«Uno tiene que ir muy de cuando en cuando a los principios, volver a los principios… retomar, recargar, refrescar, reimpulsar». Hugo Chávez, en reunión con dirección ampliada del PSUV, lunes 28 de marzo de 2011. Se me hiela la sangre cada vez que recuerdo el relato de cierto taxista anónimo sobre la ocasión en que […]
«Uno tiene que ir muy de cuando en cuando a los principios, volver a los principios… retomar, recargar, refrescar, reimpulsar».
Hugo Chávez, en reunión con dirección ampliada del PSUV, lunes 28 de marzo de 2011.
Se me hiela la sangre cada vez que recuerdo el relato de cierto taxista anónimo sobre la ocasión en que arrolló a un motorizado, dejándolo tendido sobre el pavimento, muy probablemente muerto. Me contó que aquello sucedió por El Paraíso, durante la madrugada, lo que facilitó la fuga. Pero sobre todo recuerdo la absoluta serenidad del taxista, la ausencia en su voz de cualquier asomo de arrepentimiento o culpa: el motorizado había cometido alguna imprudencia, y él no había tenido otra opción que atropellarlo. Además, argumentaba, los motorizados eran una especie de «plaga» que vendría bien exterminar.
Hay silencios que no son cómplices: sentí vergüenza y rabia.
Todavía me pregunto qué puede llevar a un ser humano a rozar de esta forma, a franquearlos más bien, los límites de la deshumanización. No estoy muy seguro. Pero lo que sí tengo claro es que nada, absolutamente nada, justifica un razonamiento de este tipo. Nada justifica la naturalización de la muerte, mucho menos del homicidio, de la clase que sea.
Pensaba en esto a propósito del rumor silencioso que percibí luego de la muerte de más de una cincuentena de presos en Uribana. Cuando escribo esto no tengo en mente a los portavoces oficiales del gobierno nacional. Ese sería otro tema. Me refiero en parte al entorno más cercano, conformado por amigos y compañeros militantes de la causa bolivariana. Pienso en la gente que leo frecuentemente a través de las redes, por ejemplo. Tal silencio, casi unánime (siempre habrá excepciones honrosas), una cierta indiferencia y hasta cierto desdén, me hicieron sentir vergüenza. Rabia.
Luego, al ver cómo un problema tan urgente y una tragedia tan terrible se subsumía dentro de la lógica de la política boba, sentí impotencia. En ocasiones dejamos mostrar una dependencia tal por el insulto (como si insultar a quienes nos insultan nos hiciera más dignos), una afición tal por la denuncia de macabros planes ocultos (no descarto que a veces existan), que pasamos por alto el problema central. En el caso de Uribana, como en casi todos, es la vida.
¿Qué puede justificar nuestra indiferencia frente a lo acontecido en Uribana? No hablo de la población general. Hablo de nosotros, militantes bolivarianos. Más grave aún: ¿cómo es posible que cualquiera que se asuma como revolucionario pueda llegar a justificar, bajo el argumento que sea (se trata de pranes y asesinos armados que no merecen misericordia, se trata de un plan desestabilizador, etc.), la muerte de seres humanos?
Sin duda, Uribana nos plantea los dilemas éticos propios de una situación límite. No obstante, en situaciones si se quiere ordinarias, es decir, aquellas que no necesariamente comprometen la vida humana, he llegado a percibir el mismo desdén de gente que se dice muy de izquierda. Gente de izquierda a la que no le gusta mezclarse con el pueblo chavista, y respecto del cual tiene una imagen en extremo parecida a la que de él tiene el antichavista promedio: igualado, ignorante, pedigüeño, de mal gusto. El caso del desprecio cuasi «universal» por el motorizado (y quizá sea por eso que establecí la relación, en primer lugar), tanto como el caso de la reacción (semejante al asco) frente a los jóvenes que escuchan o bailan reguetón, por citar sólo un par de ellos, son emblemáticos de lo que aquí expongo.
Los más cínicos suelen interpretar esta «defensa» de los motorizados y de los jóvenes que escuchan reguetón como una impostura característicamente pequeño-burguesa, que históricamente se ha expresado como admiración romántica y acrítica por los delincuentes, los proscritos o los trashumantes. Lo más irónico es que casi nunca escucho reguetón y nunca he manejado motocicletas. No los considero como «modelos» de absolutamente nada, pero tampoco considero «modelos» las grandes camionetas (y si es con escoltas, pues mucho mejor), y mucho menos la música que llaman «clásica», como sí lo hacen muchos de nuestros izquierdistas. Dicho brevemente, si tenemos que hablar de imposturas, la mayor de todas es esa doble moral con la que juzgamos y disimulamos nuestros prejuicios o privilegios, según sea el caso.
Incluso preguntaría: ¿acaso existe un modelo de lo que debe tenerse como «revolucionario», una ética,un
Al respecto, dejo sentada mi postura: por una cuestión de principios siento un profundo respeto por todas las expresiones éticas y estéticas del pueblo pobre, y estoy absolutamente convencido de que su «risa bárbara» (al decir de Walter Benjamin) encierra más humanidad y alegría que cualquier otra.
Lo cierto es que es posible identificar los signos de un conservadurismo entre nosotros, los militantes bolivarianos, que no por disfrazarse de «revolucionario» o «socialista» lo es menos. Y así pasamos al siguiente punto: ¿qué sucede cuando el mismo desdén se manifiesta en situaciones que conciernen a la esfera política?
En un seminario que impartiera Enrique Dussel en la sede del Partido Sandinista, en Nicaragua, en 2002, y con la presencia de varios comandantes, discutían sobre el hecho de que «frecuentemente… los «revolucionarios» de izquierda habían sido hasta heroicos en sus actos políticos (o en su estrategia militar como guerrilleros en las inhóspitas montañas), pero se conocían casos de «doble moral» (incoherencia ética) con respecto a las «compañeras», en el nivel de las relaciones de género, con las que se ejercía un machismo tradicional; o en la cuestión de la raza, discriminando a los de raza afro-latinoamericana; o en la cuestión de la propiedad ocupando residencias del antiguo régimen y contando dichos bienes como propiedad privada de algún comandante sin el pago respectivo, etc.».
Dussel, que concibe un «campo político» cruzado por varios «campos materiales» (o «sub-esferas» ecológica, económica y cultural, como las más relevantes), trabaja la hipótesis de que la referida «doble moral» de los comandantes tenía su explicación en la inobservancia del «principio de coherencia».
Resumiendo un planteamiento que es más denso, y que vale la pena revisar con detenimiento, Dussel concluye que los militantes revolucionarios tenemos que situarnos «desde el «lugar» de los que sufren efectos negativos de las acciones de un sistema, de una institución, de un «orden»… En cada «campo» habrá sistemas específicamente diferenciados, y en cada uno de ellos habrá «otro» tipo de víctimas (en la familia, la dominación o exclusión de la mujer; en la economía, de los pobres excluidos; en la política, de minorías o mayorías dominadas; etc.). Para ser «coherente» habrá que descubrir en cada «campo» concreto el tipo de estructura, y dentro de ella la dominación, y por lo tanto definir con precisión el tipo de «víctima»».
Así, una «ética de la liberación» es la que identifica «a la víctima primeramente como «pobre»». Pero luego existen otras: «el niño y la cultura popular en el «campo» pedagógico; la mujer en el erótico; las naciones periféricas subdesarrolladas y explotadas por un capitalismo del centro metropolitano desarrollado; etc.».
Una eficaz «política de la liberación», agregaría, no es la que privilegia la lucha que se desarrolla en determinado campo, sino la que traduce la articulación de los sujetos que en cada campo padecen la dominación, y que juntos luchan por su emancipación.
Observaciones que tendríamos a bien tomar en cuenta para no terminar militando en las filas de los dominadores.
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