A veces una novela de espías calma. El género es un territorio acotado, permite estar fuera de la vida, sin tener que mantenerse alerta, cosa que sí hay que hacer con otra clase de lecturas que en cualquier momento nos agarran de la solapa y nos llevan a donde no esperábamos. Buscando calma leí […]
A veces una novela de espías calma. El género es un territorio acotado, permite estar fuera de la vida, sin tener que mantenerse alerta, cosa que sí hay que hacer con otra clase de lecturas que en cualquier momento nos agarran de la solapa y nos llevan a donde no esperábamos. Buscando calma leí La chica del tambor, una novela de Le Carré de los años 80. Pero hay algo en ella que salta por encima del género y, pasado un tiempo, regresa a buscarnos. Lo vemos venir en un diálogo entre un espía y la agente, una actriz de medio pelo, a quien está a punto de reclutar:
«-El teatro debe tener una aplicación en la realidad, debe ser útil. ¿Tú lo crees así?- preguntó él. -Sí, estoy de acuerdo, el teatro debería ser útil, debería hacer sentir a la gente, hacerles compartir. Debería, digamos, despertar su conciencia. -¿Y ser real por tanto? ¿Estás segura? -Claro que estoy segura. -Entonces, bueno -dijo él, como si en ese caso ella no hubiera de culparle.»
Si el teatro ha de tener efectos no se distingue tanto del espionaje, parece insinuar el narrador. En los años en que se escribió la novela, la red, lo virtual, la identidad que tiembla en las pantallas no existía y era más costoso el paso de la realidad a la ficción y viceversa. Hoy esa acepción del teatro ligada a la representación se extiende a toda nuestra actividad virtual: ¿actúa quien teclea o quien calla? ¿somos lo borrado o lo divulgado, esa foto o la mezcla o el día sin móvil o el continuo que va del bit al tacto y al sueño?
Escribir ha consistido siempre en ofrecer un estilo y una trama a la vida sin demasiado sentido; vivir, al cabo, es una lucha entre las tramas que inventamos y las que nos imponen, entre el estilo de un gesto y la mera reacción. Y confiamos, y creemos que lo imaginado ganará la partida. Pero el teatro de lo real es poderoso, los actos pesan, los gobiernos legislan, los techos se hunden o faltan; entonces, una vez más, nos toca salir ahí, con todos nuestros recursos, nuestros trucos, nuestro lenguaje que fluye por un espacio virtual y desemboca.
En la novela hay un momento en que la agente reclutada mira a su alrededor y en el chico que arranca su moto o en la mujer que corre con los auriculares puestos ya no ve un chico ni una mujer sino vigilantes enviados por los amigos o por los enemigos, personajes de otra trama que entra en la suya; es así como vamos sabiendo que no hay tal distancia entre lo virtual y lo real, pero no porque todo sea ficción sino porque lo que cuenta es la historia de la que formamos parte.