La derecha, articulada como nunca antes a escala mundial por obra y gracia del fenomenal poderío mediático estadounidense, confiaba en que con la muerte del líder bolivariano se acabaría el chavismo. En su tosquedad intelectual sus huestes se consolaban recíprocamente de sus derrotas latinoamericanas diciendo que «muerto el perro se acaba la rabia.» Pero la […]
La derecha, articulada como nunca antes a escala mundial por obra y gracia del fenomenal poderío mediático estadounidense, confiaba en que con la muerte del líder bolivariano se acabaría el chavismo. En su tosquedad intelectual sus huestes se consolaban recíprocamente de sus derrotas latinoamericanas diciendo que «muerto el perro se acaba la rabia.» Pero la historia ha sido hasta ahora mezquina con sus anhelos. La «rabia» de los pueblos no es un fenómeno pasajero sino la consecuencia de la inequidad, desigualdad y opresión que incesantemente segrega el capitalismo, en estas tierras como en cualquier otro lugar. Sólo que en Nuestra América la rabia se amalgamó con una bicentenaria tradición político-intelectual emancipadora, anti-oligárquica y anti-imperialista que si bien no podría decirse que esté por completo ausente en otras partes de lo que se solía llamar el Tercer Mundo sí puede decirse que sólo lo está en un puñado de países y, sin dudas, sin la gravitación y longevidad evidenciadas en Latinoamérica y el Caribe. Tradición que se personifica en las figuras gigantescas de Bolívar y Martí, en ambos extremos del siglo diecinueve y que continúa con una larga lista -que no podemos reproducir aquí- que arrancando con Simón Rodríguez, Miranda, San Martín, Artigas, Bilbao, Hostos, Betances y tantos más pasaría tiempo después por Mariátegui y Mella hasta llegar a Bosch, el Che y Fidel. De ese feliz encuentro entre la «rabia» y una venerable tradición política brotaron los vientos emancipatorios que recorren nuestra geografía desde comienzos de siglo, impulsados por esa verdadera fuerza desatada de la naturaleza que fue Hugo Chávez.
Vientos que si bien amainaron su intensidad continúan soplando. Por eso Nicolás Maduro se impuso en las elecciones presidenciales del 14 de Abril del 2013 por un 1.5 por ciento del voto popular, pese a lo cual Barack Obama persiste en su necedad de desconocer su victoria. Habría que recordarle al ocupante de la Casa Blanca que en las presidenciales de su propio país en 1960 John F. Kennedy ganó por una diferencia de 0.1 por ciento: 49.7 versus 49.6 de Richard Nixon. Y que en las del 2000 George W. Bush con 47.9 por ciento perdió con Al Gore, que obtuvo un 48.4. Pero el hermano de Bush, John Ellis (a) «Jeb», a la sazón gobernador del estado de Florida, pergeñó una escandalosa argucia leguleya que le permitió a George W. imponerse en el estado (donde había sido derrotado por Gore) y así llevarse los votos electorales de Florida, con lo que obtuvo la mayoría en el colegio electoral que lo consagró presidente.
La derrota del 14 de Abril sumió en una gran decepción a la derecha venezolana. Envalentonada por el silencio de la Casa Blanca decidió desconocer el resultado de las urnas, denunciar un supuesto fraude electoral y lanzar, por boca de Henrique Capriles, un nuevo intenso sedicioso (antes: el golpe de Abril 2002, luego el paro petrolero). Esa criminal tentativa produjo una decena de víctimas fatales y enormes daños materiales. Ante la inconsistencia de las denuncias de fraude luego de que extensas auditorías certificasen la honestidad del comicio, Estados Unidos y sus compinches locales lanzaron una campaña de desestabilización económica: desabastecimientos programados, sincronizados y acaparamiento de artículos de primera necesidad; corrida contra el Bolívar y desenfreno especulativo de los precios fueron los tres puntales del sabotaje económico, tal como lo recomienda Eugene Sharp en sus manuales para el «golpe suave».
Prosiguieron con estas tácticas, destinadas a irritar a la población y a fomentar la idea de la ineptitud o insensibilidad gubernamental, hasta las elecciones municipales del 8 de Diciembre del 2014. Dando muestras de una notable incapacidad para leer la coyuntura política la derecha las definió como un referendo nacional: «Si el chavismo pierde» -decían- «Maduro debe renunciar». En tal caso no habría razones para esperar hasta el 2016 para convocar el referendo revocatorio que contempla la Constitución bolivariana. Pero lejos de perder el chavismo le sacó 900.000 votos de diferencia al conglomerado de la derecha, la Mesa de Unidad Democrática (MUD), y casi el 10 por ciento de los votos. Esto, unido al paulatino avance en la concreción de uno de los grandes sueños de Chávez: la institucionalización de la CELAC, con la realización de su Segunda Cumbre nada menos que en Cuba, hizo que la derecha internacionalizada arrojara por la borda cualquier escrúpulo y abrazara sin más la vía de la sedición, mal disimulada tras los pliegues del derecho de la oposición a manifestarse pacíficamente. En realidad, esto último no es sino una engañifa para ocultar el verdadero proyecto: derrocar a Maduro, como lo explicitara el líder de los sediciosos, Leopoldo López Mendoza, siguiendo el libreto de los «demócratas» sublevados contra Gadaffi en Benghasi y los neonazis en la Ucrania de nuestros días. Le tocará al gobierno de Maduro trazar una fina línea para diferenciar la oposición que respeta las reglas del juego democrático de la que apuesta a la insurrección y la sedición. Diálogos de paz con la primera pero -como lo enseña la jurisprudencia estadounidense- todo el rigor de la ley penal para los segundos. Hacer lo contrario no haría sino propagar el incendio de la subversión.
A un año de su partida la herencia de Chávez aparece dotada de una envidiable vitalidad: el chavismo sigue siendo invencible en las urnas -ganó 18 de las 19 elecciones convocadas durante su mandato- y en la Patria Grande los procesos de unidad e integración que con tanto fervor y clarividencia promoviera el gran patriota latinoamericano siguen su curso, avanzando pese a todos los obstáculos que se erigen en su contra. De ahí la intensificación de la contraofensiva reaccionaria que concibe a la lucha de clases como una guerra sin cuartel y sin límites morales o jurídicos de ningún tipo. El objetivo inmediato, acuciante debido al deterioro de la posición de Estados Unidos en el gran tablero de la geopolítica internacional, es apoderarse de Venezuela y su petróleo, con la complicidad de las clases y sectores sociales que usufructuaron del despojo de la renta petrolera practicado por las grandes transnacionales durante casi todo el siglo veinte. Gente que jamás le perdonará a Chávez y al chavismo haber devuelto esa riqueza al pueblo venezolano, y que por eso salen a destruir el orden constitucional. Esa es la naturaleza profunda de su reclamo «democrático»: el petróleo para Estados Unidos y el gobierno y todo el aparato estatal para las viejas clases dominantes y sus representantes políticos que perfeccionaron el saqueo durante la Cuarta República.
El imperio se monta sobre esta retrógrada ambición para tratar de hacer en Venezuela lo que hizo en Irak, en Libia, en Afganistán y ahora pretende hacerlo en Siria y Ucrania. En todos los casos, en nombre de la democracia, los derechos humanos y la libertad, proclamas bellísimas pero que en boca de sus mayores transgresores se convierten en una pócima venenosa que los pueblos de Nuestra América no están dispuestos a ingerir y la razón es bien simple: pasó un año de su muerte pero Chávez está demasiado vivo en la conciencia de nuestros pueblos como para que estos decidan encadenarse nuevamente al yugo de sus explotadores.
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