si se estuviera perpetrando un atraco a la historia del cine y hubiéramos de someternos a una prueba antes de conocer las particularidades de la evasión camino de la frontera de Canadá.

«Rameau’s nephew» («El sobrino de Rameau») es un texto de Denis Diderot. Michael Snow lo adapta (aunque reconoce otras dos influencias para su película, el «Decameron» de Bocaccio y la «Bhavad Gita», un poema en sánscrito, considerado núcleo de la filosofía hinduista) para poner de relieve el gregarismo, la empatía superficial, la contención a la que nos obliga el confort, el aburguesamiento transitorio de lo grupal. Donde Diderot deja que se explique por sí misma la diferencia entre la miseria del pragmatismo y el progreso de la ilustración (en una obra que tardó más de dos décadas en escribir, que nunca publicó y que luego fue rescatada por Schiller y traducida al alemán por Goethe) y hace conversar a un filósofo, un trasunto de sí mismo que enuncia en primera persona, con el sobrino de un compositor famoso, Rameau, que vive su existencia de pícaro adulando a los hacendados, proveyéndoles de las necesidades de sus vicios y enseñando a sus hijos a tocar mal el piano, mientras concluye una obra que divierta a los burgueses, Snow se fija en los gestos de la puesta en escena de esa sociedad que sigue siendo la nuestra. El sobrino de Rameau es uno de esos miserables que se sienten orgullosos de su falta de moral porque, aunque no les ha proporcionado casi nada, viven en la creencia de que al menos tienen una ventaja, de que, ayudados por la fortuna, pueden conseguir lo que ansían, gracias, no a la virtud, sino a la falta de ellas. El filósofo opone su experiencia y su ironía, pero el pícaro es tan franco, tan convencido que ese es el camino a la fortuna, que Diderot lo utiliza para hacer desfilar por él a todos los que han conseguido con sus malas artes riqueza o posición. Decía Balzac que detrás de todo gran patrimonio se esconde un crimen y, se puede añadir, que, para conservarlo, se tienen por delante algunos más.

Michael Snow toma el texto para poner la cámara en el lugar del filósofo. Los actores son amigos de Snow, no profesionales de la interpretación, su actuación bascula entre la espontaneidad y el corsé de saberse observados pero no comprendidos y el texto se reduce a una serie de gestos y de repeticiones, donde el pensamiento se ubica definitivamente en el tratamiento que da el autor a lo que sucede en el interior del cuadro. Se puede decir, que tras Diderot, viene Snow a burlarse del pícaro, a poner en evidencia su modelo de sociedad y de humanidad, con idéntico propósito, revelar el sistema de relaciones y las lógicas que sustentan la falsa civilización. Snow trabaja a continuación de Diderot, muestra la entidad de ese discurso, lo vuelve físico y lo visibiliza, y va más allá que Diderot en ese sentido porque su contrapunto está más evolucionado, en el límite del arte experimental, como dos siglos antes Diderot estuvo en el límite de la filosofía.

Las piezas más interesantes se dan cuando Snow no nos obliga a la desesperación, de la que echa mano, hay que decirlo, en algunas ocasiones. El primer preludio es una maravilla, el propio Michael Snow silba a un micrófono y la cámara nos ofrece sucesivamente tres ángulos en los que se suceden variaciones de la modulación y de la distancia a la que el micrófono registra los sonidos. Es una introducción muy bella a un filme de cuatro horas y representa, en cierto modo, la estudiada estructura de la película, donde las ideas profundas levitan, donde la gravedad es interrumpida, no para anularla, sino para añadirle una base más solida y el sonido se distribuye delimitando el lugar en el que se produce. Dicen Ivora Cusack y Stèfani de Loppinot, en el libro de gran formato que acompaña en la caja al doble DVD, que el sonido en «Rameaus nephew» se expresa horizontalmente, de forma polifónica, y verticalmente, de forma armónica. Creo que se puede compartir esa dualidad a propósito de las piezas más duras, las horizontales o polifónicas, esas de las que anoto que Snow nos lleva a la desesperación a no ser que nos pongamos a descubrir los secretos de las composiciones de sus planos, y las verticales o armónicas que parecen aligeradas de cierto aparato superestructural y limitadas más a trabajar con unos conceptos más primarios que lleguen de forma concreta al receptor.

El segundo y el tercer preludio, que anteceden los títulos de crédito de la película, sólo añaden una pausa en el tempo. La primera de las dos es un plano fijo de un cartel de proyeccionista que se enfoca y desenfoca mientras una grabación de audio del director de la National Gallery de Canadá, Pierre Thebérge, y de la madre del propio Snow, glosa a Jean-Philippe Rameu y que es la misma biografía que en el tercer preludio declama de nuevo la madre de Snow, está vez en castellano. A continuación vienen los créditos, por los que desfilan la inmensa lista de amigos del director que han colaborado con la realización del film o con su proceso creativo, como Chantal Akerman o Jonas Mekas. Después de eso una caja de caramelos de eucalipto y el popular en aquellos años, entre los realizadores de cine estructuralista, recurso hipnótico de contemplar durante unos minutos un cuadro sobre el que se operan sutiles cambios de color, que servirá además para dar paso a cada una de las piezas.

Snow estructura su película en 26 capítulos, tantos como letras tiene el alfabeto inglés, y los juegos de palabras, como ese «by Wilma Schoen» del título que en realidad es un anagrama de su propio nombre, cruzan el metraje, intentando producir una sensación de posibilidad de que el lenguaje sea infinito. Lo que es infinito es el sonido, y sobre ello pivota la otra gran columna del pensamiento cinematográfico de Michael Snow, que por un lado trata de convertir los movimientos de cámara en sonidos y por otro los sonidos en lenguaje, como en «Sink», la octava pieza del metraje, y que, en la línea de «Whistling», la primera, pero con un plano fijo en el que el movimiento deviene de las manos del músico y del correr del agua, disfrutamos de un solo de batería en la pila de una cocina, donde del agua, el cuerpo y el metal, surge una exposición espontánea de la armonía.

Mientras «Voice scene» (6), «Plane» (7), «Poliphony» (10), «Fart» (12), «Embassy» (15), «English comediants» (19), son realizaciones corales en las que la puesta en práctica de la teoría de Snow respecto al cine juega un papel determinante, que por un lado seduce y por otro agarrota al público, e incluso a los propios actores, a los que encontramos incrédulos de su propia condición, otros capítulos desempeñan el papel de provocaciones puras, que tan populares fueron en la década de los setenta del siglo pasado, y que hoy yacen neutralizadas entre los muros de los museos. Es el caso de «Piss duet» (14), ultima pieza del primer DVD, donde una mujer y un hombre mean sobre sendos cubos e invitan a pensar sobre el género en una ruptura narrativa de la película que debe llevar a preguntarnos sobre la diferencia entre lo urgente y lo necesario, o dicho de otra manera, si irrumpe la condición de la mujer y del hombre en la historia es porque esta es una cuestión previa a la puesta en duda de todas las convenciones sociales.

La belleza ideológica suelen componerse en alguna de sus partes de la belleza estética. Es el caso de la pieza más delicada de «Rameau’s nephew», «Rain» (18), donde el plano fijo de una mujer que mira por la ventana de una cabaña se va cubriendo de gotas de lluvia. En un producto tan sensible, pero tan cerebral, como la obra de Snow, una concesión directa al lirismo puede chocarnos si no la meditamos bajo las condiciones que el director establece para su cine. Sonido y tiempo en movimiento, proposicionados en la lluvia, y la presencia del ser humano para que el pensamiento tenga un objeto, para que exista un reflejo del espíritu del cineasta. Detrás de toda la construcción ideológica de una filmografía que comienza por ignorar la existencia de la industria, o el propósito comercial de hacer una película, se halla un ser humano que ha optado por poner sus propias ideas en la pantalla donde otros toman en la encrucijada la decisión de rodar anuncios publicitarios o cooperar con el adoctrinamiento de masas en la economía capitalista. Por el cine experimental han pasado muchos y para muchos fue un juego de juventud, una tentativa que se explicaba por la falta de medios o, paradójicamente, de los conocimientos necesarios para conformar la alienación. Para Snow ha supuesto toda su vida, porque incluso los alegatos más complejos nacen del espíritu, no de la oportunidad.

Y para finalizar, la frialdad de su contrapunto, «Four» (21), donde la amonestación se dirige a los sermones puramente conceptuales. Un plano de perfil de un intelectual que elabora un razonamiento sobre el número cuatro en el que se sobreimpresionan otros números poniendo en duda el carácter definitivo de todo concepto. Es un ejercicio de humildad en un cineasta estructuralista, legítimo porque precisamente durante toda la película hemos experimentado con este tipo de contrapuntos armónicos y en un tipo de cine en el que es inexcusable tomar conciencia de lo que vemos en la pantalla a partir de la teoría (cine experimental sería eso, convertir en práctica lo que hasta ese momento sólo es una teoría) esa advertencia, casi conclusiva, tiene el valor de quien reclama la subjetividad y el punto de vista personal renunciando a fundar una iglesia y tener acólitos.

Michael Snow es un cineasta que solicita obediencia, no a sí mismo sino al ideal que persigue. Su cine la exige, nos pone a prueba. «Rameau’s nephew by Diderot», como decíamos al principio, toma la temperatura del público y obliga a la mitad de la audiencia a abandonar la sala. Pero es el precio a pagar por elaborar creaciones desde la más absoluta radicalidad. A los que esperan fuera les sorprenderá como si hubiéramos sobrevivido a una tortura, pero el cine de Snow es sencillo y ofensivo porque es puro. Y esa es una victoria de la disciplina del espíritu y no de la oportunidad de los afectos.

Fuente:
http://www.blogsandocs.com/?p=4155