Traducido del inglés para Rebelión por Teresa Benítez
«Una semana más tarde los hogares siguen sin electricidad»
Financial Times 5/11/12, p. 3
«Las viviendas sufren la falta de electricidad, al tiempo que caen las temperaturas y se avecina una tormenta».
Financial Times 6/11//12, p. 3
«El cambio climático requiere acción, pero eso tiene su precio»
Financial Times 5/11/12, p. 4
«Acusan al ayuntamiento de no actuar según lo previsto»
Financial Times 1/11/12, p. 3
Introducción
¿Qué tiene que ver el «estado de seguridad nacional» más grande y más caro del mundo con garantizar la vida, la subsistencia, y la propiedad de la capital financiera del mundo? ¡Prácticamente nada!
Diez días después de la tormenta Sandy, más de 730.000 personas seguían sin electricidad en los estados de Nueva York y en Nueva Jersey, y casi 150.000 en la ciudad de Nueva York. Cerca de 50.000 personas se encuentran desalojadas; cientos de miles esperan en el frío para conseguir algo de agua, comida y gasolina de los repartos. Millones de personas se apelotonan dentro de los escasos medios de transporte públicos que están operativos, al tiempo que los ánimos se van enardeciendo; los viajeros se pegan codazos y empujones para poder llegar al trabajo, al colegio o para cumplir con sus obligaciones diarias.
Los medios de comunicación dominantes señalan a las «fuerzas de la naturaleza», y culpan a la tormenta de las pérdidas y de los daños. Los «medios alternativos» apuntan al cambio climático. Los primeros ignoran el hecho de que el impacto socioeconómico de la tormenta es consecuencia de decisiones de carácter político y económico; los últimos pasan por alto las políticas concretas a corto plazo que podrían haber prevenido o atenuado el impacto de la tormenta.
Capacidades imperiales y negligencia interna
Tres circunstancias interrelacionadas y que se dan tanto a largo como a corto plazo son las responsables de la pérdida de más de cien vidas humanas y 50.000 millones de dólares en daños materiales: las políticas neoliberales, el cambio climático y un edificio imperial militarista que ha llevado a la decadencia y a la negligencia dentro del país. Al abordar estas decisiones políticas podremos responder a la mayoría de las preguntas lanzadas por la multitud de vecinos indignados de Nueva York y Nueva Jersey. Las preguntas de las víctimas se podrían resumir en las siguientes:
¿Por qué no se han hecho esfuerzos en protección civil y en prevención de crisis?
¿Por qué no tenemos muros protectores, diques de contención, planes de evacuación?
¿Por qué se retrasa tanto el reparto de comida, agua, gas por parte del estado?
¿Por qué las empresas privadas de servicio público han interrumpido su trabajo de recuperación de la electricidad, sobre todo en los barrios más desfavorecidos?
¿Por qué se colapsan las infraestructuras?
Estas y otras cuestiones básicas apuntan a ciertas debilidades estructurales a largo plazo y a gran escala, especialmente a la mala asignación de cientos de miles de millones de dólares en recursos públicos, desde prioridades nacionales hasta el edificio imperial y rescates financieros.
Militarismo en el extranjero y decadencia en casa
Cada año, el gobierno de Estados Unidos gasta más de 800.000 millones de dólares en armas, bases militares en el extranjero (más de 700), carreteras militares, autopistas, puentes, y transporte de tropas; aunque no lo haga público, gasta miles de millones en la financiación de guerras indirectas, mercenarios privados, operaciones de las Fuerzas Especiales, y regímenes marioneta en los cuatro continentes. Los sistemas federal, estatal, y municipal gastan miles de millones en «Seguridad Nacional» y en sus filiales locales destinadas a espiar a 40 millones de ciudadanos estadounidenses, a perseguir a ciudadanos y vecinos musulmanes y a detener, deportar y abrir expedientes a millones de inmigrantes latinoamericanos y asiáticos.
La «Seguridad Nacional» – nombre de lo más inapropiado-, en realidad lo que genera es inseguridad nacional con sus métodos policiales, e incumple su objetivo de proteger y garantizar la vida, la propiedad y la subsistencia de millones de ciudadanos estadounidenses, como claramente se ha podido constatar en el sufrimiento de millones de personas tras el paso de la tormenta tropical Sandy.
El Departamento de Seguridad Nacional , con su aparato burocrático formado por miles de funcionarios y sus delegaciones ha tenido años para prepararse para titánicas inundaciones costeras producidas por tormentas y apagones de electricidad. Los informes oficiales elaborados por expertos tres años antes del Huracán Sandy, ya alertaban sobre la vulnerabilidad de las centrales eléctricas, de los sistemas de metro y de los bloques de pisos. Pero el Departamento de Seguridad Nacional estaba entonces demasiado ocupado pasando el detector de rayos X y husmeando a los viajeros de aeropuertos, estaciones de tren, de autobús y, pinchando las comunicaciones por teléfono, fax e Internet. Al menos diez días antes de que la tormenta arrasara la costa Este, la Agencia Federal para la Gestión de Emergencias (FEMA) fue informada de su trayectoria y de las probabilidades de impacto. Sin embargo, no se hizo nada por montar viviendas provisionales y conseguir reservas de gasolina. En su lugar, los funcionarios de la FEMA se quedaron sentados con toda pasividad en sus oficinas y tras la tormenta, se pusieron a registrar las solicitudes de miles de víctimas desesperadas que habían perdido sus casas. El director de la FEMA, Creig Fugate, les dijo a las víctimas que no esperaran una recuperación rápida. «Esto no se arregla en unos meses, ni siquiera en un año» (Financial Times, 05/11/12, p. 3.). Sin embargo, a diario millones de dólares se invierten en costear la representación de la OTAN en Libia, Somalia y Siria. La aparente parálisis y la obvia ineficiencia del Departamento de Seguridad Nacional no se deben a la falta de personal, de información o de presupuesto. No es casualidad que el Departamento de Seguridad Nacional no esté preparado para intervenir en defensa de los ciudadanos estadounidenses en una situación de crisis. Lejos de esto, este organismo forma, premia y asciende a sus trabajadores en función del número y la «calidad» de los sospechosos de terrorismo que identifican y tienen vigilados. Son los mejores (o los peores) en elaborar perfiles y atrapar sospechosos y activistas musulmanes, y no en movilizar camiones cisterna, y barcos para transportar gasolina y casas móviles para las víctimas del desastre que se han quedado sin casa.
Cuando se trata de movilizar a la flota naval por el Golfo Pérsico para intimidar a Irán, o de suministrar las más modernas armas a Israel, el Pentágono se «compromete con la causa» ipso facto; pero cuando se trata de evacuar a miles de estadounidenses mayores, discapacitados y vulnerables, atrapados en sus apartamentos dentro de altas torres de pisos, sin luz ni calefacción, no se ve a los Marines por ningún lado.
Obviamente, el imperio es «eficiente» en el extranjero, y la seguridad nacional deja mucho que desear en casa porque la política del imperio domina la agenda política, tal como lo han puesto de manifiesto el Presidente, el Congreso y sus sátrapas locales y estatales.
El Neoliberalismo y la creación de desastres naturales
La Bolsa retomó su actividad en dos escasos días. Enseguida, su tablero electrónico volvió a encenderse. Las pujas multimillonarias eran transmitidas a inversores millonarios, pero mientras tanto, dos millones de residentes del área metropolitana de Nueva York tiritaban en la oscuridad. ¿No nos indica esto qué y quién tiene prioridad de clase sobre los servicios básicos? En su primer mandato, el gobierno de Obama destinó 4 billones de dólares de dinero público en rescatar a los especuladores de Wall Street. Estos se han recuperado e incluso han superado los márgenes de beneficio anteriores a la crisis. El Estado de Nueva York y las administraciones municipales le han concedido ventajas fiscales de miles de millones a Wall Street y empresas privadas, al tiempo que las infraestructuras públicas, el metro, las autopistas, el trazado eléctrico y los servicios de protección civil se encuentran en una penosa situación por falta de fondos.
¡No fue la «tormenta» la que produjo el «desastre humano»!
Las políticas neoliberales, así como los poderes políticos y financieros que las respaldan se han asegurado de que la ciudad de Nueva York y sus ciudadanos más vulnerables quedaran seriamente afectados. Los daños en las infraestructuras, las averías en el suministro de agua y en los servicios sanitarios, y los apagones eléctricos de larga duración son producto de la desinversión pública y del afán por el beneficio privado; los retrasos en la reparación de la red eléctrica son producto de los recortes de personal. Mientras que el estado y el gobierno federal recopilan archivos con datos detallados sobre cada mezquita, cada donante de organizaciones benéficas musulmanas, y sobre cualquiera que pueda hacer una crítica al estado de Israel, no dispone ningún «dato» sobre nuestros mayores y discapacitados atrapados en las altas torres de apartamentos, en viviendas públicas o en residencias de ancianos. Estos ciudadanos han pasado frío, sed y hambre en plena oscuridad y a muchos no les han llegado las medicinas. Algunos han muerto. Ninguno de ellos existía en los registros de prioridad del Departamento de Seguridad Nacional.
Con los impuestos de los que quedaron exentas las empresas de Wall Street podría haberse financiado una reforma completa de nuestro sistema de protección civil; las propiedades y las inversiones públicas podrían haber renovado y garantizado nuestro trazado eléctrico. Los políticos comprometidos con el medio ambiente y la sociedad le habrían dado prioridad a las recomendaciones de científicos expertos e ingenieros para hacer frente a las cada vez más frecuentes amenazas producidas por el calentamiento global y el cambio climático. Lejos de todo eso, la ideología del libre mercado dictó que el respaldo a las finanzas, los seguros y el capital inmobiliario en Nueva York y Nueva Jersey debería dominar la agenda pública.
Cambio climático
El Ayuntamiento de la ciudad de Nueva York, el autodenominado centro cultural e intelectual de Estados Unidos, ya había reconocido los peligros del cambio climático: sus funcionarios públicos incluso habían nombrado un comité de expertos para estudiar el problema. Estos publicaron un oportuno informe que alertaba sobre las consecuencias funestas que podría acarrear el no hacer nada ante dicho fenómeno. Típico de la política de la ciudad de Nueva York, tales informes tan críticos habrían proporcionado una «simbólica gratificación» a los liberales, la ilusión de que se está fraguando algo «progresista». Y así, los oradores en foros radicales pudieron congratularse de que ellos habían advertido públicamente sobre las consecuencias del cambio climático. Y entonces vino Sandy.
En realidad, prácticamente no se había hecho nada. Peor aún, no se está haciendo nada en el sentido más trágico e inmediato de socorrer a los millones de víctimas. El Gobernador Cuomo lanza amenazas sin sentido a ConEd, la empresa pública de electricidad, por los prolongados retrasos y los flagrantes errores para restituir la electricidad. Los ciudadanos que sufren porque los que echan de las gasolineras ventean su ira unos contra otros. La escalada de precios es desenfrenada. Las organizaciones benéficas, los vecinos y los ciudadanos se conforman con programas de micro ayuda. El vasto imperio de los Estados Unidos se desmorona internamente desde las secas tuberías de su decadente infraestructura. Sus ciudadanos chapotean sobre alcantarillas desbordadas. El presidente Obama se ha opuesto a los controles de emisiones de dióxido de carbono, pero en cambio promueve la extracción masiva de más carbón, combustible y gas a través de técnicas como la fracturación hidráulica y, en consecuencia, el aire cada vez está más contaminado de dióxido de carbono y gases de efecto invernadero.
La Filarmónica de Nueva York, conocida en el mundo entero, podría tocar un «Requiem por un nuevo Atlantis» acompañando a las olas que inundan el bajo Manhattan. Mientras tanto, el inexpugnable Wall Street se traslada hacia el interior; su mudanza corre a cuenta de los municipios más pobres del estado que cargan con la exención de impuestos a los multimillonarios.
¡Que viva el Empire State!
¡Que viva la Gran Manzana!