La decisión del Tribunal Supremo portugués de declarar inconstitucional el recorte de salarios a los funcionarios ha vuelto a poner en la palestra el debate entre la lógica de los derechos de la democracia y la lógica de los mercados. Es evidente que, desde sus inicios, la contrarrevolución neoliberal se centró en demoler el […]
La decisión del Tribunal Supremo portugués de declarar inconstitucional el recorte de salarios a los funcionarios ha vuelto a poner en la palestra el debate entre la lógica de los derechos de la democracia y la lógica de los mercados. Es evidente que, desde sus inicios, la contrarrevolución neoliberal se centró en demoler el sistema legal que concedía derechos a la población, aunque la derogación de estos derechos se ha producido fundamentalmente por la vía política. Más que una lucha entre derecho y mercado, lo que hemos y seguimos presenciando es una lucha entre propuestas políticas en que los defensores de los derechos del capital van ganando por goleada. De hecho, los mismos mercados financieros que desempeñan un papel tan crucial en el desencadenamiento de tormentas económicas, que se utilizan para justificar la introducción de reformas antisociales, son una creación política. Una política que ha permitido la aparición de grandes conglomerados financieros, de una amplia variedad de activos financieros, opacidad fiscal, paraísos fiscales… Y una política que ha creado un imponente entramado de salvaguardias que han evitado a este sistema financiero irse a pique por méritos propios. Desde esta perspectiva puede concluirse que no existe una oposición entre política y economía, sino una confrontación entre políticas que tienen efectos económicos diferentes.
Una cuestión distinta es analizar en qué medida una estrategia centrada exclusivamente en la defensa de derechos formales es capaz de contrarrestar satisfactoriamente la dinámica del capitalismo mundial. Esta fue en gran medida la configuración del modelo keynesiano posterior a la Segunda Guerra Mundial, el que generó reconocimiento de negociación colectiva, prestaciones sociales y un cierto derecho a la ciudadanía económica. Es en gran medida el núcleo de las políticas socialdemócratas de embridamiento del capitalismo. Dejar que la actividad económica se dirija fundamentalmente bajo pautas capitalistas e introducir regulaciones que limitan su campo de acción y obligan a establecer concesiones, a veces sustanciales, a la mayoría de la población. Un modelo que sólo funcionó mientras a las élites económicas les resultó aceptable mantener estas concesiones. El problema crucial es que el marco legal deja en manos de los capitalistas las decisiones cruciales de asignación y movilización de recursos económicos, y articula un enorme arsenal de medidas que protegen las rentas de la propiedad por encima de otras demandas sociales. Ello concede a los capitalistas una enorme capacidad de iniciativa y acción frente a la que la lógica de los derechos siempre va a remolque. La globalización económica, la articulación de un nuevo marco de
acción a escala planetaria, no ha hecho sino ampliar el espacio de acción del capital y debilitar la eficacia de la defensa de los derechos. El caso portugués es ilustrativo: la decisión judicial sobre los sueldos públicos puede permitir que los funcionarios recuperen su salario, pero no va a impedir que el Gobierno practique otros recortes.
Oponer simplemente derechos a economía tiene, además, otro peligro. El establecimiento de derechos se realiza en momentos concretos, suponiendo que la realidad económica va a seguir inalterada. Pero la actividad económica real está inevitablemente asociada a cambios continuos que pueden afectar a estos derechos. En la economía actual esto se traduce a menudo en un vaciamiento de las condiciones económicas que permiten satisfacer estos derechos. Pero también pensando en una gestión económica alternativa no capitalista subsiste este problema. Siempre que pienso en una transición a una economía igualitaria y sostenible me resulta evidente que ello obliga a tocar muchos derechos establecidos, no sólo del capital. Pues, al fin y al cabo, nuestra propia valoración de lo que es un marco de vida aceptable está en gran parte fijada por nuestra experiencia pasada. Una experiencia que incluye las luchas por los derechos, pero también el despilfarro ambiental, la explotación colonial y el sometimiento de las mujeres.
Tenemos la necesidad de luchar por otro modelo económico que garantice a todo el mundo condiciones materiales esenciales. Lo que sugiero es que la estrategia de defender derechos establecidos es insuficiente, y a veces inadecuada, para llevar a cabo una transición hacia una economía democrática, igualitaria y sostenible; una estrategia que obliga a plantearse la defensa de los derechos y la democracia desde otra perspectiva. En primer lugar, aumentar los derechos sociales en el campo de la toma de decisiones -lo que incluye la democratización de las políticas públicas, el aumento del papel de las actividades colectivas y la planificación democrática de actividades clave-, el desarrollo de otras formas de propiedad y gestión económica, y la institucionalización de la participación de la sociedad sobre las actividades de todo tipo de empresas o unidades productivas. En segundo lugar, introducir mecanismos deliberativos serios que permitan un verdadero debate y una toma de decisión social sobre la forma en que se concretan los derechos básicos. Y, en tercer lugar, desarrollar una estrategia de acción internacional básica para quebrar el entramado de poderes internacionales que protege y refuerza los poderes del capital.