A un gran corazón ninguna ingratitud lo encierra, ninguna indiferencia lo cansa. León Tolstoi
El viento del deseo asola al espino, pero después en el lugar del matorral nace una rosa sobre la cruz del tiempo. James Joyce en su novela Ulises (p. 466)
A cierta edad, un poco por amor propio, otro poco por picardía, las cosas que más deseamos son las que fingimos no desear. Marcel Proust
Tras Una mujer en llamas, el II Ciclo del Cine-Club Al Filo del Tiempo sobre Directoras de ayer, hoy y siempre, emitido desde la bóveda interdisciplinaria de La Fábrica de Sueños, continúa con Lost In Translation (2003), literalmente Perdido en la traducción, filme retitulado Perdidos en Tokio, de la cineasta Sofia Coppola. La historia de Bob Harris, 53 años, actor de comerciales para un sello de whisky, y una joven de 25 con apenas 18, para el momento del filme, Charlotte, recién licenciada, pero en la crisis de los 20. Ambos personajes se mueven entre el desfase horario, o Jet Lag, el tedio, el extravío existencial, el narcisismo (por vía de la cineasta) y dos grandes corazones. El narcisismo, intenta justificarlo con su parecido frente a la mujer protagonista, Scarlett Johansson, cosa que si bien no es censurable sí da para la reflexión, máxime en tanto Coppola afirma que le gusta su comportamiento: es discreta, no extrovertida ni hiperactiva y hay una parte suya en dicho personaje femenino. (1)
En el mismo texto de Anne Thompson, Coppola dice que el filme trata sobre malentendidos y lugares; que las cosas se desconecten y reconecten; que hay muchos momentos en la vida en que las personas prefieren omitir a expresar, “cuando simplemente se extrañan, esperando encontrarse en un pasillo”. (2) Y en entrevista con Wendy Mitchell, la cineasta señala que quiso hacer una historia de amor sin que fuera ‘Nerd’: palabra anglosajona para designar al estereotipo de alto IQ; algo así, como nada para intelectuales, solo para personas sensibles. Por otro lado, el filme fue hecho bajo el molde/método Jarmusch, por el cineasta creador de Ghost Dog: The Way of Samurai. (3) En él, el cineasta otorga las licencias de los derechos de distribución en diversas zonas de distintos países, individualmente: ello implica improvisar suficientes ventas anticipadas en el exterior, para hacer el filme al margen del control de un único distribuidor nacional de EE.UU. o de cualquier otro país, y así obtener mayor beneficio.
Coppola tenía una idea de lo que quería hacer y no contar con un jefe; sabía que es difícil obtener el corte final, pero era más importante para ella tener la libertad de hacer el filme como quería. Se avergüenza por su parecido con el de la actriz gringa, de ascendencia danesa, Scarlett Johansson, y con su personaje Charlotte: “Es narcisista, me relaciono con ella. […] Tiene poco más de 20 años y sufre una crisis nerviosa, como la niña Franny en Franny y Zooey”.Alude a la novela de Jerome D. Salinger, en dos relatos: el primero, cuenta la historia de Franny Glass, quien hace un pregrado en arte, es probable que en el Wellesley College, y que está desencantada por el egoísmo (recuérdese que para John, el fotógrafo y esposo de Charlotte, ella le resulta ‘arrogante’) y la inautenticidad a su alrededor; el segundo, lo encarna su hermano mayor cinco años, Zooey, actor, en este caso sí, suerte de Nerd, superdotado, con un recio carácter, puesto que a los 12 años ya usaba el mismo lenguaje que Mary Baker Eddy.
Aquí se refiere a la escritora gringa fundadora de la iglesia cristiana (c. 1866). Lo bello de la obra de Salinger es que los dos relatos se unen al final cuando Franny entra en una depresión que consume a su madre y Zooey decide ayudar a la madre y a la hija y hermana. Con respecto a la historia de Lost In Translation, Coppola observa que es la culminación de distintas etapas de su vida en ese personaje, Charlotte. Por su parte, Scarlett Johansson expresa: “Puedes ver que el filme es muy personal. Sophia se desangra a través del personaje: su irónico sentido del humor; esa sensación de estar perdida y desilusionada y buscando averiguar qué dirección quieres tomar en tu vida”. (4) No obstante, si se mira el aspecto musical y el fílmico en su filme puede detectarse que la obra no es tan personal como pretende Coppola: grupos como My Bloody Valentine, Roxy Music, Air, y filmes como Deseando amar, El show debe seguir, L’Avventura, acusan un fuerte influjo sobre su trabajo en lo que toca a la herencia temática…
Del filme de Wong Kar-wai, v. gr., tener la sensación de que algo está a punto de suceder; del de Bob Fosse, la manera como él refleja su vida en el filme, sin caer en el error de revelar una idea por completo romántica de sí mismo; del de Antonioni, que no es un filme aburrido, pese a no tener mucho argumento: la joven Anna desaparece y su amante Sandro emprende la búsqueda junto a Claudia, su mejor amiga, todo caracterizado por un ritmo desigual que hace énfasis en la composición visual, los estados de ánimo y el carácter sobre el desarrollo narrativo tradicional. En Perdidos en Tokio van cayendo de a poco varios de esos elementos, actitudes y temáticas citados, como se vio/verá. Bob Harris, entre el sueño y el éxtasis, viaja en taxi mientras observa la variopinta muestra de neón de Tokio. De pronto, se ve a sí mismo en un anuncio gigante que promociona una marca de whisky y se frota los ojos como quien no lo cree o intenta salir del microsueño inconsciente o de la actividad onírica autoconsciente.
La Sra. Kawasaki, ¿guiño de humor gringo?, le da la bienvenida al Park Hyatt Hotel, de Tokio; hotel que, a propósito, siempre le encantó a Coppola misma y donde siempre quiso rodar un filme: “Me gusta la forma en que te encuentras con las mismas personas una y otra vez, la camaradería de los extranjeros”. Aunque más es la camaradería del auténtico viajero, no del simple turista. Lo que, al mismo tiempo, sin que se diga, habla de uno de los puntos nodales del filme: la soledad. A ello se suma el paradójico extravío entre extraños/extranjeros y el naufragio entre los diversos idiomas, en particular el japonés. “Genial, breve y acogedor: muy japonés”, dice Bob Harris a la señora que no es una moto, al despedirse hasta el día siguiente. Va al bar, lo saludan/reconocen por algún filme, pero él prefiere el anonimato, estar al margen de la fama, ¡qué buen gringo! Se acuesta. Son las 4 a. m. Algo pasa a la vez: la joven Charlotte duerme junto a su esposo, el fotógrafo John, en el mismo hotel ya citado.
Bob se baña con una ducha ideal para japoneses: o para burlarse, por pequeños; como en el ascensor, en el que su figura sobresale frente a los demás ‘japonesitos’. De ahí que a la crítica nipona el filme le pareciera sesgado y ‘terrible’ en la forma de ver a los nativos. Así, el crítico de TV Osugi: “La historia no es buena ni mala, es linda; sin embargo, la forma de retratar a los japoneses es terrible”. Por su parte, Kiku Day en The Guardian: “No existe escena alguna en el filme donde los japoneses tengan una sola pizca de dignidad, el espectador los ve como una burla divertida hacia esas personas pequeñas y amarillas”. Como cuando Bob va por un pasillo del hotel y ¡pum! tres ‘Cowboys’, con sombrero y todo, japoneses, aunque esta vez no sean tan pequeños como los viejitos del ascensor. Kiku añade: “Para la directora del filme el Japón bueno es solo budismo, monjes cantando, templos y arreglos florales; retrata a los japoneses actuales como personas ridículas que han perdido contacto con su propia cultura”.
Respecto a esa pérdida de la cultura, hay que decirle al músico/crítico que es así, si se compara, v. gr., con el cine de Kurosawa que busca conservar la tradición nipona y el de Kitano que muestra la proclividad japonesa a Occidente, además del hiperconsumismo, las ciudades llenas de mega edificios, pero sin espacio apenas para que la gente duerma, y el orbe de la violencia y la mafia, la Yakuza, tan voraz e implacable como la italiana. En paralelo al baño de Bob y su incomodidad por la ducha enana, suena un celular y “sí, ya voy” contesta el fotógrafo, mientras Charlotte muestra una cara que no propiamente irradia felicidad, más bien, aburrimiento. “Tengo que ir a trabajar”, le dice su esposo, ya que tal es la definición de capitalismo: trabajar, trabajar y trabajar, porque, pase lo que pase, eso es lo que debe hacer cualquiera para poder realizarse, sin importar la indignidad o alienación en que viva. Y Charlotte, nada más, voltea la cara en señal de resistencia, lo cual remite a otra incomodidad.
En otras palabras, los índices del filme van acercando, poco a poco, a los protagonistas: a Charlotte y a Bob Harris, el anunciante de la marca de whisky Suntory. Llamado así por la firma Suntory Limited, cervecería y destilería nipona, fundada en 1899, que hoy diversifica su oferta con bebidas sin alcohol y vinos y cuyas oficinas principales están en Dojimahana, Kita, Osaka. John sale. Charlotte se sienta al interior de la ventana. Bob bosteza en el ascensor quizás porque aún no han sido presentados. De pronto, se miran y sonríen. Al fin, alguien de talla parecida a los japonesitos que van con ellos: Charlotte, de apenas 1.63 mts. Mientras recibe las instrucciones del director del comercial, Bob, sentado, comienza a otorgarle sentido al título del filme: está perdido en la traducción a su lengua madre, Lost In Translation. El director quiere que se gire y vea a la cámara. A la derecha y con intensidad. Bob no entiende la diferencia entre todo lo que ha dicho el japonés y lo poco que le comunica su asistenta…
“Haz de tu relax un momento Suntory”, dice Bob, pero el japonés lo interpela, a través de la traductora, por si puede hacerlo más despacio. Como quien diferencia entre el tiempo natural oriental (antes del capitalismo, claro) y el cronológico/frankliniano (por Benjamin, quien acuñó ‘El tiempo es oro’), esto es, el del capitalismo. Más intensidad, le reitera ella. Bob, buena persona, asiente. A su vez, el gritón director le reitera: ‘Momento Suntory’. Por su tono destemplado, el gesto de Bob da a entender que no entiende lo que pasa: como si no le satisficiera el resultado. Charlotte observa un mapa con las estaciones del metro de Tokio. Va a un templo budista (recuérdese, no solo eso es Japón), regresa al hotel y contesta el celular. Habla con John sobre la ida al templo, que probó el Ikebana y esas cosas para el pelo. Al fin, le dice a John que ella no sabe con quién se casó. Su crisis nerviosa apenas inicia: la soledad de la gran urbe, el extravío entre extraños/extranjeros da sus primeros visos de alerta.
También, algo que pese a la diferencia de edades la emparenta con Bob: la vulnerabilidad. Lo que los lleva a una relación romántica, exenta de sexualidad. El de ellos será uno de esos encuentros casuales que entraña una cita prevista y que tanto le hubiera gustado a Buñuel, quien en Mi último suspiro (Memorias), (5) redactado por el guionista Jean-Claude Carrière, dicho sea de paso el de sus últimos siete filmes de la etapa francesa, se ratifica en el valor de la amistad y, por contraste, en el desmedro de la relación basada en lo sexual o, al decir del propio Buñuel, en el desenfreno: “Hasta los 75 años no he detestado la vejez. Incluso encontraba en ella una cierta satisfacción, una calma nueva y apreciaba como una liberación la desaparición del deseo sexual […]. No ambiciono nada, ni una casa a orillas del mar, ni un Rolls-Royce ni sobre todo objetos de arte. Me digo, renegando de los gritos de mi juventud: ¡Abajo el amor desenfrenado! ¡Viva la amistad! En esta, consiste la relación Bob-Charlotte.
El problema temporal del sueño en Bob, como el nerviosismo de Charlotte, obedecen al Jet Lag o desfase/descompensación que afecta a quien viaja y pasa rápido por diversos husos horarios. Que corresponden a cada una de las franjas geográficas virtuales que van de norte a sur, limitadas por meridianos al igual espaciados en que se divide un planeta, aquí la Tierra, y en los que suele regir una misma hora oficial. En breve, el Jet Lag resulta de la alteración del reloj biológico humano. Coppola lo sabe puesto que conoce Tokio muy bien ya que solía ir una vez al año por su empresa de diseño de ropa Milkfed: “El Jet Lag te hace contemplar la vida de otra manera. Estás muy lejos de todas las distracciones de tu vida normal”. Lo que sin duda, pasado por el cedazo del arte, del guion, afecta a Bob y Charlotte en el contexto del filme, llevándolos, primero, a la cercanía, al romance amoroso, incluso senti/pensante pues lo que no se efectúa, v. gr. lo sexual, no impide el completo goce/disfrute de la existencia…
Y, segundo, tras haberse conocido, y celebrado ese encuentro, pasan a separarse, para retornar a sus vidas habituales o, si se prefiere, a sus rutinas particulares. Entretanto, son víctimas, ambos, a su modo, de la alienación cultural: la que distraen con su encierro en un hotel de la capital japonesa. Según Sofia Coppola, la dinámica del filme se inspira en los personajes de El gran sueño (1946) o El sueño eterno o Al borde del abismo, de Howard Hawks, encarnados por Humphrey Bogart y Lauren Bacall: el detective Philip Marlowe y la joven Vivian Sternwood, en una trama enrevesada hasta hoy no disuelta del todo: el asesinato de Arthur Geiger, dueño de una librería. Al escuchar al grupo Sausalito, como la ciudad de CA, las miradas/sonrisas de Bob y Charlotte se reencuentran, esta vez decididos a no dilatar más la trama: un tanto forzada, por las escasas 70 páginas iniciales del guion, que obligaron a ampliarlo hasta lograr las 200 que equivalen a los 90 minutos de un largometraje promedio.
El filme tiene 101 minutos de duración final. Para ello se buscó la participación de la Pathé, distribuidora francesa, la precompra del territorio por el distribuidor teatral Tohokushinsa y la decisión del productor Ross Katz de asegurar que el filme acabaría por lo menos a los 90 minutos. Cuando Nelly, la amiga de John, se presenta con el alias de Evelyn Waugh parece ignorar al citado: se trata del novelista inglés cuyas obras reflejan la aristocracia y alta sociedad británicas, entre sátira, humor negro e ironía, como en Un puñado de polvo, Decadencia y caída, Retorno a Brideshead, esta, una de las más recordadas. Quizás por ello, John, le dice a Charlotte: “No todo el mundo ha ido a Yale”. Solo que ella oculta muy bien el hecho de haber ido a Yale. “Es solo un seudónimo”, añade el ‘discreto’ odiador y por eso Charlotte no se explica por qué la defiende. Todo ayuda, como en cualquier guion de Hollywood, para que la ‘Providencia’ guíe las cosas hacia el destino común de Bob/Charlotte.
Ésta, la discreta escritora/fotógrafa ‘mediocre’, según confiesa; aquél, el no en vano Advertising Subject o sujeto de publicidad. ‘¿Te has preguntado el objetivo de tu vida?’, inquiere Bob. Los audífonos le permiten a Charlotte saber que hay un libro que le permitirá hallar el camino a su alma o su destino. Ya se sabe que toda alma tiene su senda y que por no ser nada clara hay que descubrirla: para ello, nada mejor que un libro, así sea de autoayuda, o sea, en concreto, de ninguna ayuda. Así, sonríe al enterarse de la teoría del plano interior, sobre cómo cada alma nace con la impronta de un patrón escogido por ella misma, incluso antes de llegar al mundo. Ahí para/muere la cosa. “La razón por la que prefiero Japón a otros países asiáticos, es porque me siento más cercana al budismo”, se oye en el pasillo del hotel, mientras Charlotte camina, y el aserto de la vocera recoge parte de las quejas contra el filme y contra Sofia Coppola, en tanto recurso al cliché sobre lo que es específicamente japonés…
“Creo profundamente en la reencarnación”, agrega la voz de quien aún no se ve: “Eso es en parte lo que me atrajo de ‘Midnight Velocity’. Porque, aunque Keanu [Reeves] muere, acaba reencarnándose. Por tanto, hay esperanza en la reencarnación”. O ‘metempsicosis’, o trasmigración de las almas, como la llama Joyce en el Ulises, novela de la que se conmemora el centenario de su publicación. (6) Quien habla es nada menos que Nelly, quien se citó con el alias Evelyn Waugh y que acaba de coprotagonizar, con Keanu Reeves, Velocidad a medianoche, el mismo que siempre le daba ideas en modo improvisación: “Ambos tenemos dos perros, vivimos en L. Á., tenemos mucho en común”. Además, a ambos les gusta la comida mexicana, yoga y karate. Charlotte camina en esta secuencia, y una más, por mucho rato, como quien alarga el tiempo del filme para poder justificar los USD$ 4 millones que ya en taquilla generaron más de USD$ 119 millones de recaudación, huelga decir, todo un éxito.
Charlotte vuelve a encontrarse con el Ikebana y los artistas que lo producen. Como también cae por la pendiente del Lost In Translation solo se le ocurre intercambiar sucesivos OK con la maestra japonesa que le muestra los arreglos florales que buscan reflejar la perfección. Del Ikebana a la ducha con audífonos y de ahí a la cama, para aburrirse con John, mientras llega la hora de volver a verse con Bob. La sincronización entre ambos no tarda en aparecer, por la vía, obvio, de la TV: entonces, al mismo tiempo, Bob ve un filme japonés y lo apaga cuando el samurai cae al piso. Quizás porque espera que no sea su caso, mucho menos su destino, como aquel que a Charlotte le traza el libro de autoayuda o de ninguna ayuda, sin ídem duda. Ya Charlotte acude al bar y se sienta al lado de Bob, pero no le hace caso al ‘para tu relax un momento Suntory’, sino que pide un vodka con tónica. Cuando le pregunta qué hace ahí, le dice que descansar de su mujer, olvidar el cumpleaños de su hijo y, obvio, ganar.
Ganar, sí, dos millones de dólares por promocionar un whisky, cuando podría estar actuando en otro lugar. Otra voz: un alienado por el trabajo. Así como lo es Charlotte con respecto a John y por la crisis de su edad, en el filme 25 años, aunque en la vida real tenga 18, “usando su voz ronca para poner a prueba el nivel de acidez en el aire”, como dice con ironía Elvis Mitchell en el NYT. “Mientras recorro / este malvado mundo / buscando luz en la oscuridad / de la enajenación / me pregunto: / ¿Se ha perdido toda esperanza? / ¿Solo queda dolor, odio y miseria? / Y cada vez que me siento así, / solo quiero saber una cosa. / ¿Qué tiene de gracioso la paz, el amor y la comprensión? (bis), canta Bob Harris, en su parca versión de la tonada de Nick Lowe (What’s So Funny ‘bout) Peace, Love and Understanding. (7) Luego Charlotte coquetea parapetada en la letra de otra melodía escrita por Chrissie Hynde y James Honeyman-Scott, Brass In Pocket, en la que habla de picar el ojo y usar piernas y brazos. (8)
“Te guiñaré el ojo, / voy a provocar que te enteres / voy a usar los brazos / voy a usar las piernas. / Lo haré a mi estilo / Voy a usar mi picardía / voy a usar mis dedos / voy a usar mi imaginación. / Porque te voy a hacer ver / que no hay nadie como yo. / Soy especial / muy especial / voy a llamar tu atención”. Charlotte presenta a Bob Harris: ‘Esta sí es difícil’, dice él, antes de pasar a hacer el oso musical, no del siglo, pero sí del filme: “Pude sentir en aquel instante / que no había manera de saberlo. / Hojas caídas en la noche. / ¿Quién sabe adónde las llevará el viento?” Luego, van al karaoke, regresan al hotel, es evidente la somnolencia mutua. Bob lleva en brazos a Charlotte a la cama. Luego, Bob lidia con Lydia por celular a las 4. Al día siguiente van al hospital. Charlotte y Bob están Lost In Translation con el japonés que los recibe. No obstante, Bob le asegura que no irán a otro hospital para que traten el pie a Charlotte. Esta le dice que va a estar con sus amigos en el bar Orange a las 10 p. m.
Le enviará un plano por fax para que pueda llegar. Luego del show de streap-tease vuelven al hotel y ven un filme por TV. Charlotte recuerda que la primera vez que lo vio fue con smoking y que le gusta ese disfraz; pero, él tiene mejor memoria: la primera vez que se vieron fue en el ascensor. Bob cree que los japoneses cambian la ‘r’ por la ‘l’ por amenizar puesto que ‘nosotros no les hacemos gracia’. Ya en serio, Charlotte le pide a Bob que no vuelvan jamás por allá, porque nunca sería tan maravilloso. ‘Como tú digas, tú mandas’, dice Bob para agradar. ‘Cuanto más sabes lo que eres y lo que quieres, menos te incomodan las cosas’, filosofa Bob como quien dice que mientras se tenga claro lo que hay por dentro, no hay que dejarse afectar por lo banal de afuera. Y lo hace luego de que Charlotte exprese que se siente estancada. El lío es que ella no sabe qué quiere ser: intentó escribir, pero odia lo que escribe; intentó con la fotografía, pero se considera mediocre, como las que solo hacen tomas de pies.
Bob cree que ya descubrirá su oficio, no le preocupa eso de ella. Así se sienta negada, la insta a seguir escribiendo. Sobre el matrimonio, Bob piensa que es algo muy complicado, como ya lo dijo Perogrullo. Antes, Lydia iba con él a los rodajes y se reían mucho. Ahora no se despega de los hijos y no lo necesita a él. Sus hijos lo extrañan, pero no mucho. Tener hijos complica demasiado todo, cree Bob. Al nacer el primero, ‘tu vida se va para nunca regresar’, dice. En suma, los hijos se convierten en los seres más encantadores que haya conocido uno en la vida. Charlotte, por su parte, creció en NY y luego vivió en L. Á. cuando se casó con John, pero siente que ‘aquello es muy distinto’: él cree que ella es arrogante. Mientras Bob le acaricia el pie, le dice que eso ‘no es incurable’, que puede remediarse. Viaje en tren, con el monte Fuji al fondo. Charlotte, con audífonos, baja del TGV. Colegialas, profusión de la Naturaleza, construcciones gigantes, una boda japonesa. Sobre piedras ella atraviesa un caño.
De su prolongada caminata, como otra ya referida, la acción va a Bob en el baño con su pasta de dientes marcada en inglés: lo cual, de pasada, alude de modo tácito, no explícito, a la occidentalización del Japón, así parezca que la crema es gringa, y pese a los defensores a ultranza de una supuesta tradición milenaria. Japón no es otra cosa que un país que sufrió el síndrome de Esto-es-el-colmo, es decir, se enamoró de su verdugo, igual que Alemania con el Plan Marshall, teórico ‘plan de ayuda’ para dejar al país hipotecado, pero antes colonizado a punta de ‘Chewing Gum y polaroids’, como dice Wenders en Al filo del tiempo. Filme por el que este Cine-Club lleva su nombre, a mucho honor y con toda lealtad. Y aquí el verdugo es EE.UU., país que le soltó las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, aparte del bombardeo a otras 70 ciudades japonesas, que solo en las dos primeras tuvo un saldo de 300 mil muertos y la afectación hasta hoy a causa de la radioactividad, como pasa con Chernóbil.
No de modo tan sutil, Bob sale del Park Hyatt eludiendo a los japonesitos recepcionistas y toma un taxi. El ruido que produce otro vehículo y sus pasajeros que gritan por un candidato político lo aturden. Pasa la congestionada vía, llama a la Sra. Kawasaki y le anuncia que podrá quedarse un poco más. La caricatura de showman, con pelo amarillo, no puede tener peor pinta de estereotipo a la usanza gringa. ¿Ahora la burla es al revés? No creo. En el taxi de regreso, Bob ve a Charlotte en una ‘polaroid’, cuya máquina estrenó Wenders en Alicia en las Ciudades (1973). Se baña, le confiesa a Lydia que se siente perdido, quiere estar mejor. Nada grave, solo es cuidar de sí mismo. Comer más sano, menos pasta: en otras palabras, no enajenarse. Va a probar con la comida japonesa, lo que llaman ‘Sushi’, así sea su-chi-charrón.’ ¿Por qué no te quedas y la comes todos los días?’, ironiza su mujer por celular. Entonces, él pregunta por los hijos. Lo echan de menos, pero se acostumbran a su ausencia.
Bob en sauna, y unos alemanes. Luego, se ve por TV con el peliamarillo en el hit del día. La reiteración en la monotonía, la rutina, es muy evidente. Lo que sumado al Jet Lag, resulta alienante en extremo, sin olvidar lo perdido que se siente y lo distante de sus hijos. La pelirroja se le sienta al lado en el bar… y Bob aparece en la cama solo, con ella andando por ahí, como si fuera una exhalación. Pero, no. Justo llega Charlotte y asoma su mirada acuciosa y el infalible radar del sexto/sexo sentido: “Veo que estás ocupado”, dice sonriendo, sin asomo de celos, pero sí con tristeza, como a quien se expulsó de un lugar incierto. Bob la ve irse, algo preocupado. Quizás el polvo tenía otra destinataria, solo que el superyó es más potente que el yo y lo que más se desea a veces se reprime: respeto más diferencia etaria mata erotismo entre él y Charlotte. A propósito, ésta, al comer juntos, le comenta que la cantante de Sausalito es más de su edad, pueden tener más cosas en común, como ‘la etapa de los 50’.
Quizás le gusten sus filmes de los años 70, cuando él aún era actor. Bob le pregunta si nadie le prestaba atención adonde fue. Mientras, obedeciendo a su idea de comida sana, aquí sí que tiene razón, así se trate de una bebida, cambia su C(a)ca-Cola por cerveza. Charlotte me disculpará. En el ínterin, el tedio, por intromisión ajena, entra en su vida: el viento del deseo asola al espino y la rosa demorará en nacer. Duerme sola, suena el celular, se reencuentran y hablan de la comida/desastre del día anterior. Bob parte al otro día. Charlotte lo extrañará. Una canción les trae su propia vivencia. Charlotte le pide no irse, quedarse con ella, formarán un grupo musical. Van al ascensor y tras un primer intento fallido, se dan un mordisqueado beso: otra vez, respeto mata pasión. Lo que no entraña que la pasión sea irrespetuosa de por sí. Bob la llama y, en suma, le dice que disfrute la chaqueta que le ha robado. Una admiradora suya se alegra de verlo. Se disculpa, pero tiene que irse ya. Charlotte le devuelve su chaqueta.
Bob pensaba que ya no la vería más. Se va, sus guardespaldas esperan. Harris, en el taxi, ve a Charlotte, se apea, la persigue, le dice algo al oído… por fin, se besan y, ahora sí, adiós. Simple beso que es tal vez el clímax del filme. Sin grandilocuencia, como deja verlo la sonrisa tímida de Charlotte, que compensa tanto destemple de un viaje atravesado por Jet Lag, desaliento, incertidumbre, cansancio, miedo al futuro, conocerse/separarse. Con la estructura del filme tras el deseo de Coppola por tener, a la manera de The Big Sleep, de Hawks, las distintas partes de una relación condensadas en unos pocos días. “Además de ser un romance atípico y una instantánea cultural [dudoso término aquí] de Tokio, Lost In Translation, es también una comedia para reír a carcajadas, gracias a la impecable actuación de Bill Murray”, dice Wendy Mitchell. (9) Quizás se sobrevalora a Bill Murray, cuando canta More Than This, de Roxy Music, interpretación mediocre, si es que no lamentable, como a su historia de amor.
Historia que si bien no es ‘Nerd’, tampoco es prodigio de conmoción ni sensualidad. Salvo, claro, por el PP del filme con el cuerpo de Charlotte, y otros planos. Mucho menos, cantera de carcajadas hasta el paroxismo: la recaudación que tuvo podría pagar la deuda emocional con el público. Historia en la que al final se siente muy poco pasó. No, según dice Coppola basada en Deseando amar, que ‘se tiene la sensación de estar a punto de que algo suceda’. Lost In Translation no es solo un asunto de desfase horario, sino de despiste fílmico: Coppola también se perdió en el esfuerzo por traducir al orbe de las imágenes, y escribió en sus 70 páginas, lo que pensaba: lo cual explica de inefable manera algo que tanto pretenden explicar las palabras o, en últimas, las abstracciones existencialistas de un guion estirado por la fuerza y a la brava con la desmedida mala potencia de la producción hollywoodense (monstruo ya extinguido y reemplazado por el ‘New Digital World’ Netflix) a través de la gringa Zoetrope.
Consuela, sí, el pecho por estallar de Bob tras decir al taxista: ‘¡Siga!’ La idea de descanso sacia al que cruzó un filme, que se debate entre Jet Lag, tedio y narcisismo, sin gritos, como los del que jamás logrará que Bill, no Bob, se apasione: su falta de expresividad es proverbial. Lo que no pasa, por fortuna, con Charlotte, no Scarlett, quien halla armonía entre la actriz y el personaje: pasión hasta en lo nimio, gestos que conmueven, dolor que traspasa ojos y fibras del que no cede a promesas de políticos/cineastas, no de artistas: están Lost In Translation en lo virtual que pasa por real, y al revés. Así, mientras il cuore de Bob se debate entre ricos contratos y giras sin fin, con Lydia lejos y la desidia de sus hijos cerca, el gran corazón de Charlotte tiene mayor juego: su gratitud lo hace libre, así como el cuidado del otro, cercano o extraño, lo alivia e impulsa a volar. No es gratis que le pida a Bob quedarse y montar un team de jazz, arte que no obedece a mezquindades y entraña una óptima libertad de expresión.
A Marthica, mi amor, por su gran corazón: el que posibilitó poder terminar la redacción de este trabajo. Y cuya dedicatoria amplío a mi adorado hijo Santiago y a ese grupo humano admirable que es el septeto del Cine-Club Al Filo del Tiempo, al que por fortuna María Margarita Obando solo parcialmente dejará.
Notas, enlaces y bibliografía:
(2) Íbidem.
(3) https://rebelion.org/lenguaje-y-poder/
(4) Íbidem, notas 1 y 2.
(5) BUÑUEL, Luis. Mi último suspiro. Plaza & Janés, Barcelona, 1983, 251 pp.: 247.
(6) JOYCE, James. Ulises. Fábula / Lumen / Tusquets, Barcelona, 1995, 791 pp.: 132.
(7) https://www.youtube.com/watch?v=Oy3LpV0THB0
(8) https://www.youtube.com/watch?v=JwlJuBMUr1Q
FICHA TÉCNICA: Título original: Lost In Translation. Español: Perdidos en Tokio. País: EE.UU. / Japón. Año: 2003. For.: 35 mm; color; 101 min. Gén.: Comedia dramática. Guion y Dir.: Sofia Coppola. Prod.: Ross Katz. Mús.: Kevin Shields / Air / Brian Reitzell / Roxy Music. Fot.: Lance Acord. Mon.: Sarah Flack. Vest.: Nancy Steiner. Int.: Charlotte (Scarlett Johansson); Bob Harris (Bill Murray); John, esposo de Charlotte (Giovanni Ribisi); Kelly (Anna Faris); Charlie Brown (Fumihiro Hayashi); Sra. Kawasaki (Akiko Takeshita). Prod.: Zoetrope / Tohokushinsa Film / Pathé. Dist.: Focus Features. Premios: Bafta (2003). WGA (2003). Independent Spirit (2003). Boston Society of Film Critics. Festival de Venecia (2004). Oscar a Mejor Guion Original (2004). Globos de Oro (2004). Premios Phoenix Film Critics Society. Premios César: Mejor Filme Extranjero. Estreno: Festival de Cine de Telluride (2003).
Luis Carlos Muñoz Sarmiento. (Bogotá, Colombia, 1957) Padre de Santiago & Valentina. Escritor, periodista, crítico literario, de cine, de jazz, catedrático, conferencista, corrector de estilo, traductor y, por encima de todo, lector. Colaborador de El Magazín Cultural de EE, desde 2012; columnista, 23/mar/2018. Su libro Ocho minutos y otros cuentos, Colección 50 libros de Cuento Colombiano Contemporáneo, fue lanzado en la XXX FILBO (Pijao, 2017). Mención de Honor por Martin Luther King: Todo cambio personal/interior hace progresar al mundo, en el XV Premio Int. de Ensayo Pensar a Contracorriente, La Habana, Cuba (2018). Siete ensayos sobre los imperialismos – Literatura y biopolítica, en coautoría con Luís E. Soares, fue publicado por la UFES, Vitória (Edufes, 2020). El libro El estatuto (contra)colonial de la Humanidad, producto del III Congreso Int. Literatura y Revolución, con su ensayo sobre Manuel Zapata Olivella y su novela Changó, el gran putas, fue lanzado por la UFES, el 20/feb/2021. Autor, traductor y coautor, con Luis E. Soares, en el portal Rebelión, EE y Las2Orillas. E-mail: [email protected]
Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.