¿No es extraño? Los mismos que se ríen de los adivinos se toman en serio a los economistas.
Comenzaremos con el ingenioso inventor Buckminster Fuller para dar una imagen de lo que queremos explicar. Este investigador decía: “Nunca se cambian las cosas luchando contra la realidad existente. Si quieres cambiar algo, construye un modelo nuevo que vuelva obsoleto el modelo actual”. En base a esta frase, la idea es comenzar a desbaratar algunos de los preceptos sobre los que se fundamenta la economía actual. Queremos comenzar a discutir una nueva economía, una economía para el siglo XXI.
Nadie duda que el modelo actual es obsoleto, pero de ahí a aceptarlo hay un trecho. Olvidar lo que nos han susurrado durante años: leyes, principios, preceptos y máximas económicas, no es un tema menor. Es verdad que esas ideas nos han conducido a perseguir falsos objetivos. Las imágenes tan perfectamente depositadas en nuestro cerebro permanecen como tatuajes, son los polizones de nuestro equipaje intelectual y saldrán a la luz como reflejo ante cualquier debate. Recordemos, por ejemplo, la afirmación, repetida hasta el cansancio, que el déficit fiscal es nocivo para cualquier país. ¿Alguien lo duda? Si la respuesta es no, deberíamos desconfiar.
Para desarrollar las ideas tomaremos algunas ideas del libro “La economía dona” de Kate Raworth, economista que intenta exponer múltiples maneras de pensar la economía del siglo XXI, olvidando las normas económicas preestablecidas y creando una mentalidad para esta centuria. No es posible pensar este siglo en términos económicos si los manuales de economía fueron escritos en 1950, con raíces teóricas que van a 1850, o más atrás.
Aunque no parezca, hay en el mundo una cantidad de universitarios y técnicos importantes que se reciben habiendo cursado o rendido economía. Y para su formación, ya sean chinos o chilenos, según detectó la autora mencionada, echan mano de los mismos manuales (en su versión original o traducidos) de Cambridge o Chicago, y con los mismos preceptos, aunque varíen los autores. Lo cierto es que, a lo largo del siglo XXI, políticos, empresarios, periodistas, líderes sociales van a repetir las mismas normas y leyes que en 1850, todas, por cierto, fracasadas.
Resultado más nocivo acompaña a los propios economistas. La economía constituye el lenguaje de las políticas públicas, de la austeridad, la desigualdad y la pobreza, y entre fines del siglo XX y principios del XXI ha sido la dueña de las disputas dominantes. Ya sea en consejos económicos de los países centrales o en la primera fila de los organismos internacionales, los economistas no son esquivos a asesorar al poder, ya sea para depositar sus ideas, o porque el establishment les paga para demostrar las bondades de la concentración del ingreso. Muchos hombres prácticos que se creen exentos de cualquier influencia económica, al decir de Keynes, “son generalmente esclavos de algún economista difunto”.
El primer problema al que nos enfrentamos es que ciertos elementos de la teoría económica ortodoxa han sido introducidos a lo largo de años de batalla cultural y han quedado tan arraigados en nuestra memoria que resulta muy laborioso modificarlos o sustituirlos. Quizás quien mejor lo expresó fue uno de los más brillantes y desconocidos economistas, Joseph Schumpeter, quien comprendió la dificultad de deshacerse de las ideas que se nos transmiten.
“En la práctica todos iniciamos nuestra propia investigación a partir del trabajo de nuestros predecesores, es decir, que casi nunca partimos de cero. Pero, supongamos que partiéramos de cero, ¿qué pasos tendríamos que dar? El trabajo analítico comienza con el material proporcionado por nuestra visión de las cosas, y dicha visión es ideológica casi por definición.”
La idea es que todo punto de vista nos da una interpretación del mundo o de nuestra realidad social, la que intentamos resolver. Para solucionarla, los científicos o estudiosos del tema elaboran ideas a partir de modelos adquiridos a través de la educación. Es decir, hay un análisis anterior que toma en cuenta un marco teórico establecido. No existe ninguna visión preanalítica correcta, ningún paradigma verdadero o marco perfecto con leyes para su aplicación, nacional o mundial. Repensar los preceptos económicos no nos va a permitir encontrar la economía correcta, sino una que sirva para el contexto que afrontamos y que sea adecuada a nuestros fines.
Esta idea está dirigida a anular y descreer de las leyes económicas existentes, pero quizás, en la misma medida, se encuentren las palabras. Pongamos un ejemplo: para los políticos una buena iniciativa sería un “alivio tributario”, una idea harto conocida para los conservadores americanos, adoptada por un sinnúmero de filibusteros del subdesarrollo.
Lo interesante resulta que la sociedad jamás se opone a un alivio de ese tipo. ¿Quién se enfrentaría a tan noble causa como un alivio tributario o a cualquier mitigación, desde la pobreza hasta enfermedad? Aunque la pregunta debería ser: este alivio tributario, ¿a quién consuela? Los impuestos, por lo general, son progresivos, se les cobran a los que más tienen, por lo que aliviaríamos a los ricos, aunque no sabemos de qué pesada carga podríamos paliar a tan nobles contribuyentes, porque en realidad nunca pagan.
Esta idea de anteponer el “alivio” al tributo la tendríamos que pensar ante la posibilidad fiscal de moda en los países centrales y organismos internacionales de grabar a la opulencia. La imposición tendría que ser tratada como una colaboración, una ayuda, una asistencia a los desbarrancados del mundo. O sea, habría que poner algo como “limosna tributario a la pobreza”, pero como limosna no encuadra en tributo, tendría que ser un “aporte” para dejar perfectamente clara la colaboración, la asistencia indulgente de los ricos a la pobreza. Hay que colaborar para combatir esta pobreza, esta desgracia caída del cielo, y siempre pedir disculpas, a tan noble colaboración, por única vez. Lo importante es que sea una aportación, colaboración, auxilio, cualquier palabra difícil de desterrar.
¿Cómo llegamos a este mundo donde 1 % de la población acumula el 82 % de la riqueza global o alguien que para ingresar al listado de millonarios de la revista Forbes necesita tener como piso 1.000 millones de dólares? Quien tuviera esta cifra y gastara al mes 50 000 dólares, tardaría 1.667 años en agotar su fortuna. Llegamos a este estado de cosas por el simple triunfo del neoliberalismo y la aplicación de sus políticas. Y por si faltara algo, por creer en sus leyes económicas.
Una de las primeras cosas que reconocimos fue que el libre mercado tenía ventajas sobre los servicios públicos. Lo público pasó a ser un negocio privado, en las privatizaciones le regalamos clientes cautivos, sin regulación, al sector privado. Este es uno de los debates actuales en Argentina, por ejemplo, sobre quién paga los aumentos de la energía: el Estado (los contribuyentes) con subsidios aumentando el déficit público desbalanceando de esta manera la ecuación ingresos – gastos = pago intereses de deuda, o que lo paguen las usuarias + aporte a los intereses de deuda vía impuestos al consumo. En síntesis, de una forma u otra, siempre los pagan los usuarios. Aquí hay varios preceptos y leyes de la antigua economía que debemos respetar. Que los mercados son más eficientes que los privados, que las tarifas publican no son políticas, que los que no reciben luz se la pidan a Dios y que achicar el gasto es más eficiente que cobrar impuestos. El alivio tributario.
“La teoría consisten en no restringir las capacidades y las libertades empresariales de los individuos, en un marco de derechos fuertes a la propiedad privada, los mercados libres y las libertades de comercio”. Pero el neoliberalismo es más que eso, es también “una tradición intelectual, un programa político, y un movimiento cultural. Es, pues, una transformación en la manera de ver al mundo y en la manera de entender la naturaleza humana (Fernando Escalante, Historia mínima del neoliberalismo).
Ninguna de estas leyes diseminó las bondades de sus promesas; de hecho, los resultados están a la vista. A esta dosis de estupidez le agregamos que en la actualidad la desigualdad es un atributo para impulsar el espíritu emprendedor. La cúspide del 1% de los multimillonarios del mundo está abierta para todos. O sea, el trabajo duro (si se encuentra), la actitud y los méritos son los caminos para la movilidad de clase. Pero si esto fuera cierto, como dice George Monbiot, “si la riqueza fuera el resultado inevitable del trabajo duro y el emprendimiento, todas las mujeres en África y en Latinoamérica serían millonarias”.
Lo que nos lleva a repensar las leyes y las ideas. La austeridad no ha dado resultado desde su implementación, solo ha consolidado que los pobres sean más pobres y lo ricos más opulentos. El análisis de las proyecciones fiscales del FMI muestra que se esperan recortes presupuestarios en 154 países este año, y hasta en 159 países en 2022. Esto significa que 6.600 millones de personas, o el 85 % de la población mundial, vivirá en condiciones de austeridad el próximo año, tendencia que probablemente continuará hasta 2025.
Durante más de setenta años la economía ha tenido una especie de fijación por el PIB, o producción nacional, como su principal indicador de progreso. Esa fijación se ha utilizado para justificar desigualdades extremas de renta y riqueza, junto con una destrucción sin parangón del medio ambiente. Para el siglo XXI se necesita un objetivo mucho más ambicioso: crear economías —desde el nivel local hasta el global— que ayuden a llevar a toda la humanidad a un espacio seguro, más justo y sustentable. En lugar de perseguir un PIB que sólo aspire a cercer, como los neoclasico creen, sino cual es el modelo de desarrollo mas equitativo. Es hora de descubrir cómo prosperar de forma equilibrada y no va a ser siguiendo las leyes anteriores.