Cuando se ha apostado por el teatro político, por las grandes escenificaciones, la publicidad y la propaganda, cuando la ceremonialidad del poder se impone, pretendiendo sustituir a la «realidad», considerándola a partir de sus procesos inherentes, de su efectividad histórica, es muy difícil, diríamos imposible, tener una lectura apropiada de una coyuntura crítica. Los gobiernos […]
Cuando se ha apostado por el teatro político, por las grandes escenificaciones, la publicidad y la propaganda, cuando la ceremonialidad del poder se impone, pretendiendo sustituir a la «realidad», considerándola a partir de sus procesos inherentes, de su efectividad histórica, es muy difícil, diríamos imposible, tener una lectura apropiada de una coyuntura crítica. Los gobiernos progresistas han optado por la ilusión de la ideología y la verdad institucional. Con esto se han dejado encandilar por su propia atmosfera artificial, construida por la compulsiva acción de los medios de comunicación oficiales. Están separados de los eventos y sucesos, están distanciados de los hechos, por el clima artificial de los espacios burocráticos. Lo peor es que ciertos grupos de poder oficiales aprovechan la ocasión para efectuar lo que los gobernantes casi siempre hicieron, conmutar el monopolio político por riqueza, mediante la desviación de fondos, empleando prácticas paralelas. En esta atmósfera de encandilamiento, al considerarse los portadores de los cambios, que llegaron en los primeros periodos, que fueron mermando, en la medida que pasaba el tiempo, en la medida que los siguientes periodos adquieren el semblante de la gobernabilidad, consideran que tienen todo el derecho de optar por la represión para defender la «revolución». Este es el peor recurso de defensa, es precisamente cuando, se manifiesta el síntoma de la inflexión del proceso, el momento del declive y la decadencia.
Un gobierno «revolucionario» no puede optar por la represión, como todos los gobiernos conservadores y autoritarios de la burguesía y las oligarquías. Teóricamente un gobierno «revolucionario» profundiza la democracia; no la destruye. Al hacerlo, no sólo se parece a los gobiernos conservadores y neoliberales derribados, sino que manifiesta claramente que el gobierno progresista está ya tomado por el poder. Que ha optado por el poder, renunciando a los caminos de la emancipación.
Respecto a lo que ocurre en Venezuela, también en otros países de Sud América, que viven la experiencia de los gobiernos progresistas, los oficialistas, los apologistas, los voceros, incluso intelectuales de «izquierda», han usado el argumento de la conspiración del imperialismo. No se dan cuenta que una «realidad» social y política no se explica por factores externos, aunque los haya y no se pueda dudar sobre esto. Para que pueda prosperar una intervención foránea tiene que pasar algo internamente; no sólo contar con apoyo de sectores sociales reacios al cambio, sino que tiene que darse una suerte de crisis en el propio proceso político, achampañado por el desaliento y el desencanto de sectores populares, a pesar de que sean conscientes que tienen que defender lo conquistado. Este es el tema. Sobre esta situación no sólo se enceguecen los gobernantes sino también los que se dicen defensores de la «revolución». Esta clase de defensores son, en los hechos, los sepultureros del proceso, pues ocultan sus errores, sus contradicciones, sus vulnerabilidades, que pueden enmendarse contando con la crítica, la autocrítica, la participación popular, la búsqueda de consensos. Empero, esta alternativa democrática, en el sentido participativo, está cerrada, por dogmáticos y celosos gobernantes, dirigentes y voceros, acompañados por inescrupulosos oportunistas y otros violentos, dispuestos a descargar sus frustraciones recónditas en la gente que protesta.
A estas alturas de las historias políticas de las revoluciones, de la experiencia sobre sus desenlaces, ya se debería haber asumido que la represión, el autoritarismo, que van adquiriendo cada vez más el rostro del despotismo, no es de ninguna manera una salida a la crisis política. Sin embargo, como una condena, se repite el formato, como en una tragedia, convertida después en drama ordinario. Algo así como la crónica de una muerte anunciada. La paradoja se da, como en otros terrenos, otros escenarios, de la llamada «realidad» histórica. Los defensores de un proceso político de cambio no se encuentran en el gobierno, no son sus voceros, menos sus apologistas y aduladores; estos son los enemigos encubiertos del proceso, aunque no lo crean ni sean conscientes de esto. La mejor defensa del proceso político está en el ejercicio de la crítica, la mejor defensa material del proceso se encuentra en un pueblo libre, que puede ejercer la deliberación, que puede efectuar la participación, que se forma en la experiencia política. Formación y experiencia que no puede lograrse sino en la discusión de ideas e interpretaciones, de experiencias y de búsquedas. Pretender usurpar estos derechos, estas libertades, por parte de un grupo de jerarcas, que consideran que tienen la verdad, que no es otra cosa que una construcción institucional, es lo más grotesco que le puede ocurrir a una «revolución».
Es triste observar que la historia se repite, una y otra vez, que una estructura de poder, restauradora de la institucionalidad estatal, se apodera de la representación de la «revolución», del proceso de cambio, y considera que tiene todo el derecho de usar la violencia contra los que consideran que conspiran contra la «revolución» y el proceso. Teniendo una idea peregrina de estos acontecimientos. Los enemigos internos no son solo las expresiones tradicionales de la «derecha» fosilizada, sino también pueden ser los antiguos aliados, lo anteriores compañeros, sectores del pueblo, que supuestamente se perdieron, se desorientaron. Incapaces de verse como parte del problema, como parte preponderante del problema, los funcionarios se apartan de la historia y sus contingencias, y se consideran los salvadores de la «revolución» y de la patria. Este delirio no es nuevo, es más bien muy antiguo. Forma parte de las características de los gobernantes, independientemente de sus ideologías.
Toda «revolución», todo proceso va vivir sus contradicciones. No puede ser de otra manera. No puede apartarse de la historia y sus avatares. Lo que importa es afrontar las contradicciones; no hay otra manera que haciéndolas visibles. Tratándolas abiertamente, ventilándolas democráticamente, participativamente, buscando una clarificación colectiva, buscando consensos sociales para la resolución de las contradicciones por el camino de las emancipaciones. Lo extraño, incluso lo inaudito, es que es esto precisamente es lo que no se hace, lo que no ocurre. Se prefiere emplear el garrote. Parece que es el lenguaje aprendido de los amos. Se opta por ser amo, en vez de destruir esta figura patriarcal y despiadada. Es cuando se devela una cruda verdad: los llamados o investidos «revolucionarios» son también conservadores, tienen el poder cristalizado en sus huesos. Lo sacan a relucir cuando se sienten vulnerables y cuestionados. Es cuando la «revolución» se convierte en su contrario, en una contra-revolución que nace de sus propias entrañas.
Ciertamente nadie puede quedar pasivo ante los devaneos y dilemas de un proceso político, sobre todo si tiene pretensiones de cambio. No se puede quedar pasmado ante la recurrencia de la trama. Es indispensable encontrar el desplazamiento, el punto, la línea de ruptura, cuando se sale de la misma trama; en contraste, en vez de esto, de la repetición de la condena, se inventa otros tejidos, otros entramados. Esto sólo se lo puede hacer si se libera la potencia social de las capturas institucionales del poder. Las grandes mayorías, que no dejan de ser populares, tienen que encontrar el camino de la invención política. La mejor manera de hacerlo es distanciarse del discurso oficial, del discurso apologético de los intelectuales sin crítica, del discurso propagandístico de los voceros. La palabra plebeya, directa, ruda, desnuda, mostrando la evidencia de los problemas, es la que tiene que hacerse campo, expandirse en los escenarios de debate. Ningún funcionario tiene que pensar por el pueblo, por el proletariado nómada, por las mujeres, las mayorías y minorías políticas, sociales y culturales.
El célebre Nicolás Maquiavelo decía que la mejor defensa de la nación es el pueblo en armas. Esto no ha dejado de ser cierto; sin embargo, tendríamos que añadirle también que debe contar, así mismo, con las armas de la crítica. Esto es posible, se hace efectivo, con la profundización de la democracia; de ninguna manera, por su anulación.
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