La recuperación económica pospandemia se está viendo lastrada, entre otros problemas, por una inesperada escasez de mano de obra. Gobiernos y empresas se sorprenden por la falta de personal en diversos sectores y se muestran dispuestos, aunque no siempre, a subir sus salarios. La gran paradoja es que, en un entorno de predicción de desempleo tecnológico, el nuevo factor escaso es humano: faltan mujeres y hombres camioneros, sanitarios, trabajadores de logística, también de hostelería y restauración, y faltan en China, Estados Unidos, Reino Unido, Alemania, Holanda, y también en España.
Persiste la pérdida de empleos —la Organización Internacional del Trabajo (OIT) estima que un 4,3% del total del empleo mundial prepandemia aún no se ha recuperado— al tiempo que escasea la mano de obra en actividades claves para el funcionamiento de la economía global y local. El eslabón más frágil está en los últimos kilómetros de la cadena logística, que pueden ser tanto los mil kilómetros que recorre un camión cargado de chips para el automóvil, como las enfermeras que nos aplican la ansiada vacuna, los repartidores o las camareras que nos sirven un café. Millones de personas en ocupaciones y tareas que los estudios y predicciones sobre el futuro del empleo consideran en alto riesgo de sustitución por la introducción de sistemas digitalizados.
Entre esos estudios, el de Frey y Osborne (2017) estimaba que la segunda ocupación con mayor peligro de desplazamiento por la automatización, era la de conductores; por cierto, la más frecuente entre la mano de obra masculina en Estados Unidos y también en España. El riesgo de sustitución de tareas era de un 89% para conductores de autobuses, 79% para los de camión y 69% para conductores y servicios de entrega, en un entorno de vehículos autónomos y drones de reparto a domicilio. Por delante en riesgo de automatización estaban los camareros (94%), supuestamente sustituibles por robots de preparación de bebidas; para la preparación y servicio de comidas el riesgo es algo menor (87%) pero todavía muy alto, y para limpiadoras domésticas, un 69%.
Los actuales problemas de falta de mano de obra indican que estas lúgubres estimaciones sobre la sustitución del trabajo humano tienden con frecuencia a sobrevalorar el ritmo de difusión de las tecnologías y la generalización de los cambios por ellas impulsados, y a minusvalorar, por el contrario, la necesaria contribución de la mano de obra al funcionamiento eficaz de la producción de bienes y servicios. Sin embargo, el riesgo de automatización —sea real o exagerado— coloca ya una etiqueta de desechables sobre aquellas ocupaciones cuyas tareas podrían ser desplazadas, lo que se traduce en su pérdida de consideración social y valor económico. En España (INE, 2019) el salario medio bruto anual es de 24.395 euros; para los conductores se queda en 20.661; para los trabajadores de salud y cuidado de las personas, en 16.815; y los de restauración y comercio, 16.142. Empleos que no resultan atractivos para la población joven con niveles educativos medios o altos, y parece que tampoco para los mayores e, incluso, para los menos cualificados. En Estados Unidos se denomina Gran Dimisión al abandono de puestos de trabajo por parte de jóvenes, y no tan jóvenes, que no han vuelto a sus empleos anteriores a la pandemia porque consideran que no merecen la pena debido a los bajos salarios, largas jornadas, duras condiciones laborales e ínfimo reconocimiento. Paradójicamente, mientras ellas y ellos se retraen de estos empleos por su falta de valoración, otro grupo de profesionales, mucho mejor considerados y remunerados (algunos en el propio sector tecnológico), están desertando también para explorar nuevos horizontes pues sienten que sus trabajos no aportan suficiente valor a su vida personal y a la sociedad.
Y es que, mientras algunas tecnologías están mostrando una evidente utilidad para el progreso humano, otras —pese a que su valor bursátil sube aceleradamente— quién sabe si están alimentando una nueva burbuja. Por ejemplo, la fabricación en masa de vehículos de conducción autónoma no parece inmediata y su uso generalizado requiere de cambios legales importantes. Por otra parte, si los costes laborales son comparativamente bajos, o si los trabajadores realizan las tareas mejor que los dispositivos autónomos, probablemente no asistiremos a un proceso generalizado de adopción de estas tecnologías.
En la larga carrera por el dominio de la escena productiva, como advierten Acemoglu y Restrepo (2019), las innovaciones relacionadas con la inteligencia artificial se están aplicando con un sesgo de automatización extrema, en lugar de buscar la complementariedad con el trabajo humano, que permitiría la creación de nuevas tareas en las que el trabajo sea utilizado productivamente. Esto explicaría la caída de los salarios y su participación decreciente en la renta nacional en las últimas décadas, así como el crecimiento desmesurado de las desigualdades de renta entre personas con y sin educación universitaria y la polarización salarial extrema. Si las oleadas tecnológicas anteriores sustituían tareas manuales y rutinarias, pero creaban nuevas tareas y puestos de mayor cualificación y salarios, hoy la suma de inteligencia artificial, machine learning y big data —gobernada mayoritariamente por un pequeño grupo de tecnólogos y financieros, con escasa participación femenina y bajo el mantra de un discurso único— permite desplazar muchas más tareas de apoyo administrativo y de asistencia técnica. Grandes volúmenes de población con cualificación y experiencia tienen enormes dificultades para encontrar empleo y la gran incógnita es si está en riesgo de desaparición la clase media.
Los trabajadores han respondido históricamente a los cambios tecnológicos y organizativos con más educación y formación para asegurar la complementariedad de sus cualificaciones con las innovaciones y evitar así el desplazamiento. Frente al espejismo de la eliminación del factor humano de la escena productiva, que confunde la gestión eficaz con aquella que minimiza los salarios y las cotizaciones laborales, es necesaria una visión más humanista y pragmática a la vez. Si bien es cierto que los robots no necesitan descansar, tomar vacaciones, comer o ir al baño, no podemos olvidar que las personas son mucho más flexibles que los robots y tienen más sentido común, aunque tengan la “mala costumbre” de necesitar salarios y pensiones dignas para sostener sus vidas.
En esta crisis de gobernanza tecnológica y económica están en juego dos modelos opuestos de revolución digital. En uno, las personas nos encontramos, impotentes y reactivas, a merced de unas transformaciones vertiginosas e inexorables que, salvo unos pocos, no entendemos y en las que no participamos. En el otro, se vislumbra la apuesta de poner —real y no retóricamente— a las personas en el centro, tanto en su papel de beneficiarias de la innovación tecnológica como de protagonistas, con mucho que aportar en torno al propósito, ritmos y actores de esta gran revolución. El presente y futuro de nuestra economía, mercado de trabajo y democracia no se juegan, por tanto, en la falsa dicotomía del sí o no a la transformación digital, sino en la respuesta que demos a las cruciales preguntas de quiénes, para quiénes y cómo se liderará. La crisis actual es, en dicha medida, un ruidoso aviso para navegantes.
Cecilia Castaño es Catedrática de Economía Aplicada de la Universidad Complutense de Madrid y Vicepresidenta de Economistas Frente a la Crisis.
María Ángeles Sallé es Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Valencia, consultora internacional y vocal de la Junta Directiva de Economistas Frente a la Crisis.
Fuente: https://economistasfrentealacrisis.com/personas-valiosas-para-empleos-devaluados/