Antes de la Segunda Guerra Mundial, cualquier economista hubiera previsto una calamidad en América Latina si se interrumpiera de forma repentina el comercio de la región con Estados Unidos y Europa. Sin embargo, lo que ocurrió durante el conflicto mundial fue exactamente lo contrario: una particularidad de crecimiento económico pujante, sustentado en la industrialización simple […]
Antes de la Segunda Guerra Mundial, cualquier economista hubiera previsto una calamidad en América Latina si se interrumpiera de forma repentina el comercio de la región con Estados Unidos y Europa. Sin embargo, lo que ocurrió durante el conflicto mundial fue exactamente lo contrario: una particularidad de crecimiento económico pujante, sustentado en la industrialización simple y en la expansión del consumo hacia parcelas crecientes de la población. Además de eso, este desarrollo industrial provocó la hegemonía de movimientos populares, sostenido por la alianza entre las clases media y obrera, empresarios nacionales y Fuerzas Armadas.
Estaba abierta la búsqueda por salidas propias para la crisis del capitalismo. La coyuntura había impuesto, desde la Primera Guerra, la crisis de los treinta y la Segunda Guerra, complejas barreras al comercio. Los países centrales estaban en crisis u orientados hacia el conflicto. Por un lado, los países periféricos encontraron tremendas dificultades para mantener sus importaciones. Por otro lado, cayeron bastante sus exportaciones hacia el centro. Si en general hasta los años treinta el desarrollo del sector industrial en los países periféricos fue estimulado por la expansión de sus exportaciones, a partir de entonces la industrialización pasó a ser una tentativa de superar internamente los problemas del sector exportador. El proceso se volcó hacia dentro.
El «nacional-desarrollismo» representó la búsqueda de un camino hacia la industrialización, del fortalecimiento de un sistema económico nacional (mercado interno) y la superación de los crónicos problemas de la balanza de pagos por medio del estímulo a la diversificación de la estructura productiva, la mejor distribución de los ingresos, las reformas estructurales y una mayor independencia frente a los centros hegemónicos. El Estado debería asumir su rol de orientador, regulador y, sobre todo, planificador de la economía, según los intereses nacionales y populares. Estas fueron las bases de los proyectos de capitalismo autónomo y de las revoluciones burguesas llevadas a cabo en América Latina durante aquel período.
El proceso de industrialización por sustitución de importaciones tendría dos etapas: 1) sustitución de las importaciones sencillas, de bajo costo y poca exigencia tecnológica, como bienes de consumo masivo, especialmente no-durables, como cremas dentales, vestuario, alimentos y bebidas, que pueden ser producidos internamente por medianos y pequeños empresarios nacionales y consumidos por el mercado interno en expansión, aunque para eso el país necesite importar equipos, maquinarias, repuestos, insumos y materias primas. Los estrangulamientos en esta fase provienen de las características mismas de la acumulación de capital en el subdesarrollo, tales como la desarticulación intersectorial y el financiamiento -que depende de los ingresos obtenidos con las exportaciones; y 2) sustitución de las importaciones más complejas, como equipos, maquinarias, repuestos, insumos y materias primas. Es decir, la segunda etapa es mucho más «difícil» que la primera: requiere mayores esfuerzos técnicos y financieros, necesita cada vez mayores inversiones y exige planificación.
Los obstáculos para la industrialización serían la estrechez del mercado interno; la adopción de un patrón de consumo imitativo al del centro; el establecimiento de plantas industriales sobredimensionadas, intensivas en capital y ahorradoras de mano de obra; la insuficiencia de financiamiento; la ausencia de mano de obra calificada; la debilidad de la planificación; entre otros. Igualmente, habría un conjunto de medidas a ser adoptadas para superar dichos obstáculos: reforma agraria, políticas redistributivas y de creación de empleo, integración de los sectores productivos internos, capacitación de mano de obra, readaptación de la tecnología de las plantas industriales, mayor acceso al financiamiento a través de reforma tributaria y control sobre los capitales extranjeros (ingreso y salida). Es decir, intervención estatal y planificación económica. La CEPAL defendía la mejor distribución de la renta como forma de expandir el mercado interno y tempranamente pregonó la integración latinoamericana como forma de lograr escalas que aumentasen la eficiencia productiva.
Pese a las buenas intenciones de la CEPAL, con el término de la Segunda Guerra, la coyuntura sufrió cambios muy profundos. A mediados de los años cuarenta, había dos elementos principales que caracterizan la coyuntura internacional: 1) el conflicto geopolítico entre Estados Unidos y la URSS, la Guerra Fría, que pasó a prevalecer sobre la competencia entre Estados nacionales capitalistas; y 2) el establecimiento de Estados Unidos como país hegemónico industrial, comercial, financiera y militarmente sobre las demás economías capitalistas. La postura estadounidense frente a esos países pasó a depender fundamentalmente de la importancia estratégica que ellos tenían en el marco del conflicto con la URSS. En naciones como Alemania y Japón, ocurrió el denominado «desarrollo por invitación», representado por auxilios financieros, el Plan Marshall y el fortalecimiento de ambos países como centros dinámicos regionales en Europa y Asia, respectivamente. En el caso de América Latina, el financiamiento externo de la región dependió esencialmente de las inversiones directas de las transnacionales.
La nueva política de los países centrales para América Latina se dio vía expansión de sus transnacionales hacia dentro de las naciones subdesarrolladas. Ese movimiento fue conflictivo ya que algunos países ya estaban contagiados por movimientos de carácter nacional-desarrollista. La supremacía del sistema internacional ya no era de Inglaterra, nación importadora de materias primas, sino de Estados Unidos, país que tenía un bajo coeficiente de importación (compraba relativamente menos del mundo que Inglaterra) y se caracterizaba por su comercio exterior más cerrado, más proteccionista y más exportador. Paso a paso, el mercado interno naciente de la periferia fue dominado por conglomerados internacionales; era visible la contradicción entre los proyectos nacionales autónomos y los intereses extranjeros.
Según el argentino Raúl Prebisch, «primero se opusieron a la industrialización y luego exaltaron el papel dominante que deberían desempeñar las empresas transnacionales en un proceso eficiente de sustitución de importaciones. Yo reconocía la importancia de estas corporaciones en la introducción del progreso técnico, pero al mismo tiempo subrayé la necesidad de una política selectiva para evitar la presión excesiva de los beneficios sobre la balanza de pagos, controlar su papel en la difusión de las formas de consumo contrarias a la acumulación del capital reproductivo, y orientar el desarrollo con un sentido de autonomía nacional».
A partir de los años cincuenta, las naciones subdesarrolladas ofrecieron grandes facilidades para la inversión extranjera. Llama la atención el rol desempeñado por Nelson Rockefeller y las transnacionales desde automóviles y textiles hasta alimentos, bebidas y cigarrillos. La mayoría de esos productos era simplemente ensamblada en los países, utilizando tecnología, equipos e insumos importados; incluso con muchos profesionales extranjeros. Ocurrió una industrialización que aumentó la dependencia.
Por esto, a finales de los sesenta, Celso Furtado denunció que las empresas extranjeras no estimulaban el desarrollo, sino generaban la desnacionalización de la economía, aumentaban la concentración de la renta, detenían el conocimiento de las tecnologías y desarticulaban el sistema nacional de decisiones. Hace cincuenta años, el economista brasileño estaba consciente de los límites del «nacional-desarrollismo». Los proyectos de transformación estructural reclamaban, en su opinión, alternativas políticas de mayor envergadura.
Obviamente cada momento histórico ofrece un tipo de oportunidad. Hoy día parece fundamental que los actuales gobiernos no cometan los mismos equívocos del pasado. Pese a los grandes avances alcanzados en los años 2000 por un supuesto «progresismo», la armadura neoliberal mantiene su rol hegemónico y traba de forma contundente las perspectivas de desarrollo nacional, de soberanía política y de integración latinoamericana.
* Profesor de Economía, Integración y Desarrollo de la Universidad Federal de Integración (UNILA), Iguazú, Brasil
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