Adentrados en la última semana del plazo concedido por el Gobierno para que los evasores fiscales se acojan a la amnistía dictada en Real Decreto-ley 12/2012, menudean de nuevo las conjeturas acerca del resultado que finalmente se alcanzará, si se cumplirá o no el objetivo de recaudar por esta vía en torno a 2.500 […]
Adentrados en la última semana del plazo concedido por el Gobierno para que los evasores fiscales se acojan a la amnistía dictada en Real Decreto-ley 12/2012, menudean de nuevo las conjeturas acerca del resultado que finalmente se alcanzará, si se cumplirá o no el objetivo de recaudar por esta vía en torno a 2.500 millones de euros y hacer aflorar activos por valor de 25.000 millones o nos quedaremos muy por debajo de esa cifra.
Hemos de lamentar, de nuevo, como hicimos en otro artículo («Bienvenido, mister Capone», Mundo Obrero , nº 250-251, julio-agosto 2012), que demasiada energía se vuelque en la controversia cuantitativa. No parece que se vayan a cumplir los objetivos que el Gobierno se había propuesto, por mucha que sea la acumulación de regularizaciones de última hora, si bien la opacidad de la información impide los pronósticos seguros. Pero lo que a los ciudadanos ha de preocuparnos por encima de todo es la erosión de la democracia y la voladura del Estado de derecho que supone que los poderes públicos imploren una limosna a la mafia a cambio de blanquear capitales del crimen. Sobrecoge que vivamos tiempos en los que haya que repetir una y otra vez que no todo debe estar en venta.
Sin embargo, la denuncia de raíz de la profunda injusticia que entraña la amnistía fiscal ha existido, sobre todo por voz de la ciudadanía que ha salido a las calles, aunque los medios de comunicación más importantes, como siempre, la hayan ignorado.
Lo que ha pasado más inadvertido ha sido la actitud que ante la amnistía han adoptado los asesores fiscales privados, al menos la que se ha expresado por sus asociaciones profesionales más representativas.
Aclaremos por anticipado, como corresponde hacer siempre que uno alude a concretas profesiones para no incurrir en generalizaciones indebidas, que no nos cabe la menor duda de que la inmensa mayoría de los asesores fiscales de nuestro país ejercen su profesión de manera honesta y competente con la finalidad de orientar a los ciudadanos en el laberinto de un ordenamiento tributario en exceso complejo y normativamente hipertrófico.
Siendo esto así, con mayor motivo sorprende la reacción extrañamente contradictoria cuando no jesuítica de ciertas asociaciones de asesores fiscales, tanto ante la aprobación de la regularización tributaria como a lo largo de todo el curso de su puesta en práctica. Han sido justas todas las denuncias y críticas dirigidas contra el Gobierno por la aprobación de la amnistía. Pero las críticas al poder político no pueden eludir que los ciudadanos adquirimos en la sociedad nuestra parte correspondiente de responsabilidad, y que tal responsabilidad es mayor si cabe cuando obliga a ella el ejercicio de nuestra profesión.
Se supone que el trabajo al que los asesores fiscales se deben consiste en facilitar, desde el sector privado, a empresas y particulares el cumplimiento de sus obligaciones tributarias, del mismo modo que han de hacerlo los funcionarios de Hacienda desde el sector público. Dice la teoría que ni mucho menos conforman, unos y otros, funcionarios de Hacienda y asesores fiscales, ejércitos enemigos, ni siquiera equipos rivales. A ambos grupos de profesionales debería interesarles colaborar, entre otras cosas porque tanto la simplificación de los deberes tributarios de los contribuyentes como el control del fraude contribuyen a reducir los costes de los ciudadanos que cumplen con el fisco y a preservar el interés general. Ya saben, las bondades que a menudo difunden los anuncios televisivos en campaña de renta: los servicios públicos, la justicia social, el bienestar… esas cosas a las que los gobiernos acuden por vulgar propaganda pero que nosotros deberíamos tomarnos tan en serio como para exigir que sean reales.
Naturalmente, todos confiamos en que un buen asesor fiscal no sólo nos ayude a cumplimentar de manera correcta nuestras declaraciones de impuestos, sino también a confeccionarlas y ordenarlas de la forma más ventajosa para nuestro peculio. Y este objetivo es legítimo, siempre que no se alcance evadiendo impuestos o eludiéndolos por medio de fraudulentas artimañas contables.
El problema radica en que, desde hace demasiado tiempo, para una porción cuantiosa de nuestros conciudadanos lo natural es que los asesores fiscales no desdeñen las estrategias que persiguen sortear el fisco por cuenta de sus clientes. Es más, se ha acabado aceptando con normalidad que tal misión es la primordial en la labor de asesoría. Casi como un derecho fundamental que habría que añadir a los ya contenidos en la Constitución: el derecho de intentar engañar a Hacienda. Y existe el derecho constitucional a la asistencia jurídica (enunciado al menos, a despecho de la voluntad por destruirlo en la práctica del ministro Gallardón), que asistirá a quien sea acusado de delito contra la Hacienda Pública cuando la Inspección eleva el tanto de culpa al Ministerio Fiscal para que proceda contra nosotros. Pero no hay un derecho constitucional a disponer de asesor fiscal, ni mucho menos a que el asesor nos ayude a defraudar a Hacienda.
Tal visión del trabajo del asesor, como advertíamos al empezar, supone una perniciosa deformación de la realidad. Y los asesores han dispuesto de una magnífica ocasión para demostrarlo, salvando con ello la buena imagen de su profesión, al enfrentarse a la amnistía concedida por el Gobierno a los evasores de impuestos. Lamentablemente, parecen no haber querido aprovechar la oportunidad.
Hace apenas una semana, la Asociación de Asesores Fiscales y Gestores Tributarios (Asefiget) se quejaba de que la Agencia Tributaria no resuelve por teléfono todas las dudas que se le plantean acerca de la amnistía fiscal, sino que, en el instante en que las consultas profundizan, requieren a los consultantes para que se presenten en las oficinas de la Administración. A juicio de Asefiget, obligar a evasores de impuestos -o a sus asesores- a «dar la cara» ante los funcionarios de Hacienda, aunque sea por petición de información de aquéllos, rompe el principio de «confidencialidad» en que la amnistía fiscal ha de basarse para resultar eficaz. Es de suponer que el motivo por el que los funcionarios reclaman la presencia de los consultantes estribe en la dificultad de llevar a cabo un asesoramiento complejo y largo sobre regularización de activos de manera telefónica. Aparte de que, en cuanto se concreta la regularización en cuestión, puede necesitarse verificar información económica de naturaleza reservada de la que un funcionario no puede hablar a la ligera por teléfono sin identificar a la persona que está al otro lado. Seguramente, los asesores fiscales no pretenden que los funcionarios delincan con el fin de dejar a resguardo la impunidad de sus clientes.
Pero no se conformaba Asefiget con llevar las condiciones de confidencialidad al borde de la omertà , sino que reclamaba una rebaja mayor de los porcentajes a pagar por los capitales que se hagan aflorar y que la amnistía se extienda más allá del Impuesto sobre Sociedades, del Impuesto sobre la Renta de las Personas Físicas y del Impuesto sobre la Renta de No Residentes, de tal forma que ninguna Administración pueda exigir ningún tipo de deuda tributaria por ningún concepto a quienes se acojan a la regularización.
Lo más paradójico de todo es que esta misma asociación, Asefiget, haya emitido comunicados (uno de los más recientes, el pasado 4 de septiembre) en los que denuncia con razón que la amnistía fiscal «supone una gran desigualdad entre las personas que han tributado lícitamente y las que, por el contrario, cometieron un delito no pagando los impuestos correspondientes». Se nos antoja como poco confuso que le preocupe tanto a esta reconocida agrupación de profesionales la confidencialidad y el provecho de los delincuentes por encima de quienes tributaron «lícitamente» (hay otros muchos comunicados con la misma orientación que pueden encontrarse en la página de la entidad, www.asefiget.com ).
Pero resulta ser esta actitud que antes calificábamos de jesuítica la que más ha abundado entre los asesores fiscales asociados. Y así, otra asociación, AEDAF (Asociación Española de Asesores Fiscales), ha llevado la contradicción al delirio en un documento de quince páginas hecho público el pasado mes de julio y titulado Real Decreto-ley 12/2012. Declaración tributaria especial. Propuestas para la mejora de la seguridad jurídica de los contribuyentes (también en su página corporativa, www.aedat.es ). La «declaración tributaria especial» es la que se realiza con el impreso 750 aprobado por orden ministerial para quienes quieran hacer aflorar bienes o dinero.
AEDAF caracteriza la amnistía fiscal sin circunloquios como «éticamente reprobable», y añade que «vulnera, además, los principios constitucionales de igualdad, capacidad económica y progresividad y que supone, en cierto modo, un reconocimiento del fracaso en la lucha contra el fraude fiscal». Pero, como semejantes defectos deben de parecerle a los miembros de AEDAF asunto de escasa importancia, dedican todo el resto del documento a desarrollar una batería de consejos, no para salvaguardar principios constitucionales (que después de la invocación inicial a los asesores les vienen a traer sin cuidado), sino para preservar la «seguridad jurídica» de quienes pretendan beneficiarse de la amnistía decretada. AEDAF no vuelve a preguntarse ni una sola vez en el resto del texto dónde demonios va a quedar la «seguridad jurídica» (y el estómago) de los ciudadanos que sí pagan sus impuestos.
Y en la lista de los consejos, lo primero es un guiño al Gobierno, al que recomienda que se sirva de su mayoría absoluta en el Parlamento para transformar el real decreto-ley en ley ordinaria y anticiparse a eventuales recursos de inconstitucionalidad por ruptura de las prevenciones contenidas en el artículo 86.1 de la Carta Magna en relación con los límites materiales de los decretos-leyes. Salvados eventuales recursos de inconstitucionalidad, la vulneración de principios como el de igualdad, por lo visto, importa menos. Cuestión de pragmatismo.
Después, en la misma línea que Asefiget, y enfrascada en el propósito de lograr que se pisotee la Constitución pero con «seguridad jurídica», lleva AEDAF sus peticiones de refuerzo de la confidencialidad de los evasores y de paralización autoritaria de la Inspección fiscal a cotas realmente asombrosas. Pareciéndole «desproporcionado» que, según prevé el Real Decreto, no puedan acogerse a la regularización impuestos y periodos para los que la Inspección haya iniciado un procedimiento de investigación y comprobación, reclama que, en todo el tiempo de vigencia de la amnistía y para ejercicios fiscales anteriores a 2010, la presentación de la declaración especial suspenda la inspección. Esto es, propone AEDAF que, por «seguridad jurídica», los evasores puedan, no sólo regularizar rentas ocultas con un pago irrisorio del 10 %, sino librarse de inspecciones ya iniciadas con el simple trámite de presentar la declaración especial.
Si a lo anterior se le añade la pretensión (página 9 del documento) de que en el futuro las declaraciones especiales, cuyos datos no podrán ser empleados por la Inspección de los tributos, creen una «presunción absoluta» frente a posibles comprobaciones por la Administración, se entiende bien que lo que se persigue es una impunidad infranqueable, inatacable y eterna. En el epígrafe II.6 del documento se reivindica, en la cumbre de la desvergüenza, que los protegidos por la amnistía queden al margen de ciertas actuaciones de la Fiscalía en orden a la prevención del blanqueo de capitales.
La facultad de indultar que conserva el poder político en nuestro país supone, dentro de la esfera del derecho penal, un rastro del Antiguo Régimen (ése que el ministro Gallardón toma por nuevo, y viceversa). Pero lo que reclama AEDAF aquí es nada menos que se conceda a quienes nos han estado robando a todos a lo largo de años, a quienes han saqueado la riqueza pública, a cambio de una ridícula dádiva con la que sobrellevar la época de escasez, el blindaje para siempre ante una ley que, al cabo, solamente a los demás nos obliga. La destrucción del derecho, la inseguridad absoluta de la inmensa mayoría, para que cristalice la total seguridad de unos pocos.
El mal se encuentra en el origen, y no es reparable con mejoras tácticas. ¿Cómo va a ser reparable la pulverización de principios constitucionales que afectan a los derechos fundamentales de las personas? ¿Era tan difícil para los asesores fiscales caer en la cuenta? ¿Cómo se puede llamar «seguridad jurídica» al reconocimiento de la impunidad frente al propio ordenamiento jurídico? ¿Nos hemos vuelto locos?
Pero, más allá del delirio de un documento escrito con mejor o peor fortuna, tal vez los asesores fiscales tendrían que hacerse algunas preguntas básicas acerca de la ética a la que llaman en la primera página de su informe. Tendrían que preguntarse si es éticamente lícito que un asesor fiscal ayude a quien pretende engañar a sus conciudadanos, y si a los ciudadanos que sí han pagado sus impuestos no les asiste el derecho a reprocharles que lo hagan.
AEDAF tenía muy a mano la única sugerencia de cambio normativo de la amnistía fiscal que de verdad devuelve la seguridad jurídica a la sociedad: la derogación del Real Decreto-ley 12/2012, la derogación de la amnistía. Y bueno hubiese sido que nos ilustrase con su experiencia profesional acerca de cómo mejorar en la lucha contra el fraude. Y aún mejor que, siguiendo el magnífico ejemplo de la asociación de cerrajeros que se negó a participar en desahucios, se negaran ellos como profesionales a asistir a evasores de impuestos. No hay nada que les fuerce a hacerlo; ni siquiera están sometidos al régimen disciplinario que constriñe la acción de los funcionarios de Hacienda.
¿No se lo deben, acaso y por poner un ejemplo, a los miles de autónomos que se ahogan en la crisis y que constituyen la clientela de centenares de pequeñas asesorías? ¿No tendríamos que haber esperado siquiera escuchar la voz discrepante de estas pequeñas asesorías frente a los grandes despachos que han presionado al Gobierno para que multiplique los privilegios de los saqueadores? ¿No podemos esperar los ciudadanos, y no nos debemos a nosotros mismos, actos inequívocos de dignidad en estos tiempos sombríos en que las personas sumidas en la pobreza se arrojan por las ventanas?
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