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Siguiendo con las virtudes marxianas

El Marx sin ismos de Francisco Fernández Buey (IX)

Fuentes: Rebelión

La tecnopolítica no lo sabía pero la política en su acepción originaria siempre había tenido en cuenta la posibilidad del fracaso, de la derrota, sin que ello significara siempre un desastre poliético. Por eso, proseguía FFB [1],, en casi todas las culturas había un altar reservado «para los idealistas que, conociendo el hedor de este […]

La tecnopolítica no lo sabía pero la política en su acepción originaria siempre había tenido en cuenta la posibilidad del fracaso, de la derrota, sin que ello significara siempre un desastre poliético. Por eso, proseguía FFB [1],, en casi todas las culturas había un altar reservado «para los idealistas que, conociendo el hedor de este mundo, decidieron seguir siendo idealistas (en el plano moral)». Paco, nuestro Paco, sin atisbo para ninguna duda, está en ese altar. Podía ocurrir que el laicismo cínico del final de siglo decidiera llevarse por delante, con los restos del marxismo decimonónico, «todos los altares levantados por las culturas populares a los héroes derrotados en las luchas en favor de la igualdad, la libertad y la fraternidad» pero era dudoso «que la ausencia de distinción entre el valor de estas luchas de los abajo (tantas veces apadrinadas por los marxistas desde 1848) y lo que representó la utilización ideológica del marxismo desde el Poder», en la URSS, en China o donde fuera, fuera considerada algún día como un progreso moral. FFB añadía: «me parece que de esta forma verán las cosas también los historiadores del siglo XXI.».

Ahora bien, proseguía, una influencia tan enorme (y tan omniabarcadora) en la resistencia anticapitalista moderna difícilmente podía caber en un solo cuerpo doctrinal. Acaso por eso, desde la muerte del clásico, ha habido varios marxismos. «Y, hablando con propiedad, habría que decir que ya en vida de Marx había varios «marxismos», al menos en el sentido de que circulaban distintas interpretaciones filosófico-políticas de sus ideas o de ideas atribuidas a él.». Por esa razón, «harto ya de atribuciones y de manipulaciones de su pensamiento, el mismo Marx dijo una vez, y no sólo por cansancio, que él no se consideraba marxista» [2]. Estas dos observaciones -que ha habido varios marxismos y que el propio Marx no quería tener nada que ver con alguno de ellos- deberían servir para apoyar una conclusión a la que le interesaba mucho llegar ahora: «hay incompatibilidad entre marxismo (en el sentido de pensamiento y acción de Marx) y dogmatismo (en el sentido de codificación única de las ideas procedentes de Marx en un solo cuerpo doctrinal). Aun suponiendo que no haya habido coherencia perfecta en el caso de Marx (¿y en qué caso?) entre declaraciones y aspiraciones teóricas de un lado y actividades político-sociales de otro, ¿no es paradójica la conversión en dogma de la obra de un hombre que tuvo por máxima hay que dudar de todo?» En su opinión, lo era, era paradójica.

Tampoco había sido el marxismo la primera paradoja de este tipo en la Historia. «Recordando precisamente un caso anterior que tiene que ver con la lucha milenaria en favor de la liberación, el poeta León Felipe escribió una vez un crudo relato versificado sobre un hombre que tenía una doctrina, la cual doctrina creció y creció hasta hacerse templo y llevarse por delante a los hombres que creían en la doctrina. Recomendaba el poeta sarcásticamente a los hombres del futuro que el que tenga una doctrina que se la coma antes de que ésta se convierta en templo o en iglesia. Pero no es nada seguro que recomendaciones tan drásticas vayan a ser seguidas por gentes que se sienten humilladas y ofendidas». Prueba de ello: siendo muchos los que leyeron aquel poema u oyeron cantarlo a Paco Ibañez en los sesenta, «a casi nadie (que yo sepa) se le ocurrió ponerlo en relación (críticamente) con otros dogmatismos tan persistentes como el del hombre que tenía una doctrina.» Lo interesante para el historiador de las ideas, «y no sólo para él sino también para toda persona que quiera ocuparse, con comprensión simpatética, de la tragedia que siempre ha sido la lucha de los humanos por emanciparse, por liberarse, por desalienarse», era tratar de dilucidar en este caso por qué extrañas circunstancias la vocación científico-escéptica contenida en aquella declaración de Marx, el había que dudar de todo, condujo al dogmatismo de no pocos marxistas.

Todos los socialismos de raíz marxista que habían tenido éxito político-social en el mundo habían sido revisionistas, en mayor o menor medida, de las ideas de Marx, «o bien adaptaciones de aquellas ideas a circunstancias históricas que a Marx no podían ni pasársele por la imaginación». Fue el caso del movimiento socialista que condujo a la revolución rusa de l9l7. Fue el caso de los socialismos que condujeron a las revoluciones china, cubana y vietnamita. De hecho, el conocimiento que Mao, Castro o Ho «tuvieron de la obra de Marx al iniciarse los procesos revolucionarios en China, Cuba y Vietnam, respectivamente, era muy limitado y unilateral». Difícilmente podía compararse con el conocimiento de la obra de Marx que tuvo Lenin. «Y aún menos con el conocimiento de la obra de Marx que tuvieron los principales representantes del llamado marxismo occidental (Bernstein, Kaustky, Rosa Luxemburg, Korsch, Lukács, Gramsci)». Verdad histórica probada, no quitaba mérito en absoluto a lo hecho por Mao, Castro o Ho. Pero obligaba «a estudiar con detenimiento y para cada caso concreto qué creían estar haciendo los revolucionarios cuando se referían al marxismo y qué hacían de verdad, en la realidad.» Hasta aquel momento esa discrepancia entre lo que se creía estar haciendo y lo que se hacía realmente sólo se había estudiado, y de manera parcial, en el caso ruso.

El resultado de ese estudio, iniciado por Karl Korsch, otro de sus maestros y de sus referencias, decía lo siguiente:

Marx cambió de opinión sobre las posibilidades de la revolución en la atrasada Rusia y sobre la relación de esta revolución posible con la revolución en las regiones más industrializadas de Europa (Inglaterra, Francia, Alemania). Lenin intentó explicar, unilateralmente, aquel cambio de opinión del viejo Marx con el objetivo de seguir fundando en el marxismo la teoría de la revolución rusa. Stalin prohibió literalmente la difusión de las opiniones de Marx sobre Rusia (tanto las del Marx rusófobo de los cuarenta y cincuenta como las del Marx viejo, amigo de los narodnikis) y manipuló a conciencia el pensamiento de Marx para que la revisión leninista pareciera la simple continuación de aquél. Durante algún tiempo se pensó que la hibridación de marxismo y narodnikisismo fue la base teórica del éxito práctico que representó la revolución rusa del 17. FFB creía que podía probarse que no fue así. «El híbrido marxista-populista construido por Lenin en los años que hacen de gozne entre los dos siglos estaba prácticamente muerto en 1905. La revolución de noviembre de 1917 tiene mucho más que ver con los horrores de la primera guerra mundial que con el constructo teórico (la «dictadura democrática del proletariado» inspirada en la fase jacobina de la revolución francesa) de Lenin». Su grandeza político-militar consistía sobre todo «en su capacidad para la captación de la excepcionalidad histórica, cuando no hay tiempo para el cálculo racional y la loa de la duda se convierte ya en preámbulo de la aniquilación». Lenin había sido durante toda su vida «un genio de las situaciones extremas, un agudo desvelador del sentido de las crisis históricas. En los momentos decisivos -y los meses que van de febrero a noviembre de 1917 lo fueron- solía sorprender a todos los que le conocían». Pero Lenin no era un teórico en el sentido en que lo fue Marx, una diferencia que, en opinión de FFB, convenía tener en cuenta.

En opinión de FFB, no se podía «explicar históricamente el contraste entre ideario marxista y realidad de la URSS en las primeras décadas de la revolución sin estudiar en detalle la relación de Marx con los rusos así como la recepción y difusión del marxismo en Rusia antes y después de 1917». La idea de que el estalinismo y el gulag se derivan necesariamente del ideario socialista marxista, era la tesis crítica del editorial del mientras tanto de 1983 dedicado a Marx, «no tiene más fundamento que el intento de derivar los campos de concentración del Chile de Pinochet del Sermón de la montaña o los campos de concentración nazis de la crítica a la democracia demediada y al parasitismo de la época de Weimar.» Para establecer una relación causal entre los crímenes cometidos en nombre del socialismo y el ideario de Marx no bastaba con tomar nota de las palabras de los criminales y ponerlas en relación con otras palabras que sonaban de forma parecida: hacía «falta un análisis específico de la evolución y del destino de los distintos socialismos de raíz marxista que en el mundo han sido.»

Había sido también Karl Korsch el primero en establecer un corte tajante entre «marxismo occidental» y «marxismo ruso», el mismo que había atribuido «las degeneraciones de este último a las concesiones que Marx, siendo ya viejo, hiciera a los populistas (narodnikis) de aquella nacionalidad». Para FFB, esa era una hipótesis historiográfica sugestiva que habría que explorar. «Que Marx hizo concesiones a los populistas rusos de la década de los setenta del siglo pasado está fuera de toda duda razonable. No se suele decir en ambientes marxistas que estas concesiones fueron la contrapartida del acercamiento a Marx y al internacionalismo obrero de la época por parte del populismo revolucionario ruso (en sus orígenes principalmente nacionalista) contra la opinión de los marxistas rusos». El dato debía ser materia de reflexión para todos aquellos ideólogos que siguen repitiendo, contra los hechos, «que Karl Marx pensó exclusivamente en la revolución europeo-occidental (en la revolución inglesa, francesa y alemana) y que la revolución rusa de 1917 habría sido la negación de sus previsiones históricas».

La verdad era otra: hacia 1878 Marx «había abandonado toda pretensión de hacer de su método histórico-dialéctico una filosofía de la historia o un pasaporte teórico válido para explicar cualquier desarrollo histórico» y desconfiaba mucho de «los principales dirigentes socialistas alemanes, ingleses y franceses, y lo que se proponía, mientras tanto, era algo bastante modesto: conocer mejor la evolución de los acontecimientos económico-sociales en EEUU de Norteamérica y en Rusia». Tanto era así que hizo a un lado el material acumulado para la publicación del segundo volumen de El Capital (el que publicó Engels póstumamente) «y, a pesar de los años y de los achaques, se puso, una vez más, a estudiar: ruso por una parte y estadísticas de actualidad, norteamericanas, inglesas y rusas, por otra». Sólo pasa que las gentes apasionadas por la revolución -Marx era uno de ellos- «no dejan de acoger con entusiasmo ni cuando estudian las buenas nuevas en los tiempos sombríos». La buena nueva de los últimos años de vida de Marx fue, claro está, el surgimiento del movimiento revolucionario en el hogar clásico del absolutismo, en la Rusia zarista, «justo cuando decaía el espíritu revolucionario en el otro lado de Europa, en los hogares clásicos del capitalismo (como consecuencia, entre otras cosas, de la derrota de la Commune en París)». Desde el punto de vista historiográfico, «el problema interesante consiste en aclarar si Marx prefirió la valentía moral de aquellos hombres y mujeres (revolucionarios «terroristas»), que se atrevían a luchar contra el absolutismo zarista, a las vacilaciones de los principales destacamentos del proletariado industrial europeo-occidental (francés, alemán e inglés, sobre todo), por acentuación del propio voluntarismo revolucionario, por el disgusto que acompaña al malestar de la cultura». O si, por el contrario, «en la eventual revolución rusa que los narodnikis anunciaban como inevitable él vio sólo un complemento para la revolución europeo-occidental». Las dudas y vacilaciones que ponen de manifiesto los borradores de la célebre carta a Vera Zasulich (de febrero/marzo de l88l) permitían sugerir que el viejo Marx no llegó nunca a resolver ese dilema, concluía FFB, al menos con la cabeza; «sabemos, en cambio, por la correspondencia de la época, que su corazón estaba con los populistas (aunque éstos no eran «marxistas» típicos u ortodoxos)».

En todo caso, ni siquiera esto último podía aducirse como prueba de la existencia de un vínculo entre marxismo y estalinismo, entre el «terrorismo» populista-marxista de los años 😯 del siglo XIX y el «terrorismo» del estado estalinista, «puesto que en los cuarenta y tantos años transcurridos entre ambas cosas la historia hizo casi irreconocibles a los antiguos marxistas y a los antiguos populistas rusos. Tanto que una buena parte de los social-revolucionarios que recogieron la herencia de los narodnikis fueron asesinados, bajo Lenin y bajo Stalin, por marxistas que recogían la herencia de Marx».

Establecer relaciones causales tomando como base la semejanza de las siglas o el parecido de las palabras, sin fijarse en los hechos, era un cómodo expediente simplificador de la historia que el partidismo político conservador usaba en beneficio propio a poco que el adversario ideológico prefiera también la ambigüedad. Añadía FFB, el paso es importante:

«Aquí sabemos mucho de eso en relación con lo que ha sido, fue y es ETA desde su fundación en los años sesenta hasta 1992. Sabemos que, transcurridos casi treinta años, la organización ETA de hoy apenas tiene nada que ver con aquella de ayer. Pese a lo cual siempre habrá ideólogos interesados en poner cerca polvos y lodos».

El interés del historiador de las ideas, él también lo fue, era el contrario: «matizar, mostrar que bajo semejanzas y parecidos verbales hay diferencias, que no todos los polvos se convierten en lodos y que suele ser irrelevante el remontarse a los fenicios para tratar de explicar los lodazales que hoy nos preocupan más).»

El paso, desde luego, es de rabiosa actualidad.

PS. Perdóneseme este toque de inmodestia. Esta reseña, aparecida en El Viejo Topo, que copio más abajo, fechada en 2006, fue elogiada por Francisco Fernández Buey. Recuerdo bien, también emocionado, sus generosas palabras:

«Un Marx sin marx(ismo): crítica de una idea peligrosa». Maximilien Rubel, Marx sin mito. Octaedro, Barcelona 2003, 255 páginas. Prefacio de Margaret Manale. Traducción y nota preliminar de Joaquim Sirera. Selección de textos: Margaret Manale y Joaquim Sirera.

Como se indica en la contraportada de esta antología, Marx sin mito es una cuidada selección de escritos de Maximilien Rubel (1905-1996) en la que se recoge algunas de sus aportaciones más esenciales para una lectura no mistificada de Marx. Su autor nació en Czernowitz, ciudad austro-húngara que actualmente forma parte de Ucrania; llegó a Paris a finales de los años veinte, fue movilizado durante la II Guerra, ha sido militante de diversas organizaciones de la izquierda consejista y se consagró, durante más de la mitad su vida, en el riguroso estudio de la obra de Marx. Desde 1965 hasta 1994, trabajó en la edición crítica de las obras de Marx para la Bibliothèque de la Pléiade (ediciones Gallimard), llegando a publicar cuatro volúmenes: Oeuvres. Économie, I (1965); Oeuvres. Économie II (1968); Oeuvres III. Philosophie (1982) y Oeuvres IV. Politique , I (1994). Rubel falleció mientras preparaba el segundo volumen de las obras políticas de Marx. Como señalara Manuel Sacristán en su presentación de la traducción castellana del clásico de Marx, no hay más que una edición importante de Capital I que se aparte de la organización del texto en las cuatro ediciones aparecidas en vida de Marx o Engels: la de Rubel. Este autor, añadía Sacristán, «es insuficientemente conocido en España, pese a ser uno de los principales conocedores contemporáneos de la obra de Marx y tal vez el más destacado intérprete anarquista de la misma».

Según Margaret Manale, coeditora del volumen, el criterio básico en su trabajo ha sido considerar la vida y obra de Marx como una totalidad. Para Rubel -señala Manale- «nada justifica la hipótesis de un corte entre la actividad de Marx militante y el trabajo intelectual, de la misma forma que tampoco lo hay entre los escritos del joven filósofo y los textos que exponen el descubrimiento de las leyes económicas del desarrollo de la sociedad moderna» (p.16). Los ocho ensayos seleccionados, que abarcan un largo arco temporal que se extiende desde 1961 hasta 1994, han sido agrupados en tres apartados: 1) «El proyecto intelectual de Marx», que incluye «La leyenda de Marx o Engels fundador» (1972), «Plan y método de la «Economía»» (1973) y «Marx teórico del anarquismo (1973)»; 2) «La obra de crítica», compuesta por «El crecimiento del capital en la URSS» (1957) y «La sociedad humana y su prehistoria» (1994), y, finalmente, 3) «Marx y el movimiento obrero», que incorpora «Marx y la democracia» (1962), «El partido proletario en Marx» (1961) y «Tesis sobre Marx hoy», trabajo este último en el que Rubel apuntaba que: «(…) La enseñanza de Marx no está exenta de errores y no escapó de influencias deletéreas del medio enajenante en el que se formó. Pero, a diferencia de otros pensadores del siglo XIX considerados como «grandes», Marx buscó, para corregirse, el contacto con la «vil multitud», la comunicación con «la humanidad sufriente que piensa y con la humanidad pensante que está oprimida» (p. 249).

Todos los ensayos recogidos resultan de enorme interés y, sin duda, su estilo, su solidez documental y su precisión argumentativa están alejados años-luz de toda repetición mecánica, aburrida y teológica de los textos marxianos..Cabe destacar aquí, «Plan y método de la ‘economía'» (pp.37-92), tal vez el texto central de esta selección, y su excelente, atrevido y sugeridor ensayo «La sociedad humana y su prehistoria», donde Rubel señala con énfasis crítico y defiende con solidez que: «(…) Hay una discurso pseudofilosófico que atribuye a la humanidad en cuanto tal una disposición mórbida a la autodestrucción, mientras que la constatación más banal, sugiere que cualquier ser aspira a vivir su vida con plenitud «(p. 175).

Finalmente, por su carácter de texto abierto y material de discusión, «Tesis sobre Marx hoy» (1984) no debería situarse en el olvido.

Empero, el artículo que muestra más rápidamente la singular aproximación de Rubel a la obra de Marx probablemente sea el primero de los recogidos: «La leyenda de Marx o Engels fundador» (1972). Ni siquiera la propia historia de este trabajo es asignificativa. Este ensayo fue inicialmente la aportación del autor a un congreso realizado en Wuppertal, en mayo de 1970, con ocasión del 150 aniversario del nacimiento de Engels. Los miembros de la delegación soviética y los delegados de la República Democrática alemana, ofendidos por las tesis presentadas por el autor en su trabajo, amenazaron con dejar la conferencia si el texto no era retirado. Hubo que negociar largamente y llegar al acuerdo de que las aportaciones de Rubel no fueran leídas desde la tribuna -como pudieron hacer la mayor parte de los participantes- sino sólo comentadas y discutidas.

En su frustrada comunicación y con el objetivo de iniciar un debate cuya tesis esencial «debería ser el problema del marxismo en tanto que mitología de nuestra era» (p.32), Rubel defendía las siguientes posiciones: 1º. El marxismo, como sistema de pensamiento, no nació como un producto auténtico del modo de pensar de Marx sino «como un fruto legítimo del espíritu de Friedrich Engels» (p.25); 2º: toda investigación sobre las relaciones entre Marx y Engels está abocada al fracaso «si no se desembaraza de la leyenda de la «fundación» y no toma como punto de partida metodológico la aporía del concepto de marxismo» (p.27); 3º: dada la imposibilidad de definir racionalmente el sentido del concepto, «parece lógico abandonar al olvido la palabra misma, aunque sea tan corriente y universalmente empleada» (p.28) y 4º: en la historia del marxismo como culto apologético de Marx, «Engels ocupa el primer plano» (p.31). Sin duda es discutible que el coautor del Manifiesto Comunista ocupe esa destacada posición, pero no la hay en cambio de que los delegados soviéticos y democrático-alemanes presentes en esa conferencia son representativos de una aproximación cerrada, nefasta, acrítica y nada marginal del legado de Marx.

En los ensayos posteriores del volumen, Rubel ahondará en la misma idea: el marxismo «se convirtió en ideología dominante de una clase de poderosos», el marxismo como sistema de pensamiento logró «vaciar de su contenido original los conceptos de socialismo y de comunismo, tal como Marx y sus precursores los entendían, y substituirlos por la imagen de una realidad que es su más completa negación» (p.95). Manipulando sus doctrinas con habilidad, insiste Rubel, discípulos poco escrupulosos «han logrado poner la obra de Marx al servicio de doctrinas y de acciones que representan su más completa negación, tanto por lo que se refiere a su verdad fundamental como a su finalidad abiertamente proclamada» (p. 99).

El excelente traductor y autor de la nota preliminar del volumen, Joaquim Sirera protesta, con razones, del desconocimiento hispánico de la obra de Rubel y señala que su interpretación de Marx «choca frontalmente con toda la divulgación que se ha hecho aquí del marxismo». Como el término divulgación es un concepto algo borroso y dado que «todo» suele ser un término demasiado general, tal vez sea necesario indicar no ya sólo que Manuel Sacristán dialogó en la lejanía, y con reconocimiento explícito, con las tesis de Rubel, sino que, recientemente, Francisco Fernández Buey, en su Marx (sin ismos) -título que sin duda habrá inspirado a los coordinadores de este volumen-, señaló: «(…).En esa odiosa comparación me he inspirado para leer a Marx a través de los ojos de tres autores que no fueron ni comunistas ortodoxos, ni marxistas canónicos, ni evangelistas: Korsch, Rubel y Sacristán. Hay varias cosas que diferencian la lectura de Marx que hicieron estos tres. Pero hay otras, sustanciales para mí, en las que coinciden: el rigor filológico, la atención a los contextos históricos y la total ausencia de beatería no sólo en lo que respecta a Marx sino también en lo que atañe a la historia del comunismo» (p.18).

Coincidencias que no implican, como es obvio, acuerdos sin matices. El mismo Sacristán, en su nota editorial para la edición castellana de El Capital, señalaba que M. Rubel había escrito para el volumen II de El Capital una introducción que mostraba como su trabajo era infinitamente más arbitrario que el de Engels […] Pese a todo el respeto que merece la erudición de Rubel, hay que decir que ese criterio es casi puro capricho, pues Marx había pensado inicialmente en efecto, en dos volúmenes, pero componiendo el primero de ellos con los libros I y Il, y el segundo con los libros III y IV. Y, además, alteró esa división por razones del todo contingentes, lo que muestra que la división misma era inesencial. De este modo repite Rubel lo que él mismo llama «grave error de Engels» pero con mayor arbitrariedad. Así, por ejemplo, en la Introducción que pone al libro II Rubel combina textos marxianos procedentes de manuscritos separados por veinte años (1857-1877). Como ha escrito acertadamente Pedro Scaron en la «Advertencia» a su edición del libro II. «Por este camino… podemos llegar a tener tantos tomos II de El Capital como investigadores estudien los manuscritos.»

Así, pues, también aquí entre nosotros esta afirmación generalizadora tiene contraejemplos conocidos que sin duda constituyen sales abonadas para una tierra donde pueda desarrollarse, en compañía de Rubel y afines, una tradición (neo) marxista -o inspirada en Marx, si se prefiere- pensada y cultivada desde un punto de vista A.D.N: Analítico, Documentado y enRojecido.

Notas:

[1] mientras tanto nº 52, noviembre / diciembre de 1992, pp. 57-64. Reproducido en Realidad, revista de Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas, San Salvador (El Salvador), nº 37, enero-febrero de 1994, pp. 135-143.

[2] Maximilien Rubel, añadía FFB, un estupendo marxólogo hoy casi olvidado en su opinión, que era maestro suyo, «ha estudiado muy bien este tema en un libro sintomáticamente titulado Marx critique du marxisme

Salvador López Arnal es miembro del Frente Cívico Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona; director Jordi Mir Garcia)

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.