La pandemia está dibujando un nuevo escenario de auge del poder corporativo, pero también de las resistencias que se tejen para blindarlo. La crisis aumentada por la COVID-19 ha puesto en evidencia que es más necesario que nunca construir nuevas realidades sociales y económicas desde lo local y, para ello, la defensa de la soberanía alimentaria se torna imprescindible.
Con el objetivo de reflexionar en torno al papel de esta agenda en el nuevo escenario, nos reunimos con Janaina Strozake, campesina, profesora e integrante del Movimiento de los y las trabajadoras rurales sin Tierra de Brasil (MST).
Durante la pandemia se ha visto la necesidad de fomentar el consumo local. ¿Cómo se enmarca el debate de la soberanía alimentaria en el actual contexto de pandemia?
Diría que varias de las cosas que ya se conocían, ahora emergen al sentido común. Una de ellas es que vivir hacinadas en las ciudades es insostenible. ¿Qué dignidad tenemos cuando no tenemos espacio para vivir, jugar con los niños y niñas, o desarrollar nuestro cuerpo? Al contrario, se ha visto que los entornos rurales en épocas de aislamiento social están mejor preparados. Ahí surge el debate de la gestión del espacio público y privado: ¿qué espacios necesitamos para bien vivir? Y, ¿quién tiene el poder sobre estos espacios?
Esto se enmarca también en nuestro antiguo debate de la reforma agraria popular integral, pensada desde nuestra soberanía sobre los territorios, sobre la tierra y la democracia en el acceso a dichos territorios. Además, desde la soberanía alimentaria planteamos el debate en torno a quién produce, qué se produce, y quién decide qué va a ser producido.
Por otra parte, ante un desabastecimiento de las metrópolis, se ha visto la importancia de los huertos urbanos, un ámbito que desde el MST empezamos a desarrollar con movimientos sociales urbanos cómo el de “los sin techo”. Con el fin de hacer llegar alimento a la clase trabajadora, a la vez que se reorienten espacios para producir alimentos en las periferias.
Hemos conseguido también vender alimentos a precio de coste, además de organizarnos junto a otros movimientos como la iglesia o “los sin techo” para preparar y entregar comida en tuppers. Todo con trabajo voluntario y donaciones que son resultado del tejido social organizado y politizado que tenemos el MST y nuestras alianzas.
La COVID-19 ha puesto en cuestión el actual modelo de producción agroindustrial. A su vez, se observa también como el sistema se apropia de discursos como el de la producción local o la agroecología, en lo que se conoce como greenwashing. ¿Cómo se pueden fomentar espacios de acercamiento a la agroecología exentos de esta reapropiación?
Debemos estar muy atentas para que nuestras banderas no sean agarradas por el capitalismo y metidas en su rueda de constante generación y acumulación de beneficios. Como marxista, creo que es la materia la que determina la conciencia y no al revés. Pensar en un nuevo modo de vida requiere creatividad e imaginación, y para ello tenemos que salir del reino de la necesidad, de vivir para trabajar. Tenemos que suplir colectivamente esas necesidades básicas para ir construyendo un nuevo mundo en el que nos alimentemos también culturalmente mediante la literatura, el debate, la reflexión, al mismo tiempo que ideamos cómo va a ser nuestro mundo. Necesitamos socializar y popularizar el conocimiento acumulado en la humanidad.
Por ejemplo, el discurso antiespecista y del veganismo, cuando de ello se apropia el sistema capitalista, acaba atravesado por la perspectiva burguesa. Tenemos que pensar en el debate de la soberanía alimentaria más allá del alimento, desde las dimensiones que lo atraviesan: la clase, el neocolonialismo, el género, la raza, la etnia, la edad, etc. Esto es lo que le falta a los debates cuando no superan la perspectiva burguesa.
Partiendo del contexto actual ¿qué similitudes y diferencias se dan en el debate de la soberanía alimentaria en Europa y Brasil?
Brasil, y en general Latinoamérica, han estado muy marcadas tanto por el hambre y los conflictos generados por el neoliberalismo, como por la fuerza de los movimientos sociales.
Entonces, para cuando llega la pandemia, llevamos ya muchos años luchando por la práctica de la agroecología, la soberanía alimentaria, la participación de las mujeres, etc. Tenemos un tejido social organizado y politizado. Con el apoyo, también, de una iglesia comprometida todavía con la gente pobre y sobre todo con la clase trabajadora, dispuesta a hacer el trabajo donde sea necesario. La presencia de esta iglesia comprometida, supone la mayor diferencia respecto a Europa y el Estado español. Aquí tenemos bancos de alimentos que evidencian esta diferencia, porque impulsan un modelo en el que yo voy, me alimento, vuelvo a casa y sigo con una vida individualizada.
Desde nuestros movimientos buscamos construir un colectivo que contribuya a generar un espacio de permanencia. Por ejemplo, uno de los desafíos que hemos abrazado en los últimos años en el MST es crear círculos de lectores y lectoras. Con la pandemia hemos añadido un libro a las cestas de alimentos, porque hay que pensar en cómo alimentar el cuerpo, pero también son necesarios alimentos de elevación del espíritu.
Habitualmente se piensa en la alimentación y en la educación desde la productividad. ¿Cómo se acoge socialmente la acumulación de conocimiento como bien colectivo?
Por lo general bastante bien. En el MST
siempre hemos tenido presente el desafío de establecer un diálogo con la
sociedad ante las constantes campañas de criminalización que hemos sufrido
históricamente de la mano de algunas iglesias pentecostales y los grandes
medios de comunicación. Todas ellas nos tildan de bandidos, alborotadores,
anti-desarrollo…. Por ello, siempre ha sido necesario el diálogo, porque un
movimiento social solo existe y sigue existiendo tanto por la solidaridad de la
gente de alrededor como por la solidaridad internacionalista.
En este punto, el haber garantizado el alimento a personas y colectivos que de
otro modo no lo tendrían ha contribuido a seguir legitimando un movimiento que
lucha por la transformación de esa sociedad. Porque el objetivo no es solamente
que la gente acuda al MST y se una a lucha: la meta es que la gente se
politice, se vea como clase trabajadora y, así, conseguir destaparnos los ojos
de la ilusión de poder ser parte de la burguesía algún día.
En una sociedad de consumo tan aferrada al individualismo como la europea ¿cómo construir alternativas que transiten a otro modelo de sociedad?
Europa tiene elementos muy interesantes en los que es importante incidir. Por una parte, sus pueblos son especialmente solidarios a escala global. Ya hemos visto como en los años 70, 80 y 90 muchas personas lucharon y murieron en Centroamérica. Yo creo que cuando alguien llega a ese punto es porque tiene el corazón y las manos abiertas hacia los pueblos.
Por otra parte está el tema de la integración de la diversidad, cómo ante una gran diversidad de idiomas la gente acaba comunicándose. A mí me impresiona mucho la cantidad de poliglotas que me encuentro por aquí porque es totalmente diferente a Brasil. En Brasil han empezado a conocer otro idioma los y las jóvenes que crecieron con gobiernos más progresistas y empezaron a tener la oportunidad de aprender. Otra cosa maravillosa que veo son estructuras mentales que se crean con los idiomas locales como es el caso del asturiano, el catalán, el euskera, etc. Ahí el colonialismo ha hecho mella porque no sabemos guaraní, o el tupi que casi desaparece.
Lo que creo que Europa tiene que ir superando es la contradicción de ser un pueblo solidario pero individualista. La vida hay que pensarla colectivamente desde la posición en la que el individuo aporta a la solución colectiva y esa solución colectiva aporta recíprocamente a cada individuo. La clave es pensarnos en unidad, pensarnos como clase trabajadora, pensarnos como feministas con perspectiva de clase, pensarnos desde lo anticolonial. Construir unidad desde nuestros puntos convergentes y discutir fraternalmente como desligarnos de nuestros privilegios, como construir el derecho. No es un proceso fácil y requiere de imaginación y creatividad, descanso, ocio. Requiere en definitiva un replanteamiento de nuestra vida y de la organización de la sociedad.
Aterrizando en la situación política brasileña, ¿qué problemas y oportunidades se presentan? ¿Qué papel puede jugar el internacionalismo?
El avance de la extrema derecha es un fenómeno muy presente. Los grupos neonazis se han multiplicado, especialmente en el sur, donde hay un pequeño movimiento independentista que, bajo la idea de su origen más europeo, quiere independizarse del nordeste pobre, negro e indígena.
De manera complementaria, se ha vivido un aumento de la violencia, multiplicándose los asesinatos y las amenazas. Se ha facilitado el acceso a armas, a fusiles de largo alcance y gran poder de destrucción, que antes eran de uso exclusivo del ejército, pero ahora pueden ser compradas por civiles. Se han vendido así más de 6.000 fusiles. Si antes cada persona tenía derecho a tener un arma en casa y comprar una munición de 50 balas al año, ahora ese límite ha subido a 650 balas. Brasil está siguiendo la senda de los EEUU, y las consecuencias las estamos viendo en las masacres en escuelas, la cantidad de homicidios, la persecución y asesinato de personas por su identidad, orientación sexual o vestimenta, etc.
Y, al mismo tiempo, el Gobierno de Bolsonaro, de extrema derecha, está dando signos que muestran que es un gobierno que ya no sirve ni para los propios intereses capitalistas, las empresas se han dado cuenta de que esta gestión les viene mal. Aunque, por otra parte, Brasil está a la venta a precio de saldo y la promesa del gobierno para mantener a los capitalistas a su lado es esta: vamos a privatizar todo. Está abriendo las puertas al saqueo de recursos naturales, a la deforestación de la Amazonía, al acaparamiento de agua… Coca-Cola, por ejemplo, ha puesto los ojos en uno de los mayores acuíferos del mundo, el Acuífero Gguarani, porque, en la medida que se agotan las fuentes de acumulación de beneficio, el subsuelo brasileño se ha convertido en un paraíso para la explotación capitalista.
Sin embargo, es cierto que a nivel municipal se está frenando la extrema derecha y en las últimas elecciones aumentó la diversidad de los y las representantes políticos: hay dos representantes transexuales, y también están más presentes las mujeres y la población negra.
Teniendo en cuenta todo esto, a los movimientos sociales se nos han abierto algunas puertas. Trabajar remotamente nos ha facilitado la articulación nacional e internacional. Hemos madurado como organización y nuestros esfuerzos y energías impactan en lo concreto: el fomento de la lectura, la estructuración de organizaciones locales, la participación ciudadana y el trabajo con otras organizaciones. Por ejemplo, ha nacido un nuevo frente del MST: el colectivo LGTB, lo que demuestra que lograr entrelazar la visibilidad y la organización política está funcionando.
En este aspecto es fundamental pensar la lucha también desde la perspectiva internacionalista, porque no es posible conquistar luchas a nivel local, y en Europa lo estáis viendo. El empeoramiento de las condiciones de vida hace que se vea la pérdida del estado del bienestar, porque no se expandió a todo el mundo y se basó en la sobreexplotación de recursos. En definitiva, el internacionalismo es necesario porque nos lleva a la idea planteada anteriormente: atender a la vida básica de todo colectivo sin dejar la vida atrás.
Júlia Martí Comas es investigadora del Observatorio de Multinacionales en América Latina y forma parte de la Redacción de la web viento sur; Ane Llona Dehesa es estudiante del máster de Hegoa en la UPV-EHU.
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Fuente: https://vientosur.info/pensar-en-un-nuevo-modo-de-vida-requiere-creatividad-e-imaginacion/