Está asumido, tanto social como políticamente, que las medidas de austeridad y recortes que castigan fundamentalmente a los sectores sociales mayoritarios, no inciden positivamente en la salida de la crisis. Al contrario, en el plano estrictamente económico la agravan de continuo y, además están produciendo una eliminación paulatina de derechos políticos, sociales y laborales que […]
Está asumido, tanto social como políticamente, que las medidas de austeridad y recortes que castigan fundamentalmente a los sectores sociales mayoritarios, no inciden positivamente en la salida de la crisis. Al contrario, en el plano estrictamente económico la agravan de continuo y, además están produciendo una eliminación paulatina de derechos políticos, sociales y laborales que costaron décadas de lucha, principalmente de la clase trabajadora.
Entonces, la pregunta continua y permanente es por qué siguen imponiendo este tipo de medidas. Y la respuesta se encontraría, en gran medida, en que la crisis se ha convertido en la excusa perfecta para acabar con los derechos que nos protegen ante el capital y sus ansias de dominio absoluto, no solo de la economía, sino también de los pueblos. Alcanzar sociedades desprotegidas y sumisas allana el camino de la privatización absoluta de los últimos reductos públicos (educación, sanidad…) y de la obtención de nuevos y jugosos beneficios. Igualmente, consigue la asunción e interiorización fatalista por parte de la población de que nada se podrá hacer para cambiar esas sociedades por otras más justas y equitativas.
Como ya se ha dicho en muchas ocasiones, el papel que en este escenario asume la mayoría de la llamada clase política gobernante y tradicional es de mero administrador de los designios de los poderes económicos, auténticos conductores en este proceso. Así, diariamente vemos como las decisiones políticas se han transformado en imperativos económicos y en los últimos años hemos asistido al desplazamiento de las tomas de decisiones fundamentales desde la esfera política hacia la económica. Por lo tanto, y dicho en pocas palabras, los poderes económicos y financieros se han colocado fuera, y por encima, del control democrático. De esta forma, hablar de sociedades democráticas resulta cada día más un sarcasmo, cuando uno de los pilares, el económico, las controla y no se somete a las mismas. Como señalaba recientemente, Marcello Musto, experto italiano en teoría política, «en el mejor de los casos, el gobierno político puede «intervenir» en la economía (cuando es necesario mitigar la anarquía destructiva del capitalismo y sus violentas crisis), pero no puede cuestionar sus reglas y sus decisiones fundamentales. (…) Esta subordinación de la esfera política a la economía, como si fuera un dominio aislado inmune al cambio, encierra actualmente la más grave de las amenazas a la democracia».
Sin embargo, son cada vez más los sectores y movimientos que siguen apuntando la existencia de otras alternativas posibles para cambiar esta situación. Alternativas que, además de regenerar y recuperar todo el marco de derechos en proceso de pérdida, quieren poner coto a la especulación y a la búsqueda del máximo de beneficio a cualquier costo por parte de los poderes económicos. Exigen igualmente la limitación de esos poderes y su subordinación a los políticos bajo la dirección de la sociedad en verdaderos procesos democráticos. Alternativas que no son definitivas, pero que se erigen como fases transicionales hacia la salida de la crisis y la construcción de esas otras sociedades más justas y equitativas que ansiamos y que como seres humanos nos merecemos.
En este contexto encontramos un ejemplo más que, otra vez nos viene de los procesos en marcha en América Latina y que, con seguridad afirmamos, los poderes económicos, los políticos a ellos sojuzgados y los grandes medios de comunicación de aquí, ocultarán por ser un «mal ejemplo». El que referimos puede entenderse en algún sentido como meramente testimonial, o que en ello puede al final quedarse, pero afirmamos que es más que eso, es un rasgo más que define nuevas sociedades en transición.
Una de las acciones más insultantes para con la sociedad actual en el contexto de crisis que vivimos es la actuación de los bancos, con cobertura gubernamental política, en los procesos de desahucio por impago de hipotecas. Así, mientras vemos como miles y miles de familias se quedan en la calle y, a pesar de ello, mantienen deudas contraídas con las entidades bancarias, asistimos, de forma paralela, a ver como el gobierno español entrega miles de millones de euros a esos mismos bancos para su rescate. Pese a ser ellos uno de los principales culpables de la crisis que vivimos, por su insaciable sed de beneficios, los cuales siguen recogiendo a día de hoy, no se les exigen responsabilidades ni se les aplica medida alguna en su contra. No son juzgados ni condenados y, por el contrario, se les premia con nuevos fondos que se detraen de aquellos que deberían destinarse a aumentar las distintas coberturas sociales siempre, y con más razones, en tiempos de crisis.
El ejemplo que aludíamos más arriba se refiere a Bolivia, donde se acaba de presentar el anteproyecto de Ley de Servicios Financieros. Entre otras medidas establece la obligación de las entidades bancarias de destinar una parte de las ganancias anuales a función social, principalmente, al desarrollo productivo. Literalmente dice que las entidades financieras «deben cumplir la función social de contribuir al logro de los objetivos de desarrollo económico y social del país». También deben ayudar a eliminar la pobreza y la exclusión social y económica de la población «para el Vivir Bien de las bolivianas y bolivianos en sus múltiples dimensiones».
Como decíamos puede pensarse que es algo testimonial o que no se hará efectivo, pero habrá que reconocer que establece un criterio político sobre las entidades financieras en beneficio de la sociedad, como contraposición a los criterios meramente económicos que priman en nuestro entorno. En nuestra realidad, esa función social antes era condición de distinción para las llamadas cajas de ahorro respecto a los bancos. Tras el proceso de bancarización de éstas, la función social desaparece también de las mismas. A partir de ahí se entiende mejor la falta de escrúpulos y de vergüenza de la práctica totalidad de las entidades bancarias cuando reciben por una parte, miles de millones de euros de fondos públicos para salvar sus bancarrotas privadas y, por otra, éstas mismas desahucian a miles de personas dejándolas en la calle y abocadas, cada vez en más casos, a la desesperación, la depresión o el suicidio.
Pero esa exigencia de contribución del sistema bancario a la elim inación de la pobreza y la exclusión social, al compromiso con la reactivación del sistema productivo, no está solamente ligado a un compromiso ético y humano. Debe de ir parejo también, en este modelo político y económico capitalista en que nos encontramos y como elemento de transición hacia otro más justo para la mayoría de la población, a una vuelta a la subordinación de la esfera económica a la política. Recuperar un status que el neoliberalismo rompió y que en esta crisis se empeña en imponer como modelo inamovible y dominante de las próximas décadas de vida de este mundo. Es por esto que quizá a Europa la vendría bien hoy un cierto proceso o barniz de latinoamericanización. Precisamente ese continente que atravesó su crisis más dura neoliberal en los años noventa del siglo pasado, está sabiendo articular medidas y alternativas que pudieran enseñar mucho a las viejas sociedades europeas en su propia salida de la crisis, tanto social, como económica y políticamente.
Jesus González Pazos es miembro de Mugarik Gabe
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.