El problema principal no es el número de yates que tenga Ortega o que pague menos impuestos de los que le corresponden o que en sus fábricas del tercer mundo se explote. El problema principal es que a millones de pobres desgraciados les parece muy bien
…Él trabaja con ganas
Que bien si el patrón lo supiese
Él sueña con ser jefe,
le pide a su mujer que rece…
Él que ha luchado siempre
Por que la producción saliese
Él de tanta riqueza,
piensa que algo le pertenece…
Él es un encargado
Encargado aunque no parece
Él sirve para jefe,
si el patrón lo reconociese…
Leo Maslíah, El encargado
El principal problema no es don Amancio ni la hija de don Amancio, doña Marta. El principal problema no es Pablo Isla, ni tampoco que el hijo de Pablo Isla, un joven escritor con talento, reivindicara en el tabloide de los venezolanos de Madrid, The Objective, la cultura del esfuerzo. No estamos en un momento histórico pre-revolucionario en el que los grandes problemas sean las estructuras de propiedad empresariales o la institución de la herencia. Vivimos en una época de tal reflujo y limitación de las aspiraciones de la izquierda que los grandes problemas son los salarios y las condiciones de trabajo, la calidad de los servicios públicos y la fiscalidad. El renegado Kautsky no daría hoy crédito. Ser ahora lo que en los años 70 se describía como “un socialdemocratilla de mierda” es estar en la extrema izquierda.
Por eso el principal problema de estos tiempos no es la existencia de ricos y sus formas de vida más o menos ejemplares sino, en todo caso, que los ricos paguen los impuestos que les corresponden y cumplan las legislaciones laborales.
La gran victoria de los ricos no es haberse hecho ricos, sino contar con un colchón ideológico compuesto por millares de ‘encargados’ que les aman irracionalmente
Como he sido vicepresidente he tenido la oportunidad de conversar con algunos ricos. Son muy celosos de su intimidad y no revelaré aquí nombres y apellidos, pero les aseguro que, en general, me parecieron gente muy amable y muy razonable. Casi todos eran leídos y cultos, algunos incluso habían estudiado El Capital de Marx y les encantaba demostrármelo. Todos eran absolutamente conscientes de la necesidad de un sistema fiscal redistributivo. Algunos banqueros que conocí lamentaban –me decían– de corazón los desahucios. De los ricos que conocí que arrastraban los grandes apellidos de sus padres y abuelos, casi todos me demostraron que su talento fue imprescindible para salvar las empresas de sus padres (y creo que, en cierta medida, tenían razón). De los que conocí que venían de familias modestas o de clase media, todos sin excepción tenían un talento sin par. Y todos, sin excepción, gastaban mucho dinero en “iniciativas sociales” a través de fundaciones y otros proyectos. No creo que ninguno me hubiera votado nunca, pero algunos sí me dijeron que tenían hijos o hijas que tal vez sí.
¿Qué pretendo decir con esto? Pues que la gran victoria de los ricos no es haberse hecho ricos ni vivir como ricos más o menos simpáticos, sino contar con un inmenso colchón ideológico compuesto por millares de “encargados” como el del cantautor uruguayo Leo Maslíah que les aman irracionalmente, que están dispuestos a lamer el suelo que pisan, dispuestos a humillarse y por supuesto dispuestos a despedazar con ferocidad a cualquier rojo peligroso que ose decir que eso de la meritocracia es un fraude. Ayer vimos a unos cuantos miles de estos en las redes sociales defendiendo a los Ortega.
Las redes sociales y también la propia sociedad están llenas de desgraciados –en sentido literal, que nadie se ofenda– que cobran el salario mínimo o menos, que usan a diario el transporte público, que si se ponen enfermos no podrán ir a la Ruber sino a su centro de salud o las urgencias de un hospital público, que no pueden estudiar sin beca, que no tenían ni un libro en su casa cuando eran pequeños (ni ahora) y que piensan que sus enemigos son los sindicatos, que odian pagar impuestos y a los que les molesta enormemente que yo tenga piscina en casa y gane pasta escribiendo cosas como esta.
Quizá la izquierda debería poner más energía en combatir la fuerza ideológica que sostiene la estructura social de desigualdad que en señalar
Siempre he pensado que es un error esa suficiencia moral de la izquierda que echa regañinas a la gente pobre que vota a la derecha. Al bueno de Julio Anguita le criticaban mucho eso. Sin embargo creo que la piedad y la lástima por ese patético ejército de encargados que sueñan con ser Amancio Ortega y que seguirán viajando en metro, ganando menos de 1.000 euros al mes y preocupándose porque España no se convierta en Venezuela, son buenos sentimientos cristianos. Lo absurdo sería desearles el mal que ya comparten con otros muchos que no piensan así. Bastante tienen ya con la frustración de no llegar a ser nunca lo que admiran.
Y ahora la reflexión política. Quizá la izquierda debería (deberíamos) poner más energía en combatir la fuerza ideológica que sostiene la estructura social de desigualdad que en señalar la propia estructura de la desigualdad (sin ganar la batalla en el terreno cultural, no se puede ganar ninguna otra). El problema principal no es el número de yates que tenga Amancio Ortega o que pague menos impuestos de los que le corresponden o que en sus fábricas del tercer mundo se explote. El problema principal es que a millones de pobres desgraciados les parece muy bien.
Pablo iglesias es doctor por la Complutense, universidad por la que se licenció en Derecho y Ciencias Políticas. En 2013 recibió el premio de periodismo La Lupa. Fue secretario general de Podemos y vicepresidente segundo del Gobierno.