Cientos de mujeres y niñas (y algunos hombres) han perdido accidentalmente su cuero cabelludo en el estado de Amapá, uno de los más pobres de Brasil, intentando atravesar el Amazonas, la única vía de comunicación de la región. De no ser por la acción de una asociación que las reúne, su extraña historia de vida […]
Cientos de mujeres y niñas (y algunos hombres) han perdido accidentalmente su cuero cabelludo en el estado de Amapá, uno de los más pobres de Brasil, intentando atravesar el Amazonas, la única vía de comunicación de la región. De no ser por la acción de una asociación que las reúne, su extraña historia de vida hubiera sido de soledad y marginación.
Era una tarde cualquiera de una temporada que en Macapá, capital del estado amazónico de Amapá, es siempre la misma: caliente, húmeda y soñolienta. Rosinete regresaba de un día de trabajo en una escuela de la aldea: «Tenía 20 años y era maestra de alfabetización. Estaba cansada, el barco estaba lleno, cerré los ojos y me quedé dormida, ocurrió en un momento».
Rosinete Rodrigues recuerda muy bien el día que cambió su vida. Lo hace en voz baja, sin llorar, como si fuera normal que una chica joven e inteligente pudiera ser víctima de un accidente tan grave como el que ella sufrió: la pérdida del cuero cabelludo. «Mi pelo se enredó en el motor y no había nada que hacer, me tomó todo por la borda. Al principio ni siquiera sentí dolor.» Pero luego vino el sufrimiento. «No pude quedarme en mi pueblo, con mi familia. Yo ya no era la persona hermosa y sonriente que estaban acostumbrados a ver. Así que me fui.»
La historia de Rosinete parece salida de una telenovela brasileña, de esas que mantienen a millones de espectadores pegados a la pantalla cada noche. Por suerte, también la suya tiene un final feliz. «Estuve hospitalizada mucho tiempo, y una enfermera llamada Elma me tomó tanto cariño que prácticamente me adoptó. Pasé por momentos de depresión y soledad, pero ella siempre me alentó y me ayudó para que no me hundiera.» Tras recuperar fuerzas, abandonó también la casa de Elma y se puso a trabajar como empleada doméstica: «Estaba embarazada del primer hombre que llegó», admite. Pero un día, por casualidad, vio en la televisión a las que ahora son dos de sus compañeras de lucha más activas, que reclamaban sus derechos ante el presidente Lula, y se dio cuenta de que no estaba sola. «El momento más importante para todas las víctimas -explica- es cuando se dan cuenta de que lo que les ha sucedido no es un caso excepcional, sino que, por desgracia, hay otras mujeres y niñas que están pasando por el mismo trauma.»
Según las estimaciones publicadas por la Associação de Mulheres Ribeirinhas e Vitimas de Escalpelamento da Amazônia (amrvea), de la que es presidente Rosinete hoy en día, hay más de 400 casos registrados en el estado de Amapá. En 2013 los accidentes fueron siete, pero seis de ellos tuvieron lugar en la vecina región de Pará, y hasta abril de 2014 fue señalado un solo caso.
Amrvea fue fundada en 2007 y desde hace algunos años tiene su sede en una pequeña casa de color rosa que está cerca de la marina. «Estamos haciendo reformas para hospedar a las chicas que necesitan permanecer en la ciudad para recibir los tratamientos -dice Rosinete-, y me gustaría crear un centro de belleza para nuestras invitadas.» Después de sentirse rechazada durante años, es ahora una mujer feliz que se desvive por las demás: «Estoy casada con un hombre que es también miembro: el motor le lesionó una parte de la cara. Pero nos amamos y tenemos dos hermosos hijos».
Macapá, donde vive Rosinete y donde se fundó la asociación, es la ciudad más grande del norte de Brasil, cerca de la frontera con la Guyana francesa, y es la única que no está conectada con el resto del país por rutas y autopistas sino sólo por vías navegables. No hay muchas razones para visitarla, no tiene un centro histórico digno de mención y no es famosa entre los trotamundos, como Manaos; además es mucho más calurosa, con una temperatura que nunca baja de los 19 grados y que puede alcanzar tranquilamente los 40. Para llegar a ella hay que ser paciente y aceptar el hecho de que el tiempo del viaje no lo marca el acelerador ni el cuentaquilómetros sino las corrientes del Amazonas.
La gente que vive a lo largo de los ríos sufre de pobreza extrema y sobrevive vendiendo las pocas cosas que recoge y pesca -principalmente camarones y palmitos- a los turistas y viajeros que pasan delante de sus aldeas en los grandes barcos que conectan la ciudad de Belén, capital del vecino estado de Pará, y Macapá. Para ir a la escuela, al trabajo, a visitar a sus familiares, no tienen otro medio de locomoción que pequeñas embarcaciones. La mayoría son impulsadas con remos, pero las familias que tienen alguna posibilidad deciden comprar un motor para reducir el tiempo de los desplazamientos, que pueden ser infinitos.
«Los primeros motores llegaron al Amazonas en los sesenta, y entonces comenzaron los accidentes», explica María Socorro Damasceno, una de las fundadoras de amrvea. «El problema es que no tienen tapa, porque son máquinas que se utilizan para talar la selva.»
La diputada Janete Capiberibe es una política activa del estado de Amapá. En 2007 presentó un proyecto de ley, aprobado dos años después, que exigía la regularización de todas las embarcaciones, ofreciendo a los propietarios un servicio gratuito para que aplicaran las medidas de seguridad. Pero no fue suficiente para cambiar las cosas, visto que sólo 5 mil de los más de 20 mil botes que circulan están registrados por la Capitanía de Puerto.
Los accidentes con los motores de los pequeños barcos también involucran a los hombres, aunque en una forma diferente. Algunos se lastiman el rostro, como le sucedió al esposo de Rosinete, y hay quien pierde una pierna o un brazo. Pero es muy raro que pidan ayuda a las asociaciones, y por eso las cifras oficiales no se conocen. Se habla de que alrededor de 10 por ciento de estos accidentes afectan a los hombres, una cifra que se considera bastante ajustada a la realidad pues a ellos les compete llevar el timón, y a las mujeres eliminar el exceso de agua que entra al barco para enfriar el eje que va del motor a las hélices. Se trata de una actividad considerada más liviana, pero que demasiadas veces acaba en tragedia por culpa de un rotor capaz de dar entre 1.500 y 3 mil vueltas por minuto.
En 2004, Glaisie, por entonces de 11 años, estaba en el barco con sus abuelos, con quienes iba a pasar la Navidad. «Ella estaba atrás, echando el agua al motor y se distrajo.» Geneci y Robsan, los padres de Glaisie, no pueden parar de llorar y dicen que el abuelo todavía no se ha recuperado del trauma. La adolescente, en cambio, sonríe y bromea con las otras chicas de amrvea, que son como hermanas mayores para ella.
Lo peor de estas historias es el trato que estas mujeres han recibido en el hospital, el tiempo que han tenido que esperar a veces para recibir las curas de emergencia y el poco respeto y comprensión que han tenido con ellas. «Mi hija tuvo el accidente un domingo a las 11 de la mañana y pudo llegar al hospital recién a las 2 de la tarde. La doctora que nos recibió nos dijo que podíamos tranquilamente empezar a preparar la funeraria, y no mostró ninguna compasión por el dolor que estábamos viviendo.»
Al principio a Glaisie le hicieron un implante con parte de su muslo, porque el motor le había arrancado el centro del cuero cabelludo, pero el lunes todavía estaba infectada, y por culpa de quienes la curaron casi pierde una oreja. Ahora lleva un gorrito negro con un pequeño lazo rosa, y no se le nota. La peluca se la pone sólo para ir a la escuela, en un intento de parar con las burlas de sus estúpidos compañeros, pero su madre se ha hecho cortar el pelo para que, cuando quiera, Glaisie pueda tener otra y elegir cada día la que le guste.
Un hada guerrera
Socorro perdió su cuero cabelludo cuando tenía 7 años. «Soy hija de pescadores», cuenta, sentada a la mesa de la pequeña cocina de su amiga Ivonne, a la que a menudo va a visitar. Lleva una peluca rubia que le llega hasta los hombros, con un flequillo descarado que enmarca la cara redonda. El lado izquierdo de su rostro está cubierto de cicatrices que no le dejan abrir ese ojo por completo. Su pelo también oculta las orejas, cortadas en buena parte por el motor. Su voz es ronca y suave, y cuando habla capta la atención del oyente. Se ve como un hada, pequeña y redonda, y mirándola uno renuncia enseguida a las definiciones que normalmente utilizamos para establecer los cánones de belleza. «Luego del accidente estuve en el hospital durante casi tres años, pero mis heridas no sanaban. Así que una enfermera le sugirió a mi mamá que me llevara a casa, a la aldea, y le enseñó a tratarme con hierbas. Me sumergía en el río y luego ella me ponía los medicamentos. En seis meses mi cabeza se curó.»
Para estar cerca de ella la familia de Socorro renunció a todo, abandonó la casa en el río y se mudó. «Para nosotras es imposible aguantar el calor y la humedad excesiva. Tarde o temprano todas nos vamos a la ciudad.» Y aquí empieza otro problema, porque las mujeres que llegan a la metrópoli casi siempre pertenecen a familias humildes y no pueden permitirse una vivienda digna. Así que terminan en las afueras, viviendo en chozas de madera que carecen de las condiciones higiénicas básicas necesarias para hacer frente a los delicados tratamientos que requieren.
Entre sus reivindicaciones amrvea plantea la obtención de boletos populares y subvenciones para el acceso a viviendas y a la educación.
Socorro habla con orgullo de los pequeños pero importantes éxitos de la asociación: «Dos de nuestras chicas se graduaron de pedagogas. Yo nunca estudié, pero he aprendido mucho, he viajado a Brasilia y por todo el país, conocí a importantes políticos y aprendí a hacer valer nuestros derechos». En 2012, gracias a un programa gubernamental implementado en colaboración con la Sociedad Brasileña de Cirugía Plástica, 47 mujeres fueron operadas de forma gratuita: «Fueron seleccionadas casi 70, pero para algunas, por desgracia, la intervención no fue exitosa: su cuero cabelludo rechazó el implante. A mí me curaron sólo un lado de la cara, pero estoy feliz de todos modos, mis cicatrices me hacen una guerrera». amrvea también está llevando a cabo una batalla legal para garantizar que las víctimas reciban una compensación por el trauma sufrido: «Algunas la han obtenido, y a todas nos pagan la mitad del salario mínimo por mes (unos 150 dólares)».
Entre las que han sido indemnizadas tras el accidente está Ayani, una niña de 13 años. «Nos dieron 35 mil reales (poco más de 15 mil dólares) y los usamos para comprar un barco de motor, en buen estado», dijo su madre, María José, que vende frutas y verduras en el puerto. Ayani es muy tímida, sonríe y escucha con atención. Lleva una peluca color marrón con una pequeña pinza azul en un lado. Va a Macapá periódicamente para los chequeos médicos, pero sigue viviendo en el pueblo con sus padres. «Viajábamos en un pequeño bote junto con otras seis personas, eran las 7.30 de la mañana y acabábamos de salir del mercado cuando Ayani cayó al agua. El conductor no quiso volver atrás y nos dejó en la orilla, donde esperamos a que pasara otro barco. Conseguimos llegar al hospital recién a las dos de la tarde, y a las tres entró a la sala de operaciones.» Durante todo ese tiempo Ayani había perdido mucha sangre, y por milagro se salvó de morir a causa de la hemorragia. Permaneció hospitalizada cuatro meses, hasta que su madre la llevó de vuelta a casa y comenzó a tratarla con hierbas. «En un mes su herida cicatrizó», recuerda con orgullo. Los primeros meses después del accidente fueron difíciles para Ayani, sus compañeros de clase se burlaban de ella, y ella no podía nadar, como siempre hacía. Luego conoció en el hospital a Socorro y a las otras mujeres de la asociación, y poco a poco comenzó a superar el drama y la vergüenza. En 2009 le donaron una peluca y hoy en día, además de ir a la escuela y haber aprendido a responder a los que no la respetan, juega en el equipo de fútbol de su pueblo.
«Estamos necesitando ayuda
» Trindade Maria Gomes es la otra columna de la asociación. Es una mujer alegre, pasea por Macapá saludando a todos y siempre va acompañada de su hijo Simiao, de 18 años, que se convertirá en padre dentro de unos meses. Todos los días Trindade tiene un aspecto diferente: a veces es pelirroja, otras rubia. Esto se debe a que en los dos últimos años ha ido montando un taller dedicado a la confección de pelucas para las víctimas de estos accidentes. Para aprender a hacerlas se fue hasta San Pablo. «Viajé de un lado a otro durante seis meses, porque allí, gracias a Internet, encontré una persona dispuesta a enseñarme a utilizar la máquina de coser y el pelo natural.»
La historia de Trindade es una de las más difíciles de escuchar. «Yo tenía 7 años, y cuando los médicos le dijeron a mi padre que era necesario trasladarme a otro hospital para curarme mejor, él dijo que no gastaría ni un real para salvar a un muerto. Mis padres me abandonaron y me crié en el Hospital Militar de Belén, hasta que cumplí 15 y me fui a trabajar como niñera en la casa de un gringo.»
Trindade también volvió a vivir cuando conoció a otras como ella. «La primera vez que nos mostramos en público fue en una reunión del Movimiento de Mujeres. Como había revuelo, pedí un minuto de silencio y cuando me prestaron atención me quité la peluca diciendo: ‘Existimos, estamos vivas y necesitamos ayuda’.»
En su largo viaje de conocimiento y aceptación, las mujeres de amrvea han contado con personas que, de diferentes maneras, les han ofrecido apoyo y ayuda. La más útil y práctica es, sin duda, la del doctor Alexandre Lourinho, quien hace 22 años decidió mudarse a Macapá para estudiar y tratar el trauma experimentado por la pérdida del cuero cabelludo: «No hay literatura médica sobre el tema -admite-, y la investigación no avanza.» La mayoría de las pacientes que se enfrentan a una cirugía atraviesan dos etapas: primero se les hace un injerto hecho de piel, normalmente tomada del muslo, y luego se les coloca una expansión que permite que el cuero cabelludo recupere su elasticidad. Entre las niñas al cuidado de Alexandre está Tatiana, víctima de un accidente en 2004, que ahora tiene 17 años. «Los pacientes más jóvenes tienen más posibilidades de cura, porque sus tejidos se reconstruyen más rápido», dice el médico. Tatiana no usa peluca sino un sombrero de ganchillo. Durante los dos años que pasó en el hospital de Amapá sus padres iban y venían con regularidad desde el pueblo, hasta que decidieron mudarse. «Vendimos todo y empezamos de nuevo. La vida en la ciudad es mucho más cara y difícil para nosotros, que venimos del río, pero las cosas nos van bastante bien», dice Manuel, su padre, que ahora trabaja como vigilante. Tatiana sueña con ser doctora. «Si nos hubiéramos quedado en la aldea no hubiera seguido estudiando, aquí tendrá las oportunidades que yo nunca tuve -admite Manuel-; quizá a veces el mal viene para hacer el bien.»