Al igual que en literatura o en otras áreas de la creación artística, el punto de vista del autor determina siempre la temática y el significado de toda obra cinematográfica. Si bien la cuestión de la autoría en el cine puede ser algo más difusa por las dinámicas colectivas que se generan en el desarrollo […]
Al igual que en literatura o en otras áreas de la creación artística, el punto de vista del autor determina siempre la temática y el significado de toda obra cinematográfica. Si bien la cuestión de la autoría en el cine puede ser algo más difusa por las dinámicas colectivas que se generan en el desarrollo de las películas -así como por la envergadura de los proyectos-, tradicionalmente se ha asumido que la autoridad final recae en la figura del director. Figura que, a grandes rasgos, debe canalizar las distintas fuerzas creativas y darles unidad a través de su visión acerca del tema central de la cinta.
Se ha hablado mucho de la última película de Kathryn Bigelow, Zero Dark Thirty, que aborda la caza de Bin Laden durante una década, sobre todo para cuestionar la exposición de la tortura en la pantalla y la pretendida justificación de ésta como vía para obtener información. Lo cierto es que ese me parece uno de los debates más absurdos de todos los que se podrían hacer entorno a la obra de Bigelow ya que se agota en sí mismo. La exposición de la tortura no es algo nuevo en el cine. Además el hecho de que la tortura se use para obtener información es algo demostrable, independientemente del juicio ético que podamos ejercer en su contra, y ha sido utilizada ampliamente no sólo ahora, sino a lo largo de toda la historia humana. Evidentemente el problema es la justificación que se pueda hacer de la misma, el punto de vista que Bigelow podría exponer sobre el asunto. Pero perfectamente ésta podría argumentar que no hay una posición ética sobre el tema, sino que sencillamente se trata de una exposición de acontecimientos corroborables: se hace uso de la tortura porque efectivamente da información útil para el objetivo militar marcado. No se cuestiona si podría haber otros métodos de inteligencia más efectivos y menos crueles, sino que se retrata aquellos que se utilizaron. Punto.
Hay sin embargo otros aspectos más relevantes que parecen haberse pasado por alto a la hora de juzgar la interpretación que de la Historia hace Bigelow. Cuando una película abarca un periodo histórico o hace uso de éste como marco sobre el que elaborar el relato, el autor también acota las acciones y hace uso del contexto para formar un discurso específico a través de la construcción del drama. En definitiva, para exponer un punto de vista sobre el tema que se trata. Zero Dark Thirty empieza con la pantalla en negro y las voces desesperadas de los pasajeros de los aviones que se estrellaron contra las Torres Gemelas llamando a familiares y demás. Arranca así el drama ficticio de una mujer, funcionaria de la CIA, obsesionada con dar caza a Osama Bin Laden para así vengar la tragedia de aquel colectivo y por extensión, podría decirse, la honra del país.
El planteamiento de por sí, a pesar de su sofisticado empaquetado, no podría ser más maniqueo. Aislar la operación destinada a acabar con Bin Laden -de la que de por sí existen dudas sustanciales- de toda el programa geopolítico de dominación que se desarrolló y se sigue desarrollando en la región -y del que no hay que ser ningún erudito en realpolitik para reconocer-, y concentrar esa operación en un drama individual con tintes emocionales resulta casi tan ingenuo como los cuadernos infantiles para colorear que publicaron en su día reproduciendo la cacería del líder de Al Qaeda. Pero la ingenuidad no alcanza nunca cotas tan elaboradas. Mecanismos tan complejos son producto de la perversión. Porque contar la Historia a partir del punto de inflexión que le conviene al poder para legitimar una reacción de cualidades casi emocionales, como si de una venganza familiar se tratase, no es ingenuo, es perverso. Pasar por encima los millones de personas afectadas entre muertos, heridos y desplazados en Irak y Afganistán para justificar una revancha casi personal no es ingenuo, es perverso. Y porque ocultar la elaborada geopolítica estadounidense detrás de los sentimientos humanos más básicos de una mujer que toma el honor de su patria por bandera no es ingenuo, es perverso.
Como ya he señalado, Zero Dark Thirty elige el ataque a las Torres Gemelas con la pantalla en negro para comenzar, y así ensalza el valor documental e incrementa el componente trágico al mismo tiempo. Antes de esos ataques no hay nada. La muerte de Bin Laden es el fin. La protagonista cierra el círculo y su fortaleza emocional se derrumba a solas al completar el viaje para el que estaba llamada. Su arco dramático se ha visto definido y acompañado por la bestia , a la que vence al final completando toda su transformación, que comenzó retratada con el desprecio ingenuo hacia la tortura y finalizó con una dureza marcada por el dolor. Un dolor construido, entre otras cosas, sobre la pérdida de amigos y demás miserias del universo personal. Y ésa es una diferencia fundamental: en la película de Bigelow sólo los estadounidenses sienten. Sólo ellos disponen de un mundo personal y de emociones con el que empatizar y simpatizar. El dolor es monopolio de los amigos americanos y es por ese dolor que la audiencia tiene casi la obligación de acompañarles hasta el final. Otra cosa sería de una crueldad intolerable. Los otros se retratan como una masa informe, apenas obstáculos que se distinguen del mobiliario porque pueden caminar y gritar vete-a-saber-qué-en-idiomas-que-no-hay-forma-humana-de-entender. El enemigo es una sombra, a veces fuera de cuadro, otras oculto tras las penumbras, nunca un ente humano distinguible ni en su forma física ni en su expresión emocional o intelectual.
Recuerdo a Michel Collon y Jean Bricmont hablar de cómo los medios hacen uso de la demonización y la ridiculización para retratar al enemigo y así prepararnos para aceptar cualquier acción, por cruel que ésta sea, por parte de los nuestros . La sofisticación de Bigelow va más allá: el otro , el enemigo, es retratado como un ente diluido en el paisaje. En una escena de la cinta un alto cargo reclama a gritos resultados sobre la mesa, avances que evidentemente se contabilizan en muertos. Es curioso que los de Irak y Afganistán no cuenten, ni las invasiones parezcan tener una verdadera significación, como si fuesen etapas inevitables del designio, de ese devenir natural en un mundo diseñado alrededor del orden que Dios dispuso para Estados Unidos. Es en definitiva perverso cómo Bigelow asume así el discurso dominante, reduciendo a la gente en esas calle polvorientas y llenas de mugre a la altura de objetos animados; el enemigo queda esbozado como un ente sin rostro, sin otro propósito que hacer el mal absoluto a los nuestros , desconociendo toda circunstancia histórica y política.
La Historia la cuentan los vencedores se dice. A menudo es cierto. Pero eso no les hace necesariamente virtuosos desde el punto de vista ético. La Historia está compuesta por acontecimientos complejos, siempre interpretables, a menudo controvertidos y contradictorios. El hecho de elaborar un relato de ficción a partir de un marco histórico, independientemente del grado de invención con que se elabore, no exime de cierta responsabilidad a la hora de hacer una interpretación del periodo que se refleja. Los mecanismos que desarrolla Bigelow para componer la estructura dramática de Zero Dark Thirty están destinados a asumir el discurso de las estructuras dominantes entorno a la concepción de la Historia y al retrato del enemigo, siempre de acuerdo a valores de manipulación y propaganda canalizados a través de recursos emocionales básicos con los que es sencillo identificarse. Son las herramientas que ya en su día estudió y expuso Goebbels para el cine alemán nazi, independientemente de la complejidad y sutilidad con que se haga uso de ellas.
La Historia no es absoluta, por el contrario es interpretable. Pero lavar las circunstancias más complejas de la Historia para que ésta empiece donde convenga y así destilarla hasta que quede reducida a un cuento de venganza personal propio de una telenovela, es un acto de propaganda perversa. Por desgracia en el mundo libre estamos tan acostumbrados a ella que acabamos asumiéndola como una forma de cultura sofisticada. Y así aceptamos la perversión como parte natural del discurso, al que como mucho alguna voz crítica acusará de ingenuo, sin percatarse que la ingenuidad está en pensar eso. Mientras entretenga estará bien. Tan bien, que incluso otro día veremos el siguiente título en cartelera «que la crítica ha dicho que…» y seremos capaces hasta de creernos que Tarantino tiene suficiente capacidad como para reflexionar sobre los tiempos de la esclavitud en Estados Unidos… Pero eso es otra Historia.
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.