Mucho antes de que los Credit Default Swaps (seguro contra impago de créditos) ganasen los honores de las primeras páginas, Sismondi había comprendido bien los riesgos de un crecimiento excesivo del sistema financiero. Fue el punto de llegada de un largo proceso de reflexión sobre estos temas, iniciado en las primeras obras de Sismondi. En […]
Mucho antes de que los Credit Default Swaps (seguro contra impago de créditos) ganasen los honores de las primeras páginas, Sismondi había comprendido bien los riesgos de un crecimiento excesivo del sistema financiero. Fue el punto de llegada de un largo proceso de reflexión sobre estos temas, iniciado en las primeras obras de Sismondi. En su De la Riqueza Comercial era aún – como diría Viner un siglo después – «un servidos bastante sumiso de Adam Smith». El mismo Sismondi declara en esa obra su devoción por la obra de Smith. Siguiendo esa corriente, Sismondi identifica la verdadera riqueza de un país con el «trabajo productivo«. El crédito, por lo tanto, no tiene ni puede tener alguna «potencia creadora«. Pero, ya entonces, Sismondi añade algo muy interesante al enfoque rígidamente smithsoniano.
Por un lado, hace notar, aunque sea con una nota en pié de página, como el saldo en la balanza de pagos, ceteris paribus, tiene importancia en determinar el camino hacía el desarrollo del propio país. Por otro, Sismondi, en plena polémica anti-mercantilista, observa que la obsesión por la exportación no tiene en cuenta la demora con que suelen cobrarse los créditos en el extranjero. Por lo tanto, si el interés del consumidor sigue siendo igual al interés nacional, no se puede decir lo mismo del interés del mercader.
Unos años más tarde, Sismondi confirmaba, en la introducción a la primera edición de Nuevos Principios [1] , que había seguido un «camino trillado» ( ornière rebattue), iluminado por «los principios de Adam Smith«. Sus Nuevos Principios representaban también la ocasión para un corte profundo. Sismondi denuncia claramente los peligros de una sobreproducción causada por una sobre-inversión y una demanda insuficiente, que a su vez esta ligada a una pésima distribución del ingreso.
Sismondi, junto con Malthus, se alinea abiertamente contra ese enfoque de la teoría económica que seguiría dominando hasta Keynes y que encontraba su fundamento en la llamada Ley de Say sobre la mano invisible. Para Sismondi no parece que «la mano invisible» pueda resolver todos los problemas de la economía. Para él esa es una teoría falaz que – paradójicamente- favorecía políticas económicas mercantilistas, que veían en la exportación la única solución para dar desahogo a la producción industrial inglesa. Las consecuencias eran terribles, no sólo desde el punto de vista económico sino también político.
Sin embargo, con respecto al crédito, Sismondi no parecía – aparentemente- apartarse el sendero smithiano: «desde el momento que no podemos añadir nada al análisis de Adam Smith sobre las operaciones de banca y sobre el crédito, buscamos siquiera exponer sus principios con mayor claridad«. En realidad, Sismondi colega, en modo claro, la crítica al crédito fácil con la crítica a las teorías «crematísticas», que ven en el crecimiento de la producción un valor en si mismo: «Cuando se cree que el fin de la sociedad es el aumento de la riqueza, se termina por sacrificar el fin a los medios. Se consigue una mayor producción, pero se la compra con mayor población y más miseria; sobre el propio campo se recoge más granos, pero se pierden los campesinos que allí vivían felices y allí deseaban quedarse; en las fábricas se producen tejidos más bellos, pero se obliga a los obreros que los hacen a vestirse con las telas más groseras; se usa remplazar el oro y la plata con billetes de banco para estimular la industria, pero cualquiera que se acostó rico una noche, puede despertarse en la ruina al día siguiente, sin tener alguna culpa.»
La relación entre crédito y ciclo económico es más claro y evidente en dos ensayos (el 16º y el 17º) recogidos en sus Estudios sobre las Ciencias Sociales. Sismondi nota como el proceso de acumulación del capital se paralizó durante las guerras napoleónicas. De ese modo los efectos negativos de ese proceso fueron aplazados, sin por eso poder evitar la explosión del débito público ligado al gasto bélico (un problema sobre el que había abundantemente comentado en Nuevos Principios). Una débito que se había transformado al pasar de renta vitalicia a renta perpetua y que, por lo tanto, cargándole gasto oneroso sobre las generaciones futuras.
En este punto, Sismondi hace un análisis que pudiera parecer reaccionario. Sismondi sostiene que la propensión al gasto en las monarquías constitucionales encuentra menos ligaduras que en las monarquías absolutas, precisamente porque en estas últimas el monarca esta «obligado» a asumir en primera persona la responsabilidad de las decisiones. Terminada la guerra, vuelve el proceso de acumulación y de aumento de la producción, pero en manera acelerada con respecto al pasado. La aceleración se debe, según Sismondi, al aumento del papel del crédito y las finanzas.
El auto financiamiento, que antes era la norma para las empresas y que contribuía a regular la inversión según la demanda, viene suplantado por el recurso al crédito y ese crédito en cuanto tal, no tiene prácticamente límite. La sobre-producción y el dumping se expanden y con ellos el crédito. Se alimenta así un círculo perverso: «allá donde existen bancos, sobretodo allá donde el comercio de los bancos es libre y en rivalidad consigo mismo, es el prestador quien va a buscar al prestario, que se esfuerza en seducirlo con las facilidades que le ofrece« [2] . El paso siguiente, según Sismondi, es la ampliación de la actividad financiera a la esfera del débito público; los banqueros «no rehúsan sus buenos oficios a nadie, no más a los gobiernos despóticos que esconden su déficit, que a los gobiernos revolucionarios que proclaman su desorden« [3] .
De allí el pasaje final: las finanzas internacionales como sistema que garantiza la propia existencia a expensas del resto de la economía. En páginas inolvidables, escribe Sismondi: «Los banqueros que negocian los préstamos para Grecia, para los nuevos Estados Unidos de América, para España o Portugal, a falta de la garantía de un ingreso proporcionado a los intereses, imaginaron otra, la de conservar en sus manos, sobre los fondos mismos que adelantan al gobierno, una porción de capital suficiente para pagar los intereses de los dos primeros años. De ese modo dan a entender que después de la crisis que se trata de superar, el Estado encontrará nuevos recursos; pero cuentan más con que la regularidad de esos primeros pagos darán ilusión a la masa de los capitalistas, y que estos se adelantarán para comprar, cuando ellos mismos vendan todos los cupones que tienen encima.
No se equivocan: los dos años en que los intereses estaban asegurados les han sido suficientes para esa operación y los banqueros hicieron de hecho enormes ganancias, a pesar de la bancarrota inminente de aquellos de quienes manejaban los negocios.
Luego han ofrecido a estos mismos un medio de salvarse de tal quiebra, que fue el de negociar un nuevo préstamo por medio del cual continuar a pagar los intereses del precedente, y así se dejaría caer sobre la posteridad tanto el interés como el capital de sumas ya dilapidadas. Entre los expedientes de mala fe, entre los cuales debían escoger los nuevos Estados de América, la bancarrota, por la cual se decidieron, no era tal vez ni más inmoral ni más desastrosa […] La guerra civil ha continuado en la península ibérica y en sus posesiones del Nuevo Mundo, y los mismos banqueros se presentaron para ser proveedores de fondos para la revolución y la contrarrevolución: es por su intermediación y con los capitales de los tontos que seducían, en Inglaterra, en Francia, en Holanda y en Suiza, que las dos partes mantenían su existencia, y que la guerra civil continúa desde hace un cuarto de siglo a desolar esas bellas regiones.
Esta intervención de los capitalistas en los asuntos de otro pueblo no es menos potente o menos funesta que aquella de los reyes. Mientras tanto, cuando uno u otro partido ha declarado que no pensaba pagar las deudas del partido contrario, las deudas contraídas para perseguirlo o someterlo, los banqueros, los capitalistas y los periodistas, clamaron contra eso que apodaron una bancarrota parcial, con el lenguaje de una virtuosa indignación; sus clamores se escucharon en todas las bolsas, y estos declararon que no cotizarían más los fondos de quienes se habían de tal modo deshonrado.
En medio de tanta injusticia y mala fe, es difícil decir lo que la probidad exige; es más difícil comprender como los sujetos podían estar comprometidos por un gobierno que no reconocían y que les hacía violencia. Tal vez se debe felicitar a una nación que ha perdido todo su crédito, porque entonces sus amos no podrán más venderla, y los banqueros extranjeros no podrán más comprarla.
Pero, por ilegítimas que nos parezcan las deudas por esa seguidilla de contratos fraudulentos, la bancarrota probablemente no remediará nada, porque el gobierno que quiebra, liberado de sus viejas deudas, encontrará tanto más crédito; pedirá prestado de nuevo, y sus sujetos estarán bien pronto tan endeudados como lo están hoy «. [4]
De te fabula narratur.
[1] Nuevos Principios de Economía Política. Tíulo original: Nouveaux Principes de Economie Politique ou de la richesse dans ses rapports avec la population, Paris, (1827).
[2] J.C.L. Simonde de Sismondi, Études sur les sciences sociales , t. III, Études sur l’économie politique, t. II, Bruxelles, Société Typographique Belge, p. 294.
[3] Ivi, p. 312
[4] Ivi, p. 325
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