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La victoria de la «nueva política» en las elecciones brasileñas

Fuentes: Rebelión

Sí, todos saben que la candidata que empuñaba la bandera retórica de la «nueva política» ha protagonizado un notable fiasco en la reciente primera vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil. Marina Silva, que se había disparado en las proyecciones de intención de voto hace un mes como espeluznante favorita, se desplomó para el modesto […]

Sí, todos saben que la candidata que empuñaba la bandera retórica de la «nueva política» ha protagonizado un notable fiasco en la reciente primera vuelta de las elecciones presidenciales en Brasil. Marina Silva, que se había disparado en las proyecciones de intención de voto hace un mes como espeluznante favorita, se desplomó para el modesto desenlace de un 21% de los votos válidos (el 19% del total de votos; tan sólo cerca de 2 millones de votos por encima de los 20 millones que obtuvo cuatro años antes; y cerca de 5,5 millones menos que el número de electores que por algún motivo se abstuvieron ahora de ir a las urnas ― el voto es obligatorio en Brasil). Sin embargo, la vaciedad de su mote retórico y el favor que esto ha prestado a las fuerzas conservadoras han logrado una considerable victoria.

Si rechazamos la compulsión sectaria por la verificación del pedigrí ideológico de esta o aquella «izquierda», podemos quizá acercarnos mejor, analíticamente, a las grandes fuerzas políticas en choque en Latinoamérica en los últimos decenios en el espacio de constitución del Estado. De igual modo, podemos abarcar variaciones de tono adentro de ellas que, de otro modo, resultarían complejamente inarticulables más allá de muy estrictas fronteras. De una parte, las fuerzas oligárquicas que han ascendido al capital productivo y financiero por medio de la patrimonialización del Estado. En realidad, es difícil precisarles una especificación netamente económica pues sus raíces se asientan sobre una cultura sociopolítica del privilegio, de larga profundidad. Yo preferiría llamarlas simplemente «las fuerzas señorialistas», y por «señorialismo» el orden social que han establecido. De otra parte están las fuerzas hasta muy poco tiempo sencillamente disruptivas, que emanaban de aquellos para los que, en esta cultura sociopolítica, el escritor mexicano Mariano Azuela consagró el apodo «los de abajo». Si el orden señorial diseñó un proyecto de Estado que logró naturalizarse prestándole cánones largamente postizos de una pretendida modernidad europea, la experimentación multifacética de los de abajo deambula por socialismos imaginados e imputaciones de populismo que no llegan a asegurarles más que la (im)precisión de un deseo y de una ilusión. Sin embargo, todo es proyecto; sobre lo que se disputa, permanentemente, legitimación.

Así que, este largo mundo de izquierdas antiseñorialistas podríamos más bien llamarlo hoy ―como se lo llama en la política brasileña― «el campo progresista». Ha sido éste el mayor derrotado en las elecciones brasileñas de 2014, independientemente de los resultados de la segunda vuelta electoral e independientemente de una eventual conservación del mando del poder ejecutivo federal por el Partido de los Trabajadores. Como se sabe, a las victorias electorales pueden no corresponder victorias políticas, del mismo modo que ganarse muchas batallas puede no corresponder ganarse la guerra. En Brasil se dice que uno puede ganar perdiendo, y al revés. En este caso, el artilugio retórico la «nueva política» perdió ganando, pero no del modo como seguramente supondrían sus suscriptores.

El resultado de las elecciones en la cámara baja muestra que el gobernante Partido de los Trabajadores (PT) perdió un quinto de sus diputados, y su más fiel aliado, el Partido Comunista de Brasil (PCdoB), perdió un tercio de los suyos. El antiguo aliado y actual oponente Partido Socialista Brasileño (PSB), que aceptó servir de hospedero para la candidatura inorgánica de Marina Silva, se encuentra en un visible proceso de derechización ―en que pese la resistencia de unos cuantos dirigentes de la vieja guardia socialista―, asemejándose al proceso por el que pasó el Partido Popular Progresista (PPS), que a su época quiso presentarse como la refundación reformada de los antiguos comunistas. Este sí (el PSB), creció de 24 para 34 diputados, la mitad de lo que tendrá la tienda del PT (70). De otra parte, el número de partidos presentes en la cámara baja aumentó de 22 para 28. Estos nuevos pequeños partidos se los conoce en Brasil como «partidos de alquiler», es decir, aparte su lineamiento «natural» con la derecha, se presentan como partidos a disposición de cualquier clase de intercambio de favores, en el juego más depredador de la política «fisiológica». Además, la derecha neoliberal del contrincante de Dilma Roussef en la segunda vuelta, el Partido de la Socialdemocracia Brasileña (PSDB), aumentó en un cuarto su representación.

En términos formales, la base parlamentaria de apoyo a un eventual nuevo gobierno de Dilma Roussef contaría, nominalmente, con 304 diputados, lo que le da la mayoría simple en la casa (más que 257 diputados). Pero esto es estrictamente formal. El peor aliado del PT es exactamente la patria del fisiologismo salvaje, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), que tendrá tan sólo cuatro diputados menos que el PT. Si Dilma no es elegida presidente, casi toda esta gente se pasa automáticamente al bando de la derecha liberal de Aécio Neves. Fue esta fuerza política que mantuvo a Lula y Dilma notablemente rehenes de una lógica de la representación y de la regulación de derechos acorde la famosa fórmula de Lampedusa, por la que las cosas deben cambiar tan sólo para que todo siga siendo igual. Ahí reside la trampa de la «gobernabilidad»: jamás ir demasiado lejos en términos de regulación social y en la ampliación de la ciudadanía.

En términos sustantivos, lo que sale de las urnas en 2014, por detrás de la aparente diversidad partidaria, es un Congreso fuertemente conservador. Ya es visible la fuerza de las representaciones vinculadas al agronegocio ambientalmente depredador, a las iglesias ultraconservadoras, a las multinacionales químicas y farmacéuticas, a la educación y salud privadas y otros intereses negociales que desean subordinar a ellos el bien común. Se avizora incluso la posibilidad real de una amenaza a los derechos ciudadanos instituidos por la Constitución del 88. El diputado que ya se presenta como más fuerte candidato a la presidencia de la cámara baja por el problemático aliado PMDB es un enemigo político frontal de Dilma Roussef, que en otras oportunidades no hesitó en hacer uso del chantaje político y, además, un ultraconservador que se apoya en un discurso de represión a minorías sexuales, al aborto y a los usuarios de drogas.

Por la conformación de fuerzas del futuro Congreso, va a ser muy difícil darle cauce a los instrumentos que permitan producir una reforma política que cuestione la «normalidad» conservadora y el peso determinante del poder económico sobre los procesos electorales y la representación política. La sola alternativa para esto sería la iniciativa voluntariosa del (de la) jefe(a) del Ejecutivo. Así, es muy probable que se ahonde todavía más el aislamiento de actividad legislativa frente a las mediaciones orgánicas (e incluso los deseos más apremiantes) de la sociedad. Si las jornadas de junio representaron el auge de una crisis de representación, el resultado de las elecciones de 2014 parece suponer un divorcio absoluto entre voto y percepción de la política. Esto no ha sido tan sólo un accidente.

En los gobiernos provinciales, de otra parte, la «viejísima» política se impuso con todo su peso, como si no hubiera ―y hoy por hoy no hay― ninguna alternativa a ella. La sola excepción ha sido la caída del viejo clan oligárquico del ex presidente José Sarney en el estado de Maranhão frente al primer gobernador provincial comunista (PCdoB) de la historia del país. Pero en este caso sería más pertinente decir que esta vieja oligarquía se cayó por decrépita, bajo la mirada enajenada del propio Partido de los Trabajadores, que la tiene como honorable aliada en el plan federal.

Entonces ¿por qué el juicio de que haya ganado la «nueva política»? Precisamente porque su vacuidad ideológica enarbolada como «tercera vía» la convirtió en el elogio de la antipolítica, en un mesianismo descabellado que redujo la representación y la mediación a lo que cierto comentarista ya había calificado como una «política infantilizada» [1], es decir, una suerte de hedonismo inmediatista en el que la negociación del bien público se reduce a la proyección de espejismos y resentimientos personalistas: «yo quiero todo ahora y de cualquier modo que sea»: la política hecha una mercancía de consumo. Esto no quiere decir que el discurso sea propiedad o producto intelectual exclusivo de su locutor. Pero la postmodernidad «verde» de las ensoñaciones mesiánicas cundidas por Marina Silva sirvió, de una parte, como ariete a una derecha pragmática y furiosamente antiprogresista, que pronto volvió a su candidato tradicional luego de percibir que la titubeante candidata ecologista no se aguantaba en sus propias piernas. De otra parte, sirvió para aglutinar desilusiones sectoriales (incluso progresistas) al muy tecnocrático gobierno de Dilma Roussef, como militantes indigenistas, ambientalistas (todos, desde una perspectiva progresista, absolutamente justos en sus críticas) y unos cuantos activistas culturales a quien también les gusta «todo ahora y de cualquier modo que sea». Todo muy idealizado, sin las miserables mediaciones del trabajo duro de la política.

Esta suerte de cortocircuito narcísico entre política y deseo alimentó un imaginario ―o, en tiempos digitales mejor sería decir «una virtualidad»― que hizo de la política una fantasía; fantasía que pasó a ser movida por signos reificados, destituidos de contenido crítico acerca de la propia complejidad política, encerrados en su mágica inmediatez, incapaces, por consiguiente, de servir como herramienta de comprensión. El más potente de estos signos reificados seguramente es el del «cambio». Hace unos 30 años, desde el comienzo de la democratización a medias, este signo es movilizado en todo y cualquier discurso político para expresar una chatura enunciativa: «no estamos de acuerdo». Es posible no estar de acuerdo con cualquier cosa que sea. Sin un referente contextual, es decir, ideológico, estar en favor del cambio puede ser estar en favor de la nada. El discurso del cambio puede ser bueno para hacer víctimas, pero si este signo va reificado, deja de aportar una positividad programática. La política se vuelve estrictamente marketing. Por ahí entramos en el terreno ganado por la «nueva política» y perdido por las fuerzas institucionales del progresismo, capitaneadas por el Partido de los Trabajadores.

El recurrido histórico del PT en el gobierno federal, si de una parte representó la inclusión de las masas miserables en el universo del consumo, sin preocuparse con una ampliación efectiva de la ciudadanía y con un proyecto estratégico de sociedad, de otra parte significó el vaciamiento de la política, en nombre de la «gestión»: una suerte de paternalismo tecnocrático de las buenas intenciones. Sí, es verdad que él obró avances sociales importantes. Ganó la consciencia del favor, de la gratitud (sobre todo con Lula), pero perdió la consciencia de la participación. Mientras pudo distribuir los dividendos del boom de las commodities ―y ahí estuvo el fundamento material del distributivismo petista (que ahora sugiere que lo puede reciclar tomando las reservas petrolíferas del Presal)―, el gobierno del PT estuvo bien. Cuando se secó la fuente, no hubo más un mensaje político para ganarse los dividendos simbólicos del pleno empleo, porque la estricta lógica del consumo lo convirtió en un don justificado por la ideología meritocrática individualista [2].

El gobierno de Dilma Roussef ha sido el ápice del encastillamiento enajenado de los más fuertes representantes partidarios del progresismo en Brasil. Con eso, el PT perdió su capilarización social. La sangre de la consciencia organizativa de los movimientos dejó de llegar al cerebro del gobierno, del mismo modo como la política como proyecto estratégico y como invención dejó de llegar a los músculos agregativos de la sociedad, repartiéndola en un sinfín de particularismos atomizados donde todo cabe, incluso la ferocidad fascista y la anomia anarcoradical, que también se agregaron a las jornadas de junio del 2013.

Colapsar, de modo hedonista, política y deseo resultó, de modo general, ser la mejor arma para la derecha mediática. Ella lo hizo bajo el signo del resentimiento, algunas veces eludiendo sus significantes, algunas veces apuntando chivos expiatorios. Fue el contenido semántico del resentimiento que dio relleno e impulso al «cambio», del que el progresismo, por falta de un discurso contextual, perdió la mano en la batuta, es decir, perdió la agenda. Y la perdió por creer, inocentemente, que el cambio era su propiedad simbólica natural, sin tener que hacer el esfuerzo del trabajo político en su última frontera: la disputa de la legitimación. Esto no es tan sólo una cuestión de «política de comunicación»; es una cuestión de… política.

La derecha mediática sí supo producir, capilarizar y sobreexplotar resentimiento, sobre todo en los grandes centros urbanos del más grande colegio electoral de Brasil, el estado de San Pablo, y sobre todo por medio de la radio, que sigue siendo el principal recurso de información de la masa trabajadora que apenas tiene tiempo para ver la tele. En realidad, los canales mediáticos se refuerzan mutuamente hasta que su discurso sea aportado, consolidado, plasmado bajo la forma (o la apariencia) de opinión (proferida por personas virtuales) en la Internet. Cuando un discurso llega a Internet es tan sólo residualmente (en términos de masa de público interlocutor) que llega como información. A despecho de los mitos que se han construido acerca de la Internet, la información política en ella es en realidad un lujo intelectual para pocos: los que disponen de tiempo y que, con él, tienen disposición para un esfuerzo intelectual más: buscar, confrontar, ponderar, enjuiciar. Si una cierta juventud, por ejemplo, todavía tiene tiempo, ella no lo utiliza para consumir información en Internet, ella lo utiliza más bien para compartir opiniones socializadas en red. Ya se trata de una información previamente moldeada.

Sin embargo, el perjuicio quizá más duradero del encastillamiento enajenado del PT frente a los movimientos sociales puede haber sido el adormecimiento del alma del progresismo. Cuando los más fuertes y evidentes representantes partidarios de los movimientos sociales, aquellos que podrían ofrecer a esos «de abajo» un proyecto general y participativo de poder, cortan el flujo de savia política, lo que se pierde es el horizonte más amplio de sentido para estos mismos movimientos, el horizonte en el que los intereses colectivos, en lugar de simples demandas clientelares, se vuelven gobernanza. No se sabe hasta qué punto se adormeció este alma y lo cuánto va a ser posible (o se va a querer) despertarlo. El PT sólo sigue teniendo sentido como partido mientras lo tenga despierto. Si se adormece, como está casi completamente dormido en Europa, van a ser décadas de esfuerzos y esperanzas perdidas.

Notas:

[1] http://www.viomundo.com.br/politica/paulo-copacabana-marina-sera-aprisionada-pelos-banqueiros.html

[2] Véase, por ejemplo, el muy sugerente análisis del semioticista Wilson Ferreira en http://cinegnose.blogspot.com.br/2014/10/sociedade-de-consumo-e-o-ovo-da.html#more

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