La experiencia brasileña de los últimos diez años de gobiernos progresistas (dos de Lula y el actual de Dilma) ha sido caracterizada por lo que Gramsci llamaba revolución pasiva: un proceso de modernización impulsado desde arriba que recoge sólo parcialmente las demandas de los de abajo y con ello logra garantizar su pasividad, su silencio […]
La experiencia brasileña de los últimos diez años de gobiernos progresistas (dos de Lula y el actual de Dilma) ha sido caracterizada por lo que Gramsci llamaba revolución pasiva: un proceso de modernización impulsado desde arriba que recoge sólo parcialmente las demandas de los de abajo y con ello logra garantizar su pasividad, su silencio más que su complicidad.
A partir de esta fórmula aparentemente contradictoria podemos entender cómo se edificó en Brasil un equilibrio precario pero sorprendentemente eficaz y duradero que además, siempre siguiendo las intuiciones de Gramsci, se apoyó en un cesarismo progresivo (la presencia de una figura carismática que catalizó y canalizó las tensiones y encarnó el paternalismo asistencialista) y el transformismo (el desplazamiento de grupos dirigentes progresistas del movimiento popular hacia posiciones conservadoras en puestos en las instituciones estatales).
Entonces lo que sorprende de la historia reciente de este país no es la irrupción repentina de la protesta sino su ausencia en los años anteriores. De hecho, detrás de los grandes elogios que recibían los gobernantes brasileños por el alto crecimiento económico, el carácter incluyente de las políticas sociales y el surgimiento de una impresionante clase media consumidora en Brasil; estaba la envidia y la admiración por un modelo de gobernabilidad, de control social y político basado en el asistencialismo y la mediación de un partido -el PT- y un sindicato -la CUT- con arraigo de masa, que garantizaban costos mínimos en términos de represión y de criminalización de la protesta. Los frentes de resistencia a la construcción de la hegemonía lulista existieron y existen tanto desde la derecha como desde la izquierda pero fueron contenidos y quedaron relativamente marginados, incluido el MST que mantuvo una prudente actitud de repliegue y con la excepción de algunos conflictos importantes pero aislados (como las huelgas universitarias y las luchas indígenas en defensa del territorio).
Las protestas de los últimos días son entonces algo que inevitablemente estaba por surgir en las fisuras o en el agotamiento del proceso de revolución pasiva. Las fisuras son los desfases que generan las desigualdades que siguen marcando la sociedad brasileña, las brechas que separan las clases sociales en un contexto de modernización capitalista en el cual aumenta el tamaño del pastel, se reparten rebanadas crecientes pero proporcionalmente se acumulan riquezas y se generan poderes políticos y sociales que se adueñan de los circuitos productivos, de las instituciones públicas y de los aparatos ideológicos. La paradoja de los gobiernos del Partido de los Trabajadores es que generaron procesos de oligarquización en lugar de democratizar la riqueza y de abrir espacios de participación, espacios que en el pasado habían servido para que este partido surgiera y llegara a ganar elecciones. El agotamiento tiene que ver con un desgaste fisiológico después de diez años de gobierno pero sobre todo con la pérdida de impulsos progresistas y el aumento significativos de rasgos conservadores en la coalición social y política encabezada por Lula y que sostiene el gobierno de Dilma.
No sorprende tampoco que la protesta tome formas difusas y sea protagonizada fundamentalmente por jóvenes etiquetados como de clase media. La conformación de las clases populares en el Brasil actual incluye a este sector juvenil que emerge, en medio de la relativa movilidad social de la última década, de las condiciones de pobreza hacia niveles de consumo y de educación mayores pero sin desprender de su colocación en el campo de las clases trabajadores -manuales y no manuales- de las cuales estos jóvenes son hijos y hacia las cuales tienden inevitablemente por las modalidades del crecimiento dependiente brasileño. Las formas difusas corresponden tanto al rechazo hacia partidos y sindicatos como a la construcción incipiente de nuevas culturas políticas, en particular aquella de los llamados indignados que reúne una serie de identidades, reivindicaciones y formas de luchas diversas que no acaban de articularse pero siguen manifestándose a lo largo del mundo de manera dispersa, pero recurrente y contundente.
Con estas manifestaciones inicia el fin de la revolución pasiva brasileña. La movilización levanta el velo y muestra la realidad contradictoria y las miserias ocultas detrás del mito del milagro brasileño, que ya había funcionado décadas atrás y que volvió a aparecer en los últimos años. Por otra parte la pasividad sobre la cual se erigía la hegemonía lulista se disuelve en las calles. Podrán regresar a sus casas, podrá volver la calma en las calles y los sondeos a mostrar el consenso en torno al modelo petista pero la visibilidad que se alcanza una vez disipados los gases lacrimógenos es siempre muy reveladora y permanece grabada en la memoria de una generación.
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