Brasil arde, dicen con fruición los noticieros burgueses. Nada más conveniente para el imperialismo estadounidense, para la derecha continental y para la brasileña. Pero es peligroso e inoperante que nos quedemos varados en esa certeza, absolutamente cierta, que nada explica. A diferencia de lo sucedido en Chile, donde los carabineros salen a reprimir a los […]
Brasil arde, dicen con fruición los noticieros burgueses. Nada más conveniente para el imperialismo estadounidense, para la derecha continental y para la brasileña. Pero es peligroso e inoperante que nos quedemos varados en esa certeza, absolutamente cierta, que nada explica. A diferencia de lo sucedido en Chile, donde los carabineros salen a reprimir a los estudiantes, en Brasil la presidenta les ha dado el derecho, y la razón. Hay algo perverso en el regodeo mediático con que se asume la noticia. Pero el origen de esas protestas, paradójicamente, es el modelo capitalista. O la invisibilidad, la indefinición de un horizonte alternativo.
Los ideólogos de la derecha están detrás de la barrera, pero su función no es explicar, sino abrir zanjas para, donde aparezca, desviar el torrente humano de vuelta a casa. A la casa del modelo en crisis. Se habla de la crisis mundial de los partidos políticos históricos, entre los que aparece el comunista, a pesar de que su existencia en el sistema que ahora se hunde es casi fantasmal -en parte, el precio de su derrota en el siglo XX, y de su pérdida de caminos y sus incongruencias vergonzantes en el XXI-, y la socialdemocracia, que dejó de ser la «alternativa» sistémica que se oponía al comunismo, para ser la variante populista del neoliberalismo; y no de la crisis del multipartidismo burgués, de una democracia «representativa» que no representa más que a un selecto grupo de privilegiados.
Claro que hay muchos indignados en el mundo. La preocupación de la derecha se presenta como una constatación: «los indignados no buscan un orden social superior», «no quieren destruir el orden injusto», «no enarbolan una doctrina, o una guía para el pensamiento o un método para la acción», «no se afilian a una ideología». Simplemente están hartos, y no creen. Así describe Fernando Mires, ideólogo de la derecha, el best seller de Sthefane Hessel con que el mercado, una vez más, proveyó a quienes luchaban contra sus dictados. Y sí, en parte tiene razón: desde hace algunos años han salido todos a la calle, muchos por primera vez, gente descreída y harta, que no comparte los problemas, sino la ira. Pero la constatación es un exorcismo. La derecha necesita exorcizar la predecible radicalización del movimiento. Y los intelectuales progres, tan abundantes, se atacan de los nervios cuando el sistema anuncia el instante fundacional de algo nuevo. ¿Será que no son lo suficientemente inteligentes o profundos para verlo?, ¿cómo afrontarían la vergüenza de haber vivido la época del gran nacimiento sin percibirlo? Creen que ser de izquierda es una opción teórica y no una toma de posición ética, a favor de la justicia. Desde Chile, el país de origen de Mires, que vive en Alemania, la joven Camila Vallejo, una de las líderes más reconocidas de las protestas estudiantiles, toma distancia de la interpretación burguesa de «los indignados». Porque sí, en América Latina, la izquierda -no la de gabinete-, ha abierto caminos. El modelo multipartidista burgués -que en su cabal funcionamiento no deja la menor brecha para el triunfo de una opción anti-modelo-, quebró en países como Venezuela o Bolivia, en el instante en que aparecían líderes carismáticos y, algo raro, consecuentes. Líderes populares, como Chávez o Evo. Los proyectos burgueses nacionales de Argentina y de Brasil se reconstruyeron frente a la hegemonía imperialista, y desacatan las órdenes que emanan de la primera línea del Poder real.
La situación llega al absurdo. La crisis económica del capitalismo usufructúa su propia crisis cultural, ante la ausencia o la indefinición de un proyecto cultural alternativo. Allí donde le conviene, el imperialismo atiza las contradicciones que él mismo engendra. La cultura del tener, la del capitalismo, se hunde, pero los ciudadanos reclaman «el tener» prometido. El mundo simbólico del capitalismo se resquebraja y los indignados, supuestamente, reclaman que esos símbolos dejen de ser una ficción, quieren su cuota prometida de capital, quieren un capitalismo en el que las palabras y los hechos coincidan: que la democracia representativa sea realmente representativa, que la libertad de información y de palabra sean realmente plenas y compartidas por todos, que todos puedan ser ricos, y viajar y tener. Si no existe un modelo alternativo, el pobre que ahora tiene algo, querrá tener más, y el que ya tiene más, ser rico. Si la cultura sigue siendo la misma, si los problemas sociales se atenúan desde el asistencialismo burgués, y los medios convierten en héroes a los mega ricos, a los que tienen, y no a los que son, a los que más consumen y no a los que aportan más, entonces el horizonte personal de cada ciudadano será tener más. Todos los analistas burgueses repiten una y otra vez que los actuales movimientos sociales nada tienen que ver con los del 68 del pasado siglo, es un exorcismo rutinario: «¿Quieren lo imposible? No. Al revés de los movimientos del 68, que querían cambiar el mundo, los brasileños insatisfechos con lo ya alcanzado quieren que los servicios públicos sean como los del primer mundo. Quieren un Brasil mejor. Nada más». Esto lo dice un periodista español en El País, pero ¿de qué primer mundo habla?, ¿los brasileños querrán ser como los españoles, que ahora emigran hacia América Latina? Ese mismo autor, entre muchos «ellos quieren» acertados, desliza un extraño querer: «quieren una universidad no politizada, ideologizada o burocrática. La quieren moderna, viva, que les prepare para el trabajo futuro». Tampoco yo la quiero burocratizada, pero ¿desideologizada?
El problema es que casi todas las demandas de los brasileños son justas. Lo sabe Dilma, lo sabe Lula, lo sabe el PT. El problema mayor es que las consignas del imaginario simbólico capitalista, desde hace mucho tiempo -siglos incluso-, son irrealizables dentro de ese sistema. Son tan irrealizables como la vieja equivalencia del dólar y el oro. Desideologizar las protestas y reciclarlas dentro del sistema, es la primera alternativa de la derecha; porque la izquierda, ciertamente, va en apariencia por lo poco: la imprescindible gobernabilidad para la disminución de la pobreza, el enfrentamiento directo al imperialismo estadounidense y la construcción de la unidad latinoamericana en un bloque de economías complementarias, lo que no es poco, porque es el principio del todo. Envalentonado con la muerte de Chávez y la colaboración de las fuerzas de derecha en cada país (y a veces, también, con la colaboración de la extrema izquierda), el imperialismo proyecta la desestabilización del bloque de las izquierdas y los nacionalismos en su traspatio. A pesar de ello, o por ello, es urgente que metamos la cabeza bajo el agua, y buceemos en nuestros anhelos más profundos. Si no hay una propuesta cultural alternativa, si no superamos las buenas intenciones del asistencialismo y del desarrollismo burgués, la gente volverá a la calle. Volver a ideologizar las protestas y conducirlas hacia la victoria del fascismo, es la segunda alternativa por la que optaría el imperialismo. La izquierda latinoamericana ha abierto caminos en un mundo donde casi nadie los encuentra.
Ahora será imprescindible abrir horizontes.
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