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Democratizar el trabajo

Revolución ecológica y social

Fuentes: Viento Sur

La epidemia de la Covid-19 ha ampliado la audiencia para el debate en Francia sobre las causas de la crisis ecológica y sus consecuencias –de la que forman parte las zoonosis tales como las enfermedades por coronavirus- para la salud de los trabajadores y trabajadoras y del conjunto de la población, así como el carácter esencial o no del trabajo y las actividades sociales de cada uno/a, en el establecimiento del trabajo como ámbito privado [i]. También ha permitido constatar que los trabajadores en primera línea durante la epidemia, y especialmente durante el confinamiento, eran principalmente mujeres, en su mayoría racializadas, que trabajan en profesiones – auxiliares, enfermeras, trabajadoras de hogar, cajeras, etc.- entre las más precarias, las menos consideradas y las peor pagadas.

Son sus iniciativas, más que las de los dirigentes públicos o privados incapaces de poner los imperativos de la salud pública por delante de los de la acumulación de beneficios y del mantenimiento del orden de su propia dominación, las que han hecho posible que, a pesar de todo, las necesidades básicas de la población siguiesen siendo satisfechas. Finalmente, este período ha permitido consolidar en la izquierda la conciencia de una articulación inseparable entre cuestiones ecológicas y sociales, fruto de las discusiones suscitadas en particular por el último informe del IPCC en 2018 y, especialmente, de la reciente aparición de nuevos movimientos sociales ecologistas. Estos debates y constataciones constituyen una base sólida para promover la idea que se defenderá en este artículo: es el conocimiento, las iniciativas y la responsabilidad de los trabajadores y trabajadoras, más que los del Estado o los militantes voluntarios, los que son fundamentales para concebir una transformación del sistema productivo en el marco de un proceso de revolución ecológica y social.

Por tanto, crece la conciencia de que la contaminación industrial, las emisiones de gases de efecto invernadero y el aumento de la temperatura del planeta, la cría industrial, la pérdida de biodiversidad, la deforestación, son flagelos que ponen en peligro la vida de todas y todos, y en primer lugar de las poblaciones más pobres y precarias. Requieren una evolución revolucionaria en el sistema productivo, que Jean-Marie Harribey resume bien en su último trabajo:

“La reconversión del sistema productivo, parte de una planificación democrática a mediano y largo plazo, permitiría establecer prioridades: energías renovables (fotovoltaica, biomasa, energía geotermia, eólica; reciclaje de materiales; construcción de edificios y viviendas con bajo consumo de energía o energía positiva, así como el aislamiento de edificios y viviendas antiguas;     desarrollo de transporte público urbano y local como alternativa a de movilidad al automóvil y reducción del tráfico aéreo; transformación del modelo agrícola y agroalimentario en dirección a la agrobiología; durabilidad y calidad de los productos industriales; desarrollo de la economía social y solidaria y de circuitos cortos de proximidad; enfoque de relocalización contra los tratados de libre comercio; desarrollo de servicios no mercantiles que satisfagan las necesidades sociales; y, sobre todo, democratización de las decisiones que se toman en las empresas, de forma que progrese la conciencia de la necesidad de una transición”[ii].

Pero esta perspectiva plantea un problema político importante, muy a menudo descuidado en las distintas hipótesis discutidas por la izquierda: ¿quién debe ser responsable de la decisión y de la implementación de la transformación del sistema productivo necesaria para la preservación de la naturaleza y de una vida humana digna?

En este sentido, se pueden distinguir cuatro opciones. La primera, la opción capitalista tecnocrática, mayoritaria en los gobiernos neoliberales y sus aliados, argumenta que la decisión debe recaer en los expertos de la burocracia estatal y la implementación principalmente en los empresarios. Por tanto, el método es principalmente el de la coordinación por el mercado (tasas sobre el carbono en las fronteras, etc.)[iii]. La segunda, la opción capitalista eco-fascista, que se basa en diferentes sectores del aparato estatal, defiende que la decisión debe descansar en un gobierno autoritario, el único capaz de hacer que las masas acepten los sacrificios necesarios; su implementación debe recaer principalmente en los militares. Desde la década del 2000, lo que se puede llamar militarismo medio-ambiental no ha dejado de producir informes y escenarios para anticipar los desplazamientos forzados de refugiados climáticos o la gestión de pandemias [iv]. Estas dos primeras opciones deben rechazarse desde el principio por razones democráticas, pero también en función de que su objetivo es mantener el sistema económico capitalista tal cual, integrando solo tecnologías verdes que supuestamente puedan combinar creación de beneficios y preservación del planeta [v]. En este artículo, nos centraremos más específicamente en las otras dos opciones, las progresistas, que privilegian al Estado o al trabajo para proponer una organización democrática de la transformación ecológica y social del sistema productivo.

La tercera opción, progresista, la de un Estado social ecológico, defiende que la decisión debe corresponder a un Estado democratizado y ponerse al servicio de una política de transición ecológica, cuya implementación debe recaer a sociedad civil en toda su diversidad; por tanto, el método es el de la alianza entre la planificación y los procedimientos participativos [vi]. Esta opción se ha organizado durante los dos últimos años en torno a la consigna y varias versiones de la propuesta de un Green New Deal, popularizada en la campaña estadounidense por una fracción del Partido Demócrata cuya figura principal ha sido Alexandra Ocasio-Cortez. Como señala Vincent Gay en un artículo que presenta esta propuesta y sus críticas, es sobre la base de esta propuesta que “El debate ahora parece abierto en varios países, oscilando entre una modernización del capitalismo a través de políticas climáticas y una ruptura con las tradiciones fósiles y productivistas heredadas del siglo XX” [vii]. De hecho, como veremos, existe el riesgo de que el tema del Green New Deal sea un obstáculo para tener en cuenta las consecuencias de esta observación ahora bien respaldada: la preservación de la naturaleza es absolutamente incompatible con el capitalismo [viii]. Pero esta cuestión del grado de radicalidad de los objetivos perseguidos permanece abstracta si no la relacionamos con la cuestión del sujeto político de la decisión y la implementación de una revolución ecológica y social.

Ahora bien, hay una cuarta opción, la que defenderé aquí, la de una democracia económica, en la que la capacidad de decidir debe recaer en las y los habitantes a través de la participación directa en los procesos de deliberación y validación. Su implementación es responsabilidad de las y los trabajadores concernidos. Por lo tanto, el método es el de la creación de nuevas instituciones políticas y económicas que reconozcan el derecho de cada persona a trabajar para participar en la toma de decisiones y organizar eficazmente este proceso de planificación democrática.

Por lo tanto, se trata de partir de una revolución democrática del trabajo para construir las condiciones e instrumentos necesarios para la transformación del sistema productivo. Esta democratización del trabajo debe referirse al mismo tiempo a la actividad, el proceso de trabajo: las formas históricas definidas que toma la producción de bienes y servicios en una formación social determinada; a la organización del trabajo: la disposición de los recursos materiales y la gestión de la actividad de las y los trabajadores en el centro de trabajo; a la división social del trabajo: la distribución y estructuración de las actividades productivas en toda la sociedad. En otras palabras, se trata de definir una nueva figura política, la del “ciudadano trabajador” [ix], el sujeto de la decisión y de la puesta en marcha de la transformación del sistema productivo.

El debate en torno a la democracia económica, la democracia total o la democracia consejista no carece de experiencias y propuestas en las que basarse [x], pero en su mayor parte hasta la fecha ha quedado confinado a discusiones militantes restringidas. En este texto, me gustaría ayudar a expandirlo y mostrar su centralidad en la perspectiva de la transformación del sistema productivo dentro de un proceso de revolución social y ecológica, defendiendo que esta opción es más democrática, más eficaz y más realista que la de un Estado social ecológico.

Por un lado, se trata de una vía más democrática, por dos razones. Por un lado, se puede dudar de que la planificación realizada a nivel estatal pueda llegar a involucrar a toda la población, a pesar de que una revolución social y ecológica requiere la participación efectiva de todas y todos (o de la gran mayoría), ya que presupone elecciones concretas y diarias de producción, de consumo y de vida que son diferentes de las que prevalecen hoy. Por otro lado, la participación de las personas en las organizaciones de la sociedad civil (asociaciones, colectivos de barrio, etc.) es estructuralmente desigual en la situación actual, en particular porque implica liberar tiempo fuera del trabajo para participar en las deliberaciones, decisiones y acciones; sin embargo, este tiempo está constreñido y distribuido de manera desigual por la división capitalista, patriarcal y racial del trabajo. Para decirlo de manera concreta: en un Estado social ecológico, pero sin embargo capitalista, las personas y los colectivos simplemente no tendrían suficiente tiempo (y recursos), y en todo caso no todas, para participar de forma efectiva en la transformación del aparato productivo.

Por otro lado, la opción del Estado social ecológico es menos eficaz que la de la democracia económica porque esta desigualdad de tiempo está ligada a otro problema estructural: es fundamentalmente en los centros de trabajo (privado o público) y, por consiguiente, durante el tiempo de trabajo, que los trabajadores y trabajadoras llevan a cabo las acciones más destructivas de la naturaleza, la mayoría de las veces a pesar de ellos mismos. ¿Podemos imaginar una sociedad en la que la gente intente limitar, prevenir o frustrar durante su tiempo libre lo que se ve obligada a hacer durante su tiempo de trabajo? Si se trata de considerar la transformación real del sistema productivo, la actividad militante no es rival para la apisonadora económica e industrial de los dirigentes capitalistas. En cuanto al Estado, ciertamente tiene poderosos instrumentos de regulación y coacción contra estos últimos (la ley, la política monetaria), pero son ineficaces si no son reapropiados y puestos en práctica por los trabajadores y trabajadoras. La experiencia muestra que para los dirigentes de empresas capitalistas es posible y habitual no solo evadir la ley, sino también obligar a los mismos trabajadores y trabajadoras a violar las regulaciones en su actividad. Y si las decisiones productivistas y contaminantes se toman a nivel de los consejos de administración, la administración de agencias gubernamentales o compañías financieras, si no cuentan con la colaboración (en este caso mayoritariamente) obligada de las y los trabajadores, estas decisiones no pueden aplicarse. La opción del Estado social ecologista subestima dramáticamente el poder de las trabajadoras y trabajadores para destruir o preservar el planeta.

Finalmente, no sólo la opción del Estado social ecológico parece postular que al ser promulgada una decisión estatal ya está asegurada su implementación, sino que descuida por completo lo que es el trabajo en sí y, por tanto, se condena a no ser realista. Durante mucho tiempo, la investigación empírica sobre el trabajo real ha demostrado que ninguna prescripción puede aplicarse al pie de la letra: para que un trabajo se haga bien, los trabajadores y trabajadoras deben agregar su inteligencia, intelectual y corporal, para traducir las prescripciones a la prueba de la confrontación del trabajo [xi]. Esto es lo que llamamos en ergonomía “trabajo real” (para distinguirlo del trabajo prescrito) [xii], aspecto fundamental de lo que Marx, y después algunos autores marxistas y la psicodinámica del trabajo, denominan trabajo vivo. Este no es el lugar para discutir las implicaciones teóricas y políticas de este concepto [xiii], pero para hacerlo comprensible tomaremos un ejemplo concreto. Imaginemos que se toma una decisión planificada (sea democrática o no) para pasar de una agricultura intensiva y contaminante a una agricultura orgánica y razonada. Antes de que los beneficios en la calidad de los productos y para el planeta se hagan realidad, y que esta actividad alimente eficazmente a la población, queda por hacer lo fundamental: los agricultores y agricultoras deben formarse en agroecología, compartir sus experiencias para responder a los azares de la realidad (en caso de mal tiempo, mala cosecha, etc.) y transformar sus condiciones, organizaciones y procesos de trabajo, en otras palabras, como lo analizan dos ergonomistas en relación con una encuesta sobre las transiciones agroecológicas, los problemas de la “reconceptualización del sistema de trabajo” y del “desarrollo profesional” [xiv]. Esto lleva tiempo, y requiere formas de organización democrática de la actividad. Sin ello no es posible una transición agroecológica ni alimentos de calidad en los platos de las y los consumidores. Eso se puede generalizar a todos las profesiones y todos los sectores de actividad: sin rehabilitación del trabajo, como expresa Harribey (ver más abajo 3B) y sin democracia económica, la transformación del sistema productivo está condenada a seguir siendo un deseo piadoso o, en el mejor de los casos, un proyecto burocrático condenado al fracaso. En cuanto a la revolución social y ecológica, las demandas democráticas no son maximalismo, sino por el contrario una promesa de realismo.

Este artículo es parte de un proyecto de investigación a largo plazo con el objetivo de defender cuál es el camino para la democratización radical del trabajo y, por lo tanto, de una salida decidida del capitalismo [xv] y de lo que hay que priorizar para transformar el sistema productivo en el marco de una revolución ecológica y social. En este artículo, nos limitaremos a analizar la ausencia de problemática del trabajo (a distinguir de la del empleo), y a fortiori de su democratización, en las principales versiones del Green New Deal; a examinar las aportaciones y los problemas planteados desde este punto de vista por los análisis sobre la planificación ecológica realizados por Cédric Durand, Razmig Keucheyan y Michael Löwy; y a continuación, los de Jean-Marie Harribey y Thomas Coutrot sobre el tema de la rehabilitación y democratización del trabajo con miras a esbozar algunas propuestas institucionales que permitan poner el trabajo democrático al servicio de la transformación del sistema productivo dentro de un proceso de revolución ecológica y social.

  1. El trabajo y su democratización en el Green New Deal: una ausencia manifiesta, una omnipresencia invisible

En esta sección, analizaremos en detalle tres de las versiones más discutidas del Green New Deal, de las cuales tres mujeres han sido, a títulos varios, las portavoces durante los últimos dos años: Alexandra Ocasio-Cortez, Ann Pettifor, Naomi Klein, destacando la ausencia de la cuestión del trabajo, y a fortiori de su democratización, lo cual es aún más sorprendente ya que se puede demostrar que la mayoría de las propuestas lo requieren como condición de posibilidad.

  1. El Green New Deal de EE UU

Comencemos examinando la “Resolución sobre el deber del gobierno federal de crear un nuevo acuerdo verde”, presentada por Alexandra Ocasio-Cortez y Ed Markey ante la Cámara de Representantes de Estados Unidos en febrero de 2019 [xvi]. Después de una introducción eficaz al tema de los hallazgos del IPCC, de la responsabilidad de Estados Unidos en el calentamiento global y de la relación entre este hecho y las políticas neoliberales que se han llevado a cabo allí en las últimas décadas, los objetivos generales del Green New Deal se organizaron en sus grandes líneas en tres ideas: “A) Lograr cero emisiones netas de gases de efecto invernadero a través de una transición justa y equitativa para todas las comunidades y todos los trabajadores; B) Crear millones de empleos de calidad y bien remunerados y garantizar la prosperidad y la seguridad económica de todas las personas de Estados Unidos; C) invertir en la infraestructura e industria de EE UU a fin de enfrentar de manera sostenible los desafíos del Siglo XXI” (p. 5). Los problemas comienzan, en nuestra opinión, cuando se trata de presentar los objetivos y medios específicos del Green New Deal.

En primer lugar, lo que se presenta como la Green New Deal mobilisation (una movilización social de diez años necesaria para la implementación del Plan) debe basarse prioritariamente, “1. En la construcción de resiliencia frente a desastres climáticos, como las temperaturas extremas, que impliquen la movilización de fondos y la inversión en proyectos y estrategias definidas por las comunidades” (p. 6) En el marco de la opción del Estado social ecológico, se trata de que el Estado establezca las líneas y objetivos principales, mientras que los detalles de las políticas públicas se decidirían a nivel de las instituciones locales, informadas por procedimientos participativos que involucren a las comunidades de habitantes, pero ¿cuál sería el lugar de los trabajadores y trabajadoras encargados de implementar estas decisiones? Si nos atenemos a este tipo de propuesta, éstos y éstas parecen estar confinados al papel de simples ejecutantes del Green New Deal, sin tener voz en los objetivos e implicaciones concretas de una u otra decisión.

Eso implica, por ejemplo, hacer posible “eliminar la contaminación y las emisiones de gases de efecto invernadero en la medida de lo tecnológicamente posible”, en particular “desarrollando y mejorando drásticamente las fuentes de energía renovable” (p.7). Pero, ¿cómo establecer el carácter “tecnológicamente posible” de tal operación de descarbonización del sistema productivo si no se parte del conocimiento y la experiencia de los trabajadores y trabajadoras? El mismo problema surge con la extensión de las energías renovables: quién puede decidir, sino quienes ya ejercen esa actividad que se trata de hacer más limpia, para saber qué nuevas energías, tecnologías y procedimientos son relevantes y pueden implementarse de manera realista? Por supuesto, los trabajadores y trabajadoras también deben poder formarse en nuevos conocimientos y nuevas habilidades: pero esto no se menciona en el programa, que parece dar por supuesto que los expertos pueden intervenir desde fuera de las empresas para dirigir la actividad de las y los trabajadores. Por supuesto, la determinación de las necesidades debe ser responsabilidad de toda la población, pero la mera mención de “proyectos definidos por la comunidad”, sin tener en cuenta la distribución de poderes y la prescripción entre los y las habitantes y trabajadores, y sin prever nuevas instituciones democráticas para deliberar y decidir, es obviamente abstracto y poco realista.

Este olvido de la realidad del trabajo y del problema político de las funciones respectivas de los trabajadores y trabajadoras y de la ciudadanía en la decisión y la implementación de la revolución ecológica y social sigue estando presente cuando se trata, por ejemplo, del sector de la construcción o del conjunto de la industria (p. 7-8). La única mención de cualquier forma de participación directa de las y los trabajadores es en la agricultura y la cría de animales: “trabajar en colaboración con los agricultores y ganaderos de Estados Unidos para eliminar la contaminación y gases de efecto invernadero del sector agrícola en la medida en que esto sea tecnológicamente posible “ (p. 8). Esta mención al “trabajo colaborativo” con agricultores y agricultoras es interesante porque plantea la pregunta: ¿con quién se supone que deben colaborar las y los trabajadores: los funcionarios del gobierno, los ingenieros privados o públicos? La misma pregunta surge para la “restauración y protección de ecosistemas amenazados y frágiles mediante proyectos locales, apropiados y con base científica, que permitan fortalecer la biodiversidad y la resiliencia climática” (p. 9): cómo se supone que debe organizarse de forma concreta esta articulación entre el saber hacer del trabajo, la toma democrática de decisiones y la cientificidad? ¿Se trata, por ejemplo, de formar y contratar ecólogos, ingenieros agrícolas y paisajistas que supuestamente guíen a las y los trabajadores en cada sector?, ¿y en qué institución se controlaría democráticamente su trabajo?

Si se entienden los objetivos del Green New Deal a través del prisma del trabajo real, otros problemas, completamente descuidados por la resolución, se vuelven decisivos. Por ejemplo, se plantea “limpiar los desechos peligrosos existentes y los establecimientos abandonados, asegurando el desarrollo económico y la sostenibilidad de estos establecimientos”, pero no se plantea la valoración de estos trabajos arduos y peligrosos, hoy esencialmente asignados a los más dominados/as ¿Y cuál sería el tiempo necesario para la encuesta, la formación, el intercambio de experiencias y, más en general, la democratización de la política de investigación y de la innovación, si se trata de “identificar otras fuentes de emisiones y contaminación e inventar soluciones para eliminarlas; y para promover intercambios internacionales de tecnología, de experiencia, de productos, de fondos y de servicio” ?(p. 9).

La siguiente parte de la resolución, sobre los medios del Green New Deal, no responde a estas preguntas. El marco general, coherente con la opción del Estado social ecológico, es el de una democracia participativa en la que el Estado planificador consulta y forma una alianza con la sociedad civil definida en un sentido muy amplio: se trata de “consultas transparentes e inclusivas, colaboraciones y asociaciones con comunidades vulnerables y, en primer lugar, los sindicatos, las cooperativas de trabajadores, los colectivos de la sociedad civil, universitarios y empresarios” (p. 10). Es bastante significativo que solo se trate de ciertas categorías restringidas de trabajadores y trabajadoras, que sin embargo son las primeras y primeros concernido por las decisiones tomadas en dicho proceso de participación. La tasa de sindicalización y participación de la ciudadania en las organizaciones de la sociedad civil, la proporción de cooperativas en la economía en su conjunto, son lo que son, en Estados Unidos y en Francia, por lo que se puede dudar que este sea un patrón que efectivamente permita a las y los ciudadanos y trabajadores deliberar, decidir y actuar democráticamente. Sin embargo, no hay escasez de experiencias de consejos locales, especialmente en América Latina a principios de la década de 2000, que permiten a los y las habitantes y trabajadores/as tomar decisiones sobre lo que les concierne, con formas exitosas de autonomía en la gestión de los recursos monetarios y de cooperación con una democracia de empresa [xvii]. Es cierto que estos experimentos siempre han tropezado con la burocracia estatal, pero precisamente son insustituibles para anticipar las dificultades políticas reales que una transformación social y ecológica a gran escala no podrá evitar. Pero el Green New Deal parece centrarse estructuralmente en resolver la aparente contradicción empleo/clima y en convencer de que una política ambiental ambiciosa no destruirá puestos de trabajo. Esta es ciertamente una pregunta muy importante, volveremos sobre ella, pero se desprende de la democratización del trabajo, y no al revés: siempre que sea el mercado o el Estado el que decida quién trabaja y quién no trabaja, no hay perspectivas de pleno empleo ni de reconversiones industriales realmente posibles y, a fortiori, compatibles con la democracia.

Por supuesto, el tema de los derechos de los trabajadores y trabajadoras está bien mencionado en la resolución: surge de la nada en un pasaje de la última parte del texto. Conviene citar en su totalidad el extracto en cuestión:

“[Se trata de] (F) garantizar el uso de procesos inclusivos democráticos y participativos liderados por las comunidades y los trabajadores de primera línea y vulnerables para planificar, implementar y administrar la movilización del Green New Deal a nivel local; (G) garantizar que esta movilización cree empleos sindicados de alta calidad retribuidos a los salarios vigentes, se contraten trabajadores locales, se brinden oportunidades de formación y ascenso, y se asegure un salario e igualdad de ventajas sociales a los trabajadores afectados por la transición; (H) proporcionar empleo con un salario suficiente para satisfacer las necesidades de la familia, licencias familiares y médicas adecuadas, vacaciones pagadas y seguridad de jubilación para todos los habitantes de los Estados Unidos; (I) fortalecer y proteger el derecho de todos los trabajadores a organizarse, sindicarse y negociar colectivamente sin coerción, intimidación ni acoso; (J) fortalecer y hacer cumplir las normas laborales, de salud y seguridad, así como las conquistas de la lucha contra la discriminación y en materia de salarios y jornadas de trabajo por todos los empleadores, industrias y sectores”. (p. 12)

Por supuesto, podemos felicitarnos con que no se haya olvidado el tema de los derechos de los trabajadores y trabajadoras. Pero aquí surgen varias dificultades, que resumen la esencia de los comentarios críticos desarrollados hasta ahora. Por un lado, estas declaraciones de principios se mencionan solo como un apéndice a las propuestas anteriores, y no informan el resto del argumento. No está claro cómo la “planificación, implementación y administración” que se menciona aquí podría ser compatible con la perspectiva claramente asumida de una decisión y planificación llevada a cabo principalmente a nivel estatal (sobre la base de consultas locales). De otra parte, la cuestión de la relación entre la lógica territorial y la lógica del trabajo en el proceso democrático -un problema de estructuración en toda la historia de la autonomía popular y el movimiento obrero- no se plantea de manera concreta y tampoco se resuelve, aunque sea de principio. En tercer lugar, la relación entre la Green New Deal mobilization y la implementación efectiva de las decisiones que plantea no está claramente establecida, y si seguimos la lógica del texto, parece que hay que concebir dos períodos de transición; por una parte, una gran movilización social y participativa que permita informar de las decisiones estatales, y luego, un proceso de arriba hacia abajo en el que las comunidades locales (y también las y los trabajadores) recibirían apoyo para la implementación de las decisiones. Pero la articulación entre estos dos momentos no está clara y no se avanza la participación directa de la ciudadanía y de los trabajadores y trabajadoras. Finalmente, se deposita una confianza completamente desproporcionada en el Derecho Laboral para permitir que los trabajadores y trabajadoras se protejan de los abusos de sus empleadores públicos o privados, cuyo poder político absoluto en la organización del trabajo no se cuestiona nunca. En definitiva, la democracia permanece completamente exterior a la empresa, el Estado sigue siendo el único estratega y no son los intereses de los y las trabajadores y consumidores sino la visión experta de los diseñadores del Green New Deal quienes aseguran la orientación del proceso de planificación.

  1. A la derecha e izquierda del Green New Deal

Hasta la fecha, las principales discusiones sobre el Green New Deal han tenido lugar en Reino Unido y Estados Unidos, como parte de las respectivas campañas de Jeremy Corbyn, a la cabeza del Partido Laborista hasta las elecciones legislativas de diciembre de 2019, y de Bernie Sanders en el marco de las elecciones primarias del Partido Demócrata en abril de 2020. Nos limitaremos aquí a examinar, con menos detalle que la resolución precedentemente analizada, por un lado, los argumentos de Ann Pettifor, miembro del Green New Deal Group of economistes, environmentalists and entrepreneurs y el equipo de asesoría empresarial de Corbyn en el Partido Laborista, en su libro The Case for the Green New Deal; y, por otro lado, los argumentos de Naomi Klein en On Fire: the (Burning) Case for the Green New Deal [xviii].

La posición de Pettifor defiende claramente la opción del Estado social ecologista para aclarar lo que podría ser un Green New Deal británico. El argumento puede resumirse en torno a seis principios [xix]. Primero, el Green New Deal debe aspirar a un estado estacionario, sin crecimiento ni decrecimiento, cuyos principales medios son la promoción de circuitos cortos, el reciclaje y el reacondicionamiento, y el desarrollo de los sectores cultural y de cuidado, presentados como poco contaminantes. Al igual que antes, no se plantean las transformaciones políticas vinculadas a la toma de decisiones democráticas y la participación, presagiando una planificación de esta economía circular, del cuidado y del conocimiento desde arriba. El segundo principio es promover “necesidades limitadas, en lugar de deseos ilimitados”, basándose en el argumento de que las necesidades básicas son presupuestos de participación efectiva y democrática en la vida social. Sin embargo, estas necesidades básicas están definidas de forma teórica y concebidas de manera definida (“alimentación y agua adecuadas y nutritivas; viviendas protectoras; entornos físicos y laborales no peligrosos; seguridad infantil; relaciones primarias importantes; seguridad física; seguridad económica; control de la natalidad y procreación segura; educación básica”) sin que se plantee el problema fundamental de democratizar la deliberación y la toma de decisiones sobre estas necesidades. En tercer lugar, el Green New Deal debe organizarse en torno al principio de autosuficiencia, dirigido principalmente a la extensión del sector público. Sin embargo, el tema de la propiedad pública no está ligado a la exigencia de una autoridad laboral democrática en este sector. El cuarto principio, el de una economía de mercado mixta, permite precisar lo que corresponde a los dos instrumentos para la implementación del Green New Deal: el Estado y el mercado. El primero debe hacer uso de su fuerza reguladora y tributaria, y permitir que la inversión pública “beneficie a los empresarios locales que conocen el terreno y puedan reclutar y formar mano de obra local para descarbonizar el trabajo y de ese modo generar ingresos para sí mismos, así como para los empleados y la comunidad local”. Aquí estamos en el corazón de esta versión del Green New Deal: financiación pública, condicionada por estándares ecológicos, que beneficia a empresarios locales. No podríamos estar más cerca de la idea de un Estado social ecológico en el marco de un capitalismo verde, y más lejos de la participación de la ciudadanía y de los y las trabajadores/as en su concepción y su puesta en práctica.

El quinto principio, el de una economía intensiva en mano de obra, lleva a la propuesta de movilizar un ejército de trabajadores del carbono en los sectores público y privado. Pero, por un lado, no se dice nada sobre el hecho de que son todas las actividades las que deben transformarse para ser poco contaminantes y respetuosas con la naturaleza, y por otro lado, no se plantean como temas centrales ni para este ejército del carbono ni para los demás, las cuestiones de reciclaje y formación profesional. ¿Es realista crear millones de empleos verdes sin derecho a una formación continua intensiva como parte del tiempo de trabajo o en un período de transición sin actividad? La autora se refiere aquí a la propuesta estadounidense de empleo garantizado (job guarantie, propuesta que prolonga los trabajos de Hyman Minsky sobre el tema del “Estado empleador de última instancia”) que se basa en particular en el trabajo de la economista Pavlina Tcherneva a favor de un “programa permanente, financiado con fondos federales y administrado localmente, que brinda oportunidades de empleo a petición para todos aquellos y aquellas que estén dispuestos y se ofrezcan como voluntarios/as para un salario de subsistencia” [xx]. Esta propuesta es interesante en la medida en que actualiza el principio del derecho al trabajo (ver más abajo 3C), pero también porque constituye un paso adelante en la conciencia de la necesidad de democratizar la toma de decisiones respecto a las actividades sociales que deben o no constituir un trabajo socialmente validado. Sin embargo, nuevamente, aquí sigue habiendo un problema político: ¿cómo planificar el informe y regular los eventuales conflictos entre las iniciativas de los trabajadores y trabajadoras y las necesidades prioritarias decididas por el conjunto de la ciudadanía? No puede haber una respuesta satisfactoria a esta pregunta si nos atenemos a una política de empleo sin comenzar desde la perspectiva de una política laboral democrática.

Pettifor ve claramente la cuestión del trabajo, pero de una manera simplista que indica desconocimiento de los debates sobre el trabajo real:

“La promesa del Green New Deal es que la fuerza laboral será recompensada con tareas significativas, dotada de competencias, de formación y de educación superior. Y, sobre todo, los trabajadores ganarán salarios e ingresos decentes. Los salarios decentes respaldados por el acceso a servicios básicos universales, como la salud, la educación, la vivienda y los cuidados, no solo crearán buenos empleos, sino que también serán necesarios para mantener el sistema económico en equilibrio”.

Pero, como las investigaciones empíricas, psicológicas o sociológicas han demostrado detalladamente sobre el tema del significado del trabajo, este último no tiene nada que ver con una gratificación”, sino que se construye dentro de la actividad misma a condición de que la autonomía individual y colectiva sea real [xxi]. Que se piense solo en los inmensos problemas laborales en el sector de la economía social y solidaria en Francia, y las formas específicas de explotación y alienación que se desarrollan allí, a menudo -para resumir – por el hecho mismo de la causa a la que se pretende servir sin tener los medios concretos o que se haya podido contribuir a su elaboración [xxii]. Sin participación directa en la elección de la profesión y del puesto, sin control directo de los instrumentos, las condiciones, la organización y, en general, de los medios y fines del trabajo, ninguna actividad permanece significativa y satisfactoria por mucho tiempo.

Finalmente, el sexto principio, el de coordinación monetaria y fiscal a favor de una economía estacionaria, propone mecanismos de financiación pública para el Green New Deal que rompen con el neoliberalismo y la financiarización, pero que son poco realistas en la medida en que no implican propuesta alguna para la socialización de la banca ni para la democracia económica. En general, no encontramos en la autora ningún rastro ni ninguna apertura para una decisión democrática sobre las necesidades, así como los medios y fines de las actividades productivas.

Consideremos ahora otra versión más a la izquierda, la del Green New Deal defendida por Naomi Klein en su último libro Plan B for the planet: le new deal vert. La posición defendida por la autora se destaca claramente de la opción del Estado social ecológico al otorgar a los movimientos sociales un papel no solo de preparación y apoyo ideológicos, sino de fuerza motriz en el proceso de revolución social y ecológica [xxiii]. La autora también toma nota de las principales críticas a la resolución del AOC, -que sin embargo se defiende como una base política satisfactoria- presentada por los movimientos ecologistas anticapitalistas de Estados Unidos:

“Por ejemplo, un New Deal verde debe ser más explícito sobre la necesidad de dejar carbono en el suelo, sobre el papel central del ejército de EE UU en el aumento de las emisiones, sobre el hecho de que la energía nuclear y el carbón no pueden de ninguna manera considerarse energías limpias, y sobre la deuda que los países ricos como Estados Unidos, así como las potencias multinacionales como Shell o Exxon, han contraído con las naciones más pobres. Ahora son ellas quienes deben enfrentar las consecuencias de las crisis que no provocaron.

Más fundamentalmente, cualquier New Deal verde, para ser creíble, necesita un plan de acción concreto que garantice que los salarios vinculados a todos los empleos verdes de calidad que creará no seas puestos inmediatamente al servicio de un estilo de vida ultraconsumista, que siempre termina con mayores emisiones, un escenario en el que todos el mundo tiene un buen trabajo y un gran ingreso disponible y donde todo se gasta en baratijas desechables importadas de China para terminar rápidamente en el vertedero (…). Por lo tanto, es muy esencial garantizar que la reducción de la semana de trabajo permita a las personas aprovechar este tipo de actividades, para que no queden atrapadas en un ritmo de trabajo embrutecedor a menudo codicioso en comida rápida y diversiones insípidas” (p. 361-363)

Los añadidos de Klein a la resolución parlamentaria del Green New Deal son significativos y probablemente transformarían su lógica, mucho más allá de lo que la propia autora dice. Dejar el carbono en el suelo requiere una transformación completa del sistema productivo, no solo la creación de un sector público verde que repare el daño a la infraestructura capitalista. Pero entonces, ¿cómo considerar la cuestión de la transformación del conjunto de las actividades productivas y, por tanto, de todas las formas de trabajo, la organización y la división del trabajo? En este sentido, otro añadido importante, la drástica reducción de la jornada de trabajo es por supuesto una exigencia absoluta, y sin duda la primera de las causas en torno a las cuales el movimiento obrero y los movimientos ecologistas podrían aliarse. Pero obviamente, esto es insuficiente para organizar la transformación ecológica y social del sistema de producción. Entonces, la crítica del consumismo remite de manera decisiva la cuestión de la transformación del sistema productivo a la decisión democrática sobre las necesidades, pero aquí también, las implicaciones políticas de tal afirmación no se cuestionan: ¿en qué institución(es) se podrían discutir y definir colectivamente estas necesidades? Finalmente, la mención de los ritmos del trabajo, y por tanto de la libertad y la emancipación en el trabajo, también es susceptible de cambiar la situación del Green New Deal, al incluir en las condiciones de una planificación ecológica la cuestión de las condiciones reales de su realización.

Otros pasajes del libro abren brechas hacia los abismos de nuevas cuestiones políticas planteadas teniendo en cuenta la cuestión del trabajo real, y no solo del empleo, en un proceso de revolución ecológica y social. Naomi Klein menciona al menos en un pasaje del libro una forma de democracia económica directa: “Un primer caso consistiría en que las y los empleados de los diferentes sectores (hospitales, escuelas, universidades, tecnología, confección, medios, etc.) diseñen proyectos de descarbonización rápida que irían en el sentido de la misión del New Deal verde para erradicar la pobreza, crear empleos de calidad y cerrar las diferencias de riqueza basadas en el color de la piel y el género” (p. 368 ). Pero lo que se presenta como un primer paso se considera aquí muy a la ligera: ¿cómo puede ser posible si el poder económico y político de los empleadores, públicos o privados, se deja intacto? Si la autora tomara en serio tal “ímpetu democrático y descentralizado”, podría reducirse a una especie de consulta participativa sin efecto real, o bien convertirse en una democracia económica mucho más revolucionaria de lo que pretende o supone la autora.

Lo mismo ocurre con el pasaje interesante sobre la necesidad de reemplazar “la forma de ver el mundo natural y la mayoría de sus habitantes” correspondiente a “la economía de cantar y cavar (que combina pequeños trabajos flexibles –gig– y la actividad que consiste en cavar la Tierra –dig-) por un “cambio de visión del mundo a todos los niveles, un cambio hacia un ethos del cuidado y de la reparación” p. (370). Pero no se cuestiona la ética específica del “trabajo de cuidado” [xxiv] o del trabajo de “eco-regulación”[xxv], así como sus consecuencias políticas en el conjunto de la economía. Finalmente, si la autora inscribe bien su propuesta en el marco de una lectura del mundo social y de los combates ecologistas en términos de lucha de clases, las conclusiones políticas más concretas que se extraen finalmente de ella permanecen confinadas en la esfera restringida de la arena política institucional [xxvi]. Si a la derecha del Green New Deal nos topamos inmediatamente con el muro de una concepción burocrática y tecnocrática de la política, a la izquierda se abren amplias perspectivas de democracia económica frente a las cuales los autores más conocidos parecen preferir (o fingen) mirar hacia otro lado.

  1. Planificación democrática de la transformación del sistema productivo y democratización del trabajo

Desde un punto de vista político, la mayor dificultad de un proceso de revolución ecológica y social consiste en la elaboración de instrumentos e instituciones que permitan planificar democráticamente la transformación del sistema productivo. No es suficiente decidir de una vez por todas (legislando, por ejemplo) que es necesario pasar de la agricultura intensiva a la agroecología o de la industria fósil a formas de energía alternativas y menos contaminantes, ni incluso de establecer una política pública de contratación en empleos verdes. También es necesario establecer prioridades estratégicas de acuerdo con las necesidades de la población, decidir sobre los medios y el ritmo de las reconversiones de industrias de las cuencas de empleo en los territorios, reemplazar las cadenas logísticas de suministro de materias primas, producción y transporte hasta el consumo a través de circuitos cortos, financiando los instrumentos concretos (en términos de formación, recursos, tecnologías y saber-hacer) puestos en práctica por los trabajadores y trabajadoras para transformar radicalmente sus actividades, etc. En otras palabras, “debe llegar el momento de la planificación ecológica” [xxvii].

  1. Sobre los cinco pilares de la planificación ecológica de Cédric Durand y Razmig Keucheyan

Para Durand y Keucheyan, dicha planificación ecológica debe basarse en cinco pilares. El primero de ellos es la ruptura con el poder centralizado de las finanzas privadas y su control sobre la inversión: “la inversión en la transición deberá estar sujeta a un control democrático en todos los niveles de toma de decisiones”. El segundo se refiere a la garantía de empleo, con la que los autores se refieren a la propuesta de job guarantie de Paola Tcherneva y del Green New Deal estadounidense: “El Estado se compromete a ofrecer o financiar un trabajo a cualquier persona que desee trabajar, con el salario básico del sector público o más. Así como los bancos centrales son los prestamistas en última instancia en tiempos de crisis financiera, con la garantía del empleo el Estado se convierte en el financiador del empleo en última instancia. Este sistema permitiría crear empleos en sectores que el capitalismo considera no rentables, pero que a menudo proporcionan un alto valor agregado social y ecológico: mantenimiento de los recursos naturales, cuidado de la vejez o la primera infancia, reparaciones, etc.”. El tercer pilar es el de la “relocalización de la economía”, que debe conducir a la eliminación de la desespecialización de la producción en los territorios con el fin de apuntar a su soberanía sobre la producción, a establecer un proteccionismo solidario para desmantelar el dominio de las multinacionales sobre la producción y las tecnologías, poner fin a la obsolescencia programada para aspirar a la sobriedad colectiva en el consumo. El cuarto pilar de esta planificación ecológica es la democracia: si los autores recuerdan que “Las experiencias de planificación pasadas no solo fueron productivistas, sino también tecnocráticas, verticales, incluso autoritarias”, afirman con razón que no hay ninguna fatalidad y proponen apoyarse en las muchas experiencias de democracia participativa (conferencias de consenso, jurados ciudadanos, presupuestos participativos o la Asamblea ciudadana del futuro, etc.) que permitan, según ellos, politizar las opciones económicas. Finalmente, el último pilar es el de la “justicia ambiental”. Dado que “las clases populares sufren más que los ricos por la contaminación o los desastres naturales”, es necesario ponerlas a la vanguardia de la decisión sobre una revolución ecológica y social y hacer pagar a los más ricos, principales responsables de degradación ambiental y del calentamiento climático, “el coste de la destrucción del medio ambiente causada por sus formas de vida”. Estos cinco pilares son, sin duda, parte de los principios rectores de la planificación democrática para la revolución ecológica y social. Pero, una vez más, dado que la cuestión del trabajo está subordinada a la del empleo, las principales dificultades prácticas y las contradicciones políticas solo se abordan de manera indirecta.

Consideremos la cuestión de la reconversión de actividades y servicios industriales en un territorio. Los autores proponen “imaginar que un espacio de diálogo entre, por un lado, las personas disponibles y, por otro lado, las comunidades y asociaciones locales, sirve para identificar los empleos útiles al nivel de un territorio dado”; en otras palabras, que los desempleados/as o las personas que buscan trabajo puedan decidir, en consulta con los electos locales y las asociaciones, sobre su futuro sector de actividad y profesión. Pero, ¿cómo se pueden planificar estos objetivos territoriales en conjunto con los trabajadores y trabajadoras ya activos en los sectores en cuestión? Imaginemos que una persona desempleada propone, en una zona rural, participar en una nueva empresa para proveer y organizar el transporte colectivo y poco contaminante principalmente para trabajadores/as de la región. ¿Cuál sería el lugar para discutir las consecuencias concretas de su actividad, por un lado, con todos los habitantes interesados y, por otro, con todos los trabajadores y trabajadoras cuya actividad se vería afectada? El diálogo entre un líder del proyecto y las autoridades y asociaciones locales no es suficiente; es necesario involucrar en primer lugar a las y los trabajadores y a la población interesados; de lo contrario, incluso con toda la buena voluntad del mundo, el dúo infernal del mercado del empleo (aunque estuviese regulado por el público) y la burocracia estatal (aunque estuviese muy bien intencionada) retomaría sus derechos. Por tanto, es necesario prever instituciones que permitan que el conjunto de los participantes del circuito económico concernido pueda contribuir a la decisión (lo que propongo llamar, a diversas escalas territoriales, consejos sociales; ver el apartado 3C).

Pero estos son solo los problemas que surgen antes del inicio de la actividad… Una vez que las y los trabajadores se enfrentan a opciones reales (por ejemplo: ¿con quién vamos a trabajar? ¿con qué herramientas, software y proveedores? ¿cómo se va a organizar el interfaz con el público?), y a los dilemas dentro de la actividad (por ejemplo: ¿deberíamos favorecer a un proveedor local pero menos avanzado en la transición ecológica o un proveedor más distante geográficamente pero cuyo establecimiento laboral es menos contaminante?), sólo una democratización del trabajo, garantizando la autonomía de las y los trabajadores directamente enfrentados a estas opciones, pero también la participación efectiva de las personas y grupos interesados, puede hacer posible evitar la burocratización de la planificación. Se dirá que esta última es un mal necesario y temporal, y que no se puede democratizar el Estado en un día. Eso es correcto, por supuesto, pero debe tenerse en cuenta que el criterio que necesariamente debe adoptarse aquí es la calidad del trabajo y sus efectos sociales y ecológicos. Esta pregunta es una prioridad, desde un punto de vista normativo, porque se trata de preservar las condiciones de vida en la Tierra, y desde un punto de vista estratégico porque, una vez más, la destrucción del medio ambiente se produce muy mayoritariamente dentro del tiempo de trabajo. La planificación democrática de la revolución ecológica y social debe ser un medio al servicio de esta transformación del sistema económico, mientras que, en el enfoque del artículo citado anteriormente, es más bien lo contrario [xxviii]. Podemos decirlo de otra manera: no basta con tomar el poder, las dificultades comienzan a la hora de ejercerlo; y las nuevas instituciones democráticas que pretendemos, con Cédric Durand y Razmig Keucheyan, deben estar concebidas para se ejerza de manera realista, efectiva y democrática. Pero, una vez más aún, la democratización del trabajo debe tomarse muy en serio.

  1. ¿Cómo decidir democráticamente las necesidades en el marco de una planificación ecológica? (sobre el último libro de Razmig Keucheyan)

Se puede ver el problema de una manera diferente, como lo hace Razmig Keucheyan en su último trabajo Les besoins artificieles [xxix]Una revolución ecológica y social presupone reemplazar el criterio del beneficio por otro criterio, el de las necesidades. Así pues, la tarea prioritaria es subordinar la producción a una elección de necesidades, que deben convertirse en un objeto de deliberación y decisión democráticas. Pero, ¿cómo podemos estar seguros de romper con el productivismo y el consumismo? Como escribe Keucheyan:

“La necesidad de combinar el movimiento obrero y el movimiento ecologista está unida a otra urgencia: hacer converger a productores y consumidores. La transición ecológica, la superación del capitalismo que implica supone actuar simultáneamente en la del consumo, contra el productivismo y el consumismo. Para esto, se debe imaginar una forma de organización enraizada en la una y la otra” (p. 152).

El autor se basa aquí en análisis muy estimulantes de las experiencias de las asociaciones de consumidores, y en el concepto práctico que puede extraerse de tales actividades militantes, la del consumidor-productor capaz de investigar con los trabajadores sobre el trabajo real, aliarse con ellos e intervenir de común acuerdo en la oposición entre el capital y el trabajo. Pero, ¿qué significa en esta perspectiva “literalmente, el consumidor se convierte entonces en productor”? (p. 156). La cuestión crucial del tiempo hace posible darse cuenta de que una asociación voluntaria de consumidores, incluso los más preocupados por las condiciones de trabajo y lo más revolucionaria posible, no puede tener la misma función que un colectivo de trabajo en la transformación del sistema productivo. No es que porque como verduras, o incluso formo parte de una AMAP que soy agricultor: existe un conocimiento del trabajo que solo puede venir de la experiencia directa, de las dificultades de la agricultura. Y en el estado actual de las cosas, por ejemplo, no puedo combinar mi trabajo como profesor-investigador (sin mencionar mis actividades militantes), con horas dedicadas a adquirir esta experiencia en las diferentes áreas de mi consumo. Sin embargo, una planificación de la transición a la agroecología requiere, en términos generales, así como en traducciones muy locales, esta experiencia y conocimiento de primera mano. Esto no significa, por supuesto, que el consumidor no tenga legitimidad para intervenir en esta discusión, pero puede hacerlo, precisamente, solo al nivel de la decisión de las necesidades que debe satisfacer la producción y no al nivel de la producción en sí. Esta distinción tiene consecuencias políticas de gran importancia. Es necesario distinguir entre dos objetos políticos de la planificación: las necesidades, sobre cuyo tema todos la ciudadanía debe compartir su parte de soberanía directa de forma igualitaria [xxx], y el trabajo necesario para satisfacer esas necesidades, para las cuales los y las trabajadores/as, y solo ellos, tienen el tiempo y la legitimidad para contribuir. Esto no excluye nuestro acuerdo con Keucheyan cuando afirma, en general, que “la dialéctica del productivismo y el consumismo solo se detendrá cuando las esferas de producción y consumo (de la vida cotidiana) se politicen conjuntamente” (p. 191). Ahora bien, esta conjunción no puede constituir una identificación, y estos dos objetos de planificación no pueden tratarse al mismo tiempo y en las mismas instituciones, con el riesgo teórico de simplificar demasiado la tarea de transformar el sistema productivo y el riesgo práctico de abrir la brecha por la cual se borra la demanda de coordinación democrática en beneficio de un privilegio otorgado nuevamente a la coordinación por el mercado o por el Estado. Es por eso que, en mi opinión, “una federación de asociaciones de productores y consumidores” no puede constituir “el instrumento político que necesitamos para pensar y actuar colectivamente en la crisis ambiental” (p. 191) [xxxi]. Necesitamos un sistema más complejo, capaz de organizar la contradicción y el potencial conflicto entre las y los trabajadores y la población (que no pueden reducirse a consumidores …), de desafiar la división del trabajo entre trabajadores y ciudadanos, de dar recursos para que cada uno/a de nosotros/as participe efectivamente de manera directa como trabajador y como ciudadano (o habitante, que es menos restrictivo) en la planificación democrática de la revolución ecológica y social -y el tiempo para participar en decisiones sobre todo lo que nos concierne-.

  1. Planificación, autogestión y la cuestión democrática del tiempo en Michael Löwy

En “Planificación y transición ecológica y social” [xxxii], Michael Löwy defiende un modelo de planificación democrática que integra, como también argumenta, la autogestión de los trabajadores y trabajadoras como una de sus condiciones políticas necesarias [xxxiii]. Y el autor pone la cuestión del tiempo en el punto de partida de su reflexión sobre la planificación democrática y ecológica:

“La planificación democrática junto con la reducción del tiempo de trabajo sería un gran paso adelante para la humanidad hacia lo que Marx llamó el reino de la libertad: aumentar el tiempo libre es, de hecho, una condición para la participación de los trabajadores en la discusión democrática y en la gestión de la economía y la sociedad”.

Aquí se entiende implícitamente que el tiempo libre para el no trabajo debería dedicarse masivamente a la participación democrática. ¿Pero no hay problema en aceptar esta separación del tiempo de la actividad democrática y el tiempo de trabajo? En primer lugar, la reducción del tiempo de trabajo no sería suficiente para distribuir el tiempo dedicado a diversas actividades sociales y, por ejemplo, las relaciones sociales de sexo y la división sexual del trabajo, dentro y fuera del tiempo de trabajo, continuarían a jugar en perjuicio de la participación democrática de las mujeres. A continuación, si Löwy defiende muy justamente la compatibilidad de la autogestión y la planificación [xxxiv], su propuesta se enfrenta a la dificultad de articular los tiempos de autogestión, planificación y producción. En efecto, el autor debe reconocer:

“Por supuesto, para que la planificación funcione, son necesarios organismos ejecutivos y técnicos que puedan implementar decisiones, pero su autoridad estaría limitada por el control permanente y democrático ejercido por los niveles inferiores, donde se lleva a cabo la autogestión de los trabajadores en el proceso de administración democrática. Por supuesto, no se puede esperar que la mayoría de la población pase todo su tiempo libre en autogestión o en reuniones participativas. Como observaba Ernest Mandel: ‘La autogestión no tiene el efecto de eliminar la delegación, pero es una combinación entre la toma de decisiones por parte los ciudadanos y un control más estricto de los delegados por parte de sus respectivos electores […]”.

La observación de Löwy de que no se puede esperar que la gente dedique todo su tiempo libre a la actividad democrática es más importante de lo que parece y me parece que defiende precisamente una integración de la actividad democrática en el tiempo de trabajo. Es necesario, además, tener en cuenta el tiempo que tomaría esta actividad de control democrático por la base de la actividad de los otros trabajadores como la de los delegados…

Finalmente, de nuevo muy acertadamente, si el autor apunta que esta articulación entre autogestión y planificación daría lugar a “tensiones y contradicciones entre los establecimientos autogestionados y las administraciones democráticas locales y otros grupos sociales más amplios”, me parece necesario tener en cuenta las consecuencias prácticas de este hecho, así como sus implicaciones políticas. Por un lado, las decisiones de los y las ciudadanas no pueden tomarse sin tener en cuenta las condiciones concretas de actividad de los trabajadores y trabajadoras a quienes prescriben así su trabajo; por otro lado, los problemas de gestión interna no pueden dejarse enteramente a la apreciación de las y los trabajadores en la medida en que pueden afectar las condiciones de vida o de trabajo de otra gente. Pero entonces, ¿cómo es posible organizar consultas, deliberaciones y decisiones que para una parte de los participantes se realizan durante su tiempo de trabajo de forma obligatoria, y para otra, fuera del tiempo de trabajo de manera opcional? Si consideramos las condiciones concretas del trabajo real, la vida social y el ejercicio de la actividad democrática como problemas políticos por derecho propio, estas preguntas se vuelven cualquier cosa menos periféricas, al pensar en una planificación democrática de la revolución ecológica y social.

Por estas razones, nos parece más realista, eficaz y democrático, integrar la actividad democrática en el tiempo de trabajo, organizar la discusión y deliberación democráticas de manera igualitaria, evitando que algunas personas tengan más tiempo que otras para dedicar a esa actividad; para combatir dentro de la producción misma la división antidemocrática entre decisión y ejecución; y para liberar tiempo social que podría asignarse a algo que no sea el trabajo y la actividad política. No hay ninguna razón para pensar que este tiempo socialmente disponible no se pueda redistribuir equitativamente entre los individuos, dividido entre el tiempo de trabajo y el tiempo libre reduciendo el primero, mientras que el tiempo de trabajo podría incluir la participación en las decisiones democráticas, principalmente en relación con la puesta en práctica de los imperativos ecológicos. Esto es lo que propondremos en la última sección de este artículo, esta vez partiendo de nuevo de un examen crítico de dos obras recientes que, de manera muy diferente, proponen hacer de la cuestión del trabajo vivo o el trabajo real una de las cuestiones centrales de la revolución ecológica y social.

III ¿Qué nuevas instituciones del trabajo para la transformación ecológica del sistema productivo?

En esta última sección, nos proponemos primero examinar los argumentos de dos trabajos recientes que, a diferencia de los enfoques anteriores, parten de la cuestión de la democratización del trabajo, antes de discutir algunas propuestas ligeramente diferentes de nuevas instituciones del trabajo al servicio de la transformación ecológica del sistema productivo.

  1. Rehabilitar el trabajo para salir del agujero negro del capitalismo (sobre el último libro de Jean-Marie Harribey)

En Le trou noir du capitalisme [El agujero negro del capitalismo], Jean-Marie Harribey sugiere considerar un “socialismo ecológico” a partir de tres principios: “rehabilitar el trabajo”, “instituir lo común” y “socializar la moneda”. Este orden se justifica, según el autor, al examinar la “crisis sistémica actual” que, recuerda, es “una crisis de producción y realización del valor, debido a la dificultad de ir más allá de un cierto umbral de explotación de la fuerza de trabajo, so pena de sobreproducción generalizada, y más allá de cierto umbral de explotación de la naturaleza, so pena de agotamiento y degradación irremediable de ésta” (p. 166). En consecuencia, el primer interés común de la crisis económica y de la crisis ecológica es, de hecho, el trabajo concreto -la cuestión del empleo está subordinado a él-: “Si la tendencia actual continúa, es decir, una progresión muy lenta, o incluso una ausencia de progresión de la productividad, por las dos razones, social y ecológica, que hemos analizado en la primera parte, parece que la disminución global del número de puestos de trabajo es menos temible que su transformación cualitativa en dirección a su deterioro para una gran parte de los trabajadores” (p. 154). Frente a esta tendencia consubstancial al capitalismo neoliberal, el autor propone “rehabilitar el trabajo”, en el sentido de “trabajo vivo” de Marx [xxxv], reconociendo que centralmente es el trabajo lo que contribuye a la reproducción de la sociedad y a la construcción de identidades individuales y colectivas. Aunque no discute específicamente las contribuciones de las encuestas científicas y militantes sobre el tema del trabajo real y el trabajo vivo hoy [xxxvi], el autor ve claramente que esta centralidad tiene importantes consecuencias estratégicas:

“Es en esta primera dirección en la que convendría actuar, y los progresos están al alcance de la mano, porque los trabajadores no paran nunca, ni siquiera dentro de las restricciones y procedimientos que se les imponen, de tomar iniciativas para realizar sus tareas. Esta capacidad que el capital nunca puede destruir por completo podría desarrollarse estableciendo instituciones en las que los trabajadores intervinieran en todos los asuntos que les conciernen o que conciernen a los usuarios de los productos que fabrican” (p. 188).

El punto de partida de la reflexión es decisivo: para transformar el sistema productivo, para planificar e implementar la revolución ecológica y social, hay ante todo que remitirse a la iniciativa y la responsabilidad de los trabajadores y trabajadoras. Agreguemos de nuevo que el criterio aquí es tanto el realismo -porque solo los trabajadores están en contacto directo con las principales causas de destrucción ambiental-; la eficacia -porque la revolución ecológica y social no puede dejarse solo a la iniciativa individual, y debe llevarse a cabo al menos desde acciones instituidas socialmente-; y la democracia, porque la planificación que se basa principalmente en la burocracia estatal o la actividad militante es mucho menos inclusiva y colectiva que la planificación que involucra a todos los habitantes y trabajadores/as. Por supuesto, como ya hemos señalado, esta orientación hace que el derecho al trabajo sea absolutamente esencial, pero esto ya no se concibe, como en la propuesta de Minsky y Tcherneva, como una política de empleo público territorial sino como un derecho político fundamental y un complemento necesario para la reducción del tiempo de trabajo; como Harribey también señala:

“El derecho al empleo, es decir, el derecho a realizar un trabajo en la sociedad, es un derecho político. En este sentido, la reducción del tiempo de trabajo para compartir el trabajo a realizar para satisfacer las necesidades de la sociedad sigue siendo una línea de fuerza, más allá de su importancia para eliminar el desempleo” (p. 189).

Pero surge una nueva serie de preguntas. ¿Cómo articular las decisiones democráticas de las y los ciudadanos y los trabajadores/as? ¿Cómo distribuir la planificación democrática de la revolución ecológica y social entre el tiempo de trabajo y el tiempo fuera del trabajo? ¿Y cómo esta democratización del trabajo haría posible en la práctica organizar la institución de los bienes comunes y la socialización de la moneda, que también requieren un trabajo concreto bajo control democrático? En este sentido, si bien los principios enunciados por Harribey nos parecen correctos, el tipo de propuesta institucional que defiende no parece que nos permita dar respuesta a estas cuestiones:

“La creación de consejos económicos y sociales en las empresas, donde se sentarían representantes de los trabajadores, de los usuarios y de las comunidades locales, brindaría la oportunidad para el ejercicio de la deliberación democrática de las orientaciones fundamentales de la producción, de la respuesta a las necesidades locales y de la distribución de los ingresos, especialmente dado que estos problemas deberán resolverse en coherencia con los de otros territorios, a nivel de una nación o de un conjunto de naciones. La coordinación de conjunto solo puede comenzar lo más cerca posible de las preocupaciones concretas (p. 189)”.

Sin embargo, estos consejos económicos y sociales no solo pueden ser internos a las empresas y, dado que deben permitir articular concretamente la autogestión en el centro de trabajo, coordinación a nivel de una cadena de producción y planificación a nivel territorial, defendemos que es necesario imaginar varias instituciones complementarias para el ejercicio del poder democrático de los trabajadores (ver 3C). Pero, en esta etapa, lo importante es reconocer que una vez que se ha llevado a cabo la deliberación democrática sobre las necesidades, queda por realizar la mayor parte de la actividad democrática, “lo más cerca posible de las preocupaciones concretas”, y por tanto a partir del trabajo. Al final, en nuestra opinión, la principal contribución de Harribey en este libro es considerar la cuestión de la calidad y el significado del trabajo como una guía política, y no solo técnica, de la transformación ecologista del aparato productivo. Es en particular desde esta perspectiva que es posible y necesario repensar nuevas formas de propiedad común, ni privada ni estatal, adecuadas para un proceso de revolución ecológica y social [xxxvii].

  1. Liberar el trabajo para combinar cuestiones sociales y ecológicas (sobre el último libro de Thomas Coutrot)

En el último capítulo, titulado “Por una política del trabajo vivo”, de su libro Libérer le travail [xxxviii], Thomas Coutrot toma partido aún más radicalmente para anclar una perspectiva de revolución ecológica y social en la realidad del trabajo vivo.

“La arrogancia capitalista es infinitamente más devastadora que la de los regímenes opresivos antiguos o medievales, porque abarca todos los ecosistemas y amenaza la vida misma. En la raíz de estos peligros se encuentra la cuestión de la democracia en el trabajo: ¿quién decide qué producir, cómo producirlo, en beneficio de quién? El trabajo debe liberarse del asfixiante control financiero para dar una oportunidad a la vida” (p. 268).

Así, el autor recuerda la naturaleza ilusoria de una estrategia de transformación ecológica y social exclusivamente electoral, de modo que el objetivo estratégico de las luchas políticas debería ser desencadenar y liberar la energía del motor principal de una revolución ecológica y social, el trabajo: “Una política de trabajo vivo podría apostar por la considerable energía que los trabajadores ponen para hacer lo que tienen que hacer, y no hacer lo que no se debe hacer” (p. 277).

Esta opción, que compartimos, conduce concretamente a no contentarse con las propuestas ahora mayoritarias en la izquierda sobre el trabajo, enfocadas principalmente en la reducción del tiempo de trabajo (ver p. 281), y a buscar formas de nuevas instituciones del trabajo que permitan “prestar atención a las consecuencias de las diversas opciones de producción posibles y a la deliberación democrática sobre estas opciones” (p. 283). Pero, ¿a qué podría asemejarse más concretamente una política de trabajo vivo al servicio de una revolución ecológica y social? Aunque Coutrot reenvía la cuestión de las instituciones de la democracia económica a otras obras sin hacer propuestas más precisas, indica ciertas pautas que invitan a la discusión:

“No buscaré detallar aquí un proyecto institucional de una economía viva y democrática, que podríamos llamar deliberacionismo. Dicho proyecto tendrá que combinar los mecanismos de la deliberación política para decidir sobre las opciones estructurantes (reducción drástica de las desigualdades de ingresos, tasa de inversión y criterios para la asignación de recursos para la inversión, objetivos de transición ecológica, etc.) y los mecanismos de mercado para orientar las decisiones diarias de los productores. La idea general es la de una economía que incluya los mercados de trabajo y de los productos, pero no del capital, guiada por una planificación participativa de la inversión. Presupone el establecimiento de una cooperación comercial internacional en lugar del libre comercio, el cierre de los mercados internacionales de capital y la relocalización selectiva de las producciones” (p. 291).

Nos parece que este tipo de propuesta no está a la altura de un proyecto de transformación del sistema productivo en el marco de un proceso de revolución ecológica y social. En primer lugar, la deliberación política sobre los objetivos ecológicos y sociales debe tener lugar a la vez en la empresa, a nivel del sector económico en cuestión y a nivel territorial. Por tanto, es necesario repensar al mismo tiempo las instituciones de la democracia en el trabajo y en los diversos niveles territoriales, sin los cuales no es posible ninguna forma de planificación de necesidades y opciones productivas correlativas. En segundo lugar, si bien es imposible abandonar cualquier forma de mercado de consumo, no puede solo quedarse con la idea de que estos mecanismos podrían “guiar las decisiones diarias de los productores”. Si una decisión democrática sobre el tema de las necesidades debe ser parte de la realidad de la economía, es solo mediante su conversión en una prescripción que debe prevalecer sobre la coordinación del mercado, para todos los trabajadores. En una economía ecológica planificada, los precios de los bienes y de los servicios (y su posible entrega gratuita) deben ser objeto de deliberación democrática y, por lo tanto, tener en cuenta los costes y las necesidades. En tercer lugar, la cuestión del mercado de trabajo también plantea un problema: es comprensible que para el autor se trate de garantizar la posibilidad de que un/a trabajador/a elija su profesión y su puesto, pero las limitaciones del mercado de trabajo capitalista hacen que esas opciones sean a menudo imposibles.El principio del derecho al trabajo, que el autor no asume explícitamente a su cuenta, es una precondición: si el trabajo debe convertirse en una institución en la que se participa en la vida democrática de la sociedad (y en la planificación ecológica), entonces todas y todos deben tener derecho, sin que se excluya a una parte de la población del derecho político a ejercer (al menos una parte) de su actividad democrática.

También desde este punto de vista, la propuesta de la job guarantie plantea un problema: el de la democratización de la división del trabajo. La versión propuesta por Coutrot es un poco diferente, la del “ingreso de transición”, pero se basa en la misma idea: un proponente de proyecto vería validado o no su proyecto de actividad profesional por un nivel territorial supuestamente portador del interés general.

“A los dos métodos ya existentes de reconocimiento de salarios: el mercado para los asalariados/as de la empresa, el Estado para los funcionarios públicos y los desempleados, se debe agregar un tercero: la sociedad civil local puede asignar un salario de transición o ‘ingreso de transición económica’ a los líderes de proyectos que trabajan por la transición ecológica y social. En la lógica de la deliberación, las comisiones municipales especializadas, integradas por representantes electos locales, representantes del tejido asociativo y una mayoría de ciudadanos/as sorteados, serían las encargadas de destinar y renovar este salario de transición basado en el impacto de proyectos financiados en la comunidad” (p. 294).

Pero esta concepción de “proponente de proyecto” no puede repetirse en el contexto de la planificación ecológica. Por supuesto, no puede ser que se planifique colectivamente en el más mínimo detalle las actividades útiles a nivel local, y las iniciativas individuales deben tener su lugar. Pero no se puede razonar en el marco de una revolución ecológica y social en el mismo marco de pensamiento que el de la economía social y solidaria y de los “emprendedores sociales”. Por un lado, una verdadera planificación ecológica, incluso a nivel local, debe ser capaz de rechazar no solo la validación social de una actividad ecológicamente dañina y establecer estándares imperativos, sino también establecer objetivos generales de producción en función de las necesidades. Dicho de otro modo, la decisión de crear empresas debe ser parte de las prerrogativas del proceso de planificación y, si existe la necesidad, no se puede esperar, por ejemplo, a que un emprendedor decida producir bicicletas en un territorio para que la empresa en cuestión sea creada. Por otro lado, esta propuesta, precisamente, no tiene en cuenta las necesidades específicas del trabajo concreto: formación, investigación, tiempo de decisión y deliberación dentro de la empresa y con las partes, etc. Finalmente, el carácter democrático de una comisión de representantes electos, asociaciones y ciudadanos sorteados plantea interrogantes cuando se conocen las muy distintas condiciones de actividad en cada uno de estos entornos. Para que haya una decisión democrática a nivel territorial, todos los y las habitantes deben poder participar en la decisión sobre el método de elección de representantes o el sorteo, pero sin distinción de estatutos. Una democratización del trabajo orientado a la planificación ecológica haría también bastante ilegítimo que todavía haya voluntarios en las asociaciones, o que las asociaciones tengan un estatus más o menos democrático que las empresas. ¿Por qué el tiempo de deliberación debe ser para algunos durante su tiempo de trabajo y para otros durante su tiempo libre? Aquí encontramos nuevamente la cuestión central del tiempo de trabajo y la democracia, demasiado a menudo descuidada y que, sin embargo, plantea cuestiones fundamentales para un proceso de revolución ecológica y social. Una democratización del trabajo orientado hacia la planificación ecológica también haría ilegítimo que todavía haya voluntarios en las asociaciones, o que las asociaciones tengan un estatus más o menos democrático que las empresas. ¿Por qué el tiempo de deliberación debe ser para algunos durante su tiempo de trabajo y para otros durante su tiempo libre? Aquí nuevamente encontramos la cuestión central del tiempo de trabajo y la democracia, que a menudo se descuida y que, sin embargo, plantea cuestiones fundamentales para un proceso de revolución ecológica y social.

  1. Por un trabajo democrático que permita la planificación ecológica

La transformación del sistema productivo en un proceso de revolución ecológica y social supone una poderosa movilización social para imponerlo contra los intereses capitalistas, pero también, por un lado, un proceso democrático de gran amplitud para establecer las necesidades prioritarias y planificar la transición, y por otro lado, una enorme cantidad de trabajo, para desmantelar o reconvertir las industrias más contaminantes, reparar los daños ambientales que puedan serlo, descarbonizar al máximo todos los sectores productivos y, por lo tanto, transformar, empresa por empresa, las maneras de trabajar. Por tanto, no hay maximalismo al establecer estos principios: es necesario que 1) Todos/as los/as trabajadores/as y toda la ciudadanía estén directamente implicados en la deliberación, la decisión y la puesta en práctica de la planificación ecológica requerida;2) Que tengan tiempo para hacerlo; 3) Que las decisiones creen una forma de obligación democrática y se convierten en prescripciones para todas las formas de trabajo; 4) Que se respete la autonomía de los trabajadores y que se reconozca su legitimidad sobre las actividades que llevan a cabo, de lo contrario estas prescripciones seguirían siendo una letra muerta y la planificación de un plan burocrático sin asumir la realidad. Limitar esta pregunta a un problema de democratización del Estado parece poco realista: como hemos demostrado, la prioridad es democratizar el trabajo para ponerlo al servicio de dicho proceso de evolución revolucionaria.

Estos principios dan como resultado propuestas distintas a las versiones del Green New Deal que hemos considerado, y perspectivas que no se reducen a las que se han examinado hasta ahora. Actualizando una propuesta anterior [xxxix], así es como resumiría el tipo de nuevas instituciones del trabajo que me parecen necesarias para considerar concretamente la posibilidad de una planificación ecológica.

  1. Derecho al trabajo para todas y todos al acceder a la mayoría política (por ejemplo, a los 18 años), acompañado de una reducción drástica del tiempo de trabajo (por ejemplo, 25 horas semanales), un umbral mínimo de remuneración del trabajo que permita el buen vivir, así como una drástica limitación de las brechas salariales, y el derecho a la formación inicial y continua.
  2. Nuevo estatus jurídico de la empresa, convirtiéndola en una institución democrática en la que cada trabajador y trabajadora tenga igual derecho político de decisión y de un tiempo de trabajo reconocido (sin duda al menos la mitad del tiempo de trabajo) para investigar, formarse, deliberar y decidir, cuyo objeto social y objetivos generales de producción estarían subordinados a la planificación ecológica llevada a cabo en otras instituciones democráticas y a una legislación laboral que garantice el carácter no destructivo del trabajo para el medio ambiente y la salud.
  3. Establecimiento de un estatuto político del ciudadano-trabajador, igual para todas y todos y que reemplaza el contrato de trabajo, en particular con el derecho a decidir (y un tiempo de trabajo reconocido y suficiente para hacerlo) en tres nuevas instituciones democráticas, subordinados solo a la legislación del trabajo y organizadas jerárquicamente entre ellas:

– los consejos de empresa a nivel de cada entidad económica, cuyas decisiones serían  soberanas en cuanto a condiciones de trabajo, diferencias salariales, organización del trabajo y las normas de calidad del trabajo;

– los consejos económicos a nivel del sector industrial o de servicios, compuestos por el conjunto o los/las representantes de los trabajadores/as de las diversas empresas y las diversas profesiones, cuyas decisiones serían soberanas y prevalecerían sobre las de los consejos de empresa en relación con los objetivos coordinados de la producción en el sector;

– los consejos sociales a nivel de las escalas territoriales (municipales, regionales, nacionales y, si es posible, internacionales), con la participación de todos o representantes de los trabajadores residentes en ellos, cuyas decisiones serían soberanas y prevalecerían sobre las de los consejos de empresa y asesoramiento económico con respecto a las necesidades prioritarias, las finalidades de la producción, la creación de empresas y de puestos, la fijación de los precios (incluyendo la gratuidad) de los bienes y servicios, y las actividades que deben considerarse actividades fuera del trabajo o instituidas como trabajo.

– Es en los consejos sociales donde se puede tomar la decisión democrática sobre las necesidades prioritarias, la planificación de los objetivos generales de producción para satisfacerlas y la creación o conversión de empresas para permitirlas; cada uno de los niveles territoriales debe registrar sus decisiones en el marco de los objetivos más generales decididos en el nivel superior. Es en los consejos económicos donde se podría decidir con mayor precisión la necesaria reorganización del sistema productivo sector por sector (por ejemplo para la agricultura con una deliberación y decisión que involucre a todos los actores del sector: agricultores/as, transportistas, comerciantes, etc.) para permitir que se concreten las decisiones de los consejos sociales y descarbonizar la economía de acuerdo con la legislación.

Se podría objetar que esta jerarquía entre los consejos sociales, los consejos económicos y los consejos de empresa no permite garantizar el carácter democrático de la planificación ecológica, en la medida en que las decisiones en cada nivel estarían constreñidas por las del nivel superior. Pero aquí se debe distinguir, en el tema de la jerarquía, entre constricción, obligación y prescripción. En tal propuesta, no hay constricción, al menos en el sentido de la imposición de una decisión heterónoma, ya que, por un lado, cada uno de los y las habitantes y trabajadores/as participa en cada nivel, y que por otro lado se garantiza el principio de subsidiariedad: por ejemplo, la autoridad superior (consejos sociales) no puede decidir sobre la organización del trabajo, que es decisión exclusiva de los consejos de empresa. En cambio, si existe una jerarquía, que es legítima porque son las necesidades las que deben ordenar la producción. Y esta jerarquía induce una forma de obligación, que podría reforzarse mediante la legislación, la financiación y el control democrático en cada uno de los niveles. Pero, por un lado, esta obligación sería democrática, en el sentido nuevamente de la participación directa, institucionalmente reconocida e igualitaria desde el punto de vista temporal de cada uno/a en estos tres consejos. Y, por otro lado, estas obligaciones democráticas funcionarían de acuerdo con la lógica no del Estado sino del trabajo, no como principios o prohibiciones (que quedarían reservadas al nivel de la legislación) sino como prescripciones emitidas por (y con) las y los beneficiarios y los colegas y deberían quedar sometidas a la prueba de la experiencia.

Para terminar, tomemos un ejemplo: el de la necesaria revolución ecológica y social en el sector de la construcción; la producción de edificios y obras públicas que constituyen, con demasiada frecuencia, uno de los sectores económicos más contaminantes y peligrosos en las economías capitalistas avanzadas. En este sentido, la legislación (decidida democráticamente fuera de las instituciones laborales) podría establecer los principios fundamentales del derecho a una vivienda digna para todos, al acceso efectivo a espacios verdes y espacios públicos de calidad próximos al domicilio, y la prohibición de componentes tóxicos así como la sustitución o reducción drástica de materiales (como el hormigón) cuya producción y uso sean contaminantes y extractivistas. Esto constituiría el marco para la actividad democrática de los consejos sociales a diversas escalas), de los consejos económicos y de los consejos económicos del sector de la construcción.

Los consejos sociales nacionales (o internacionales) podrían establecer las grandes orientaciones cuantitativas y decidir, por ejemplo, la cantidad de metros cuadrados necesarios (y eventualmente gratuitos) para viviendas, espacios verdes y espacios públicos de proximidad para cada habitante. Los consejos territoriales (departamentos, regiones, etc.) podrían decidir sobre la planificación del desarrollo (planificación en tiempo y espacio de la distribución de edificios de viviendas, espacios públicos y verdes, oficinas y establecimientos de trabajo, etc.) en sus territorios, así como la creación de empresas y de puestos de trabajo para llevar a cabo esta programación. Finalmente, los consejos municipales y locales decidirían las medidas necesarias para llevar a cabo esos objetivos generales en cada ciudad o barrio, así como los lugares y modalidades de la creación de espacios verdes y públicos o la conversión ecológica de los edificios. También podrían organizar la alerta y la prescripción a las empresas del sector sobre la descontaminación de los suelos, o asegurarse que se garantice el derecho a una vivienda digna que cumpla con los estándares ecológicos para cada habitante.

En los consejos económicos, la principal decisión sería reorganizar la cadena productiva para que opere al máximo posible en circuito corto y de manera descarbonizada: desde las transformaciones de la producción de materiales (en función de los recursos geológicos disponibles y renovables cercanos) hasta la construcción, incluido el transporte y el comercio de materiales y herramientas de trabajo. También es a este nivel que se podrían fijarse los precios y la organización general de la gestión de los residuos de las obras y la descontaminación de los suelos urbanos.

Finalmente, en los consejos económicos, empresa por empresa, los trabajadores podrían investigar, formarse, deliberar y decidir sobre los procedimientos de trabajo (en términos de salud y seguridad para evitar los accidentes), las condiciones de trabajo y la organización del trabajo (para establecer procedimientos seguros para el tratamiento de los desechos y descontaminar los suelos), así como la formación necesaria para mejorar la calidad ecológica de los edificios y los espacios verdes y públicos.

Estas son propuestas generales, destinadas principalmente a provocar debates e indagaciones sobre nuestro argumento principal: nunca se llevará a cabo una planificación ecológica si se basa principalmente en la capacidad de burócratas, electos o funcionarios que se suponen expertos en la revolución ecológica y social, sino que sólo se podrá decidir e implementar en base al conocimiento de los habitantes y de los trabajadores y trabajadoras. Para que esto sea posible es necesario que los habitantes sean, en el ejercicio de su poder democrático, reconocidos como trabajadores/as, y no solo como militantes benévolos. Si a la derecha del Green New Deal el principal problema es el de la legitimidad democrática del experto, también hay un problema en la izquierda con la sobreestimación de los poderes del militantismo. Por eso me parece que esta propuesta debe ser descentralizada, poniendo el trabajo concreto y su democratización en el centro del debate estratégico orientado a una revolución ecológica y social.

Notas

[i] Ver Thomas Coutrot (2020): “Mon activité est-elle essentielle ?”, La Vie des Idées, 15 mai.

[ii] Jean-Marie Harribey (2020): Le trou noir du capitalisme. Pour ne pas y être aspiré, réhabiliter le travail, instituer les communs et socialiser la monnaie, Paris, Le Bord de l’eau, p. 223-224.

[iii] En France, ver por ejemplo Aurore Lalucq (2019): Lettre aux gilets jaunes. Pour un New Deal Vert, Paris, Les Petits Matins.

[iv] Sobre el militarismo medioambiental, ver especialmente Razmig Keucheyan (2014): La nature est un champ de bataille. Essai d’écologie politique, Paris, La Découverte.

[v] Ver Daniel Tanuro (2011): El imposible capitalismo verde, Los Libros de Viento Sur-La Oveja Roja.

[vi] Para una defensa de los fundamentos filosóficos de tal opción, ver Pierre Charbonnier (2020): Abondance et liberté. Une histoire environnementale des idées politiques, Paris, La Découverte.

[vii] Vincent Gay (2020): “Green New Deal: un nouveau pacte pour le capitalisme ou pour le peuple et le climat ?”, Lignes d’Attac, 20 de enero.

[viii] Ver los importantes trabajos de los marxistas ecológicos (Ian Angus, John Bellamy Foster, Paul Burkett, Andreas Malm, Jason Moore) y, además de su obra ya citada, el último ensayo eco-marxista de Daniel Tanuro (2020): Trop tard pour être pessimistes ! Écosocialisme ou effondrement, Paris, Textuel, [un artículo sobre el mismo tema, disponible en castellano “Demasiado tarde para ser pesimistas”] .

[ix] Ver Alexis Cukier (2018): Le travail démocratique, Paris, PUF y, más abajo, el apartado 3C.

[x] Ver por ejemplo la tercera parte, “Travail, expérimences démocratiques”, en ibid.

[xi] Ver por ejemplo Christophe Dejours (2009): Le travail vivant, tomos I y II, Paris, Payot.

[xii] Ver especialmente Alain Wisner (1995): Réflexions sur l’ergonomie, Toulouse, Octarès.

[xiii] Ver Alexis Cukier (dir) (2017): Travail vivant et théorie critique. Affects, pouvoir et critique du travail, Paris, Puf.

[xiv] Ver Slimi Celina, Marianne Cerf, Lorène Prost, Magali Prost (2019): “Le partage d’expériences , une ressource clé pour accompagner les transitions agro-écologiques des agriculteur.rices?”, Actes du 54e Congrès International de la Société Ergonomique de Langue Française.

[xv] Para una síntesis de la críticas del Green New Deal desde el punto de vista anticapitalista, véase Jasper Bernes (2019): “Between the Devil and the Green New Deal”, Commune magazine, 25 de abril. Estoy de acuerdo con sus argumentos pero en este artículo he privilegiado otro método, susceptible quizá de entrar en debate con un público amplio: una crítica “interna” que muestra que sus objetivos solo pueden ser cumplidos con la condición de poner en práctica una democracia económica, es decir un sistema alternativo al capitalismo.

[xvi] Alexandra Ocasio-Cortez et Ed Markey (2019): “Resolution recognizing the duty of the Federal Government to create a Green New Deal”, 7 de febrero.

[xvii] Ver Alexis Cukier (2018): Le travail démocratique, op. cit., p. 173-232.

[xviii] Ann Pettifor (2019): The Case for the Green New Deal, Londres, Verso; Naomi Klein (2019): On Fire : the (beginning) Case for the Green New Deal, New York, Simon and Schuster. Un extracto del libro en castellano en “Una oportunidad única en un siglo”.

[xix] Se refiere a un extracto del libro disponible en la web del editor Verso: Ann Pettifor, “ Principles of a Green New Deal Economy ”.

[xx] Pavlina Tcherneva (2018): “The Job Guarantee: Design, Jobs, and Implementation ”, Levy Economics Institute, Working Papers Series, n° 902. Ver también la obraPavlina Tcherneva (2020): The Case for a job guarantee, Cambridge, Polity Books.

[xxi] Ver los trabajos de Yves Clot, Christophe Dejours, Danièle Linhart, por citar solo a los más conocidos y por una investigación empírica sobre el sentido del trabajo, por ejemplo Fabienne Hanique (2004): Le sens du travail. Chronique de la modernisation au guichet, Toulouse, Erès.

[xxii] Ver por ejemplo Mathieu Hély et Pascale Moulévrier (2013): L’économie sociale et solidaire, de l’utopie aux pratiques, Paris, La Dispute y, más en general, Maud Simonet  (2018): Travail gratuit, : la nouvelle exploitation ?, Paris, Textuel.

[xxiii] Las propuestas de la autora se basan por otra parte en las de la Climate Justice Alliance. Ver especialmente en línea sobre su web los argumentos del “apoyo crítico” de esta coordinación de los movimientos sociales al Green New Deal de la izquierda del Partido Demócrata.

[xxiv] Ver Pascale Molinier (2020): Le travail du care. Nouvelle édition, Paris, La Dispute, 2020

[xxv] Ver Ted Benton, “Marxisme et limites naturelles: critique et reconstruction écologiques”, en Jean-Marie Harribey et Michael Löwy (dirs.), (2003): Capital contre nature, Paris, Puf, 2003.

[xxvi] Ver por ejemplo en la conclusión: “Contrariamente a las aproximaciones que obvian los costes engendrados por esta transición para los trabajadores, el New Deal Vert se propone íntegramente articular la reducción de la contaminación con las prioridades absolutas de los trabajadores más vulnerables y las comunidades más excluidas. Todo cambia al tener representantes en el Congreso que disponen de un conocimiento de primera mano de las luchas de la clase obrera por empleos pagados decentemente y por el acceso a un aire y un agua no tóxicos, con mujeres como Rashida Tlaib, quien ha contribuido al combate (coronado de éxito) contra las muy nocivas montañas de coke que Koch Industries almacena en Detroit” (p. 396).

[xxvii]  Cédric Durand et Razmig Keucheyan (2020): “L’heure de la planification écologique”, Le Monde diplomatique, Mai.

[xxviii]  Esta cuestión reenvía in fine a la interpretación del concepto marxista de lucha de clases y de su relación con el tema de democracia industrial. Ver el capítulo 7 de Le travail démocratique.

[xxix]  Razmig Keucheyan (2019): Les besoins artificiels. Comment sortir du consumérisme, Paris, La Découverte.

[xxx]  De ello habla Razmig Keucheyan al fin de su libro, de forma clara y eficaz: “Las organizaciones en las que se discuten en conjunto los intereses de los trabajadores y de los consumidores, de las asociaciones de productores-consumidores, colocarían en el centro de su actividad el tema de las necesidades, que hace el vínculo entre producción y consumo: ¿qué producir para satisfacer qué necesidades? Dicho de otra forma: ¿qué es lo que es una necesidad legitima, en oposición a una necesidad que no lo es?” (p. 168).

[xxxi]  Uno de los numerosos méritos del libro de Razmig Keucheyan es el de considerar, al final de su libro, experiencias concretas en apoyo de sus propuestas. Así, se tratan especialmente del “poder de los consejos obreros (que) resulta de su anclaje en la esfera productiva (consejos de fábrica) y la vida cotidiana (consejos de barrio)” (p. 192). En Le travail démocratique (op. cit.), he intentado igualmente de partir de este tipo de ejemplos y de otras experiencias consejistas o comunalistas, para llegar a propuestas políticas diferentes. Sería necesario pues también proseguir el debate sobre la interpretación histórico-política de estas experiencias concretamente revolucionarias y de sus lecciones para una perspectiva de revolución ecológica y social hoy.

[xxxii] Michael Löwy (2020): “Planification et transition écologique et sociale ”, Les Possibles, n° 23, 2020 [disponible en castellano: “Planificación y transición ecológica y social”]. Este artículo se inscribe en un dossier sobre la “Planificación para la transición ecológica y social en el que se encuentran numerosos otros artículos y argumentos interesantes en relación con nuestro tema y que no se pueden discutir aquí por falta de espacio.

[xxxiii] Para una discusión más detallada, ver Alexis Cukier, Le travail démocratique, op. cit., p. 143-148.

[xxxiv] Ver por ejemplo: “Asimismo es importante subrayar que la planificación no está en contradicción con la autogestión de los trabajadores en sus unidades producción. Mientras que la decisión de transformar, por ejemplo, una fábrica de coches en unidad de producción de autobuses o de tranvías correspondería al conjunto de la sociedad, la organización y el funcionamiento internos de la fábrica serían gestionadas democráticamente por los trabajadores mismos”.

[xxxv] El trabajo es pues “vivo” porque es vital en un doble sentido: vital para producir las condiciones concretas de existencia del ser humano, vital para producirse a si mismo en el interior de un colectivo social y cultural” (Jean-Marie Harribey, 2020: Le trou noir du capitalisme, op. cit., p. 168).

[xxxvi] Ver por ejemplo Christophe Dejours, Le travail vivant, op. cit. et Alexis Cukier (bajo la dirección de), Travail vivant et théorie critique, op. cit.

[xxxvii] “Así se dibuja otro elemento de la rehabilitación del trabajo: el de su sentido, de sus finalidades. El cambio del modo de producción supone que se dé prioridad a la calidad del valor de uso de los productos, que no se puede separar de la calidad del trabajo que se pide a los productores. Es una doble calidad de la que no puede dejar el cuidado de su fijación a quienes poseen el capital. Desde entonces, la rehabilitación del trabajo plantea la cuestión de la propiedad. Bajo el régimen de la propiedad privada es imposible; bajo el de la propiedad pública es igualmente inaccesible. La verdadera propiedad social sigue pues pendiente de inventar para todo lo que corresponde a lo que los humanos deciden poner en común” (p. 190).

[xxxviii] Thomas Coutrot (2018): Libérer le travail. Pourquoi la gauche s’en moque et pourquoi cela devrait changer, Paris, Seuil.

[xxxix] Le travail démocratique, p. 232 sq.

Alexis Cukier es filósofo, autor de Le travail démocratique (2018): Puf, París, militante de Attac y en la CGT Ferc Sup; co-animador de los Ateliers Travail et Démocratie.

Texto original en francés: https://france.attac.org/nos-publications/les-possibles/numero-24-ete-2020/dossier-la-transformation-du-systeme-productif/article/democratiser-le-travail-dans-un-processus-de-revolution-ecologique-et-sociale

Traducción: viento sur

Fuente: https://vientosur.info/revolucion-ecologica-y-social/