En cuanto Román Abramóvich (último blanco de las sanciones de Gran Bretaña contra los oligarcas rusos) anunció que ponía en venta el Chelsea Football Club, se desató el frenesí de los medios. Una importante figura del atletismo, magnates de la City londinense y hasta un respetado columnista del Times, cada uno de ellos en representación de diferentes multimillonarios estadounidenses, se lanzaron sobre Londres en una carrera por comprar el club de fútbol. Entretanto, numerosas propiedades londinenses pertenecientes a oligarcas rusos entraron en un proceso de liquidación que llevaba mucho tiempo pendiente. ¿Por qué se ha tardado tanto tiempo?
Dicho sea sin rodeos: por los fundamentos jurídicos de Occidente.
Cierto es que los líderes occidentales alentaron ese flujo. David Cameron, entonces primer ministro británico, apeló en 2011 a un público moscovita a que invirtiera en Gran Bretaña. Sin embargo, no fue difícil convencer a los oligarcas de que inundaran Londres con su dinero. La legislación de los países occidentales impide a los gobiernos y al público no sólo perturbar la riqueza almacenada en sus jurisdicciones, sino saber incluso dónde está y cuánta es. ¿Por qué, si no, se registrarían innumerables empresas en el estado norteamericano de Delaware, utilizando direcciones de apartados de correos que garantizan el anonimato de sus propietarios?