La caída del salario real en las economías está llamando la atención.
Tras un primer momento, a principios de 2022, en el que la inflación mostraba su imparable ascenso, los enemigos del salario advertían sobre los riesgos de la segunda ronda inflacionaria por la vía de la espiral salario-precio. Año y medio después, comprobado que la temida espiral no hacía acto de presencia, algunos advierten de la pérdida de poder adquisitivo de la clase asalariada.
Durante el año pasado, en España, los salarios pactados en convenio crecieron un 2,9%, mientras que los precios ascendieron un 8,6%, así el poder adquisitivo de los salarios, lo que se conoce como real, se redujo un 5,7%. Hay que notar que hablamos de subidas salariales pactadas, no queramos saber de la marcha de los salarios en aquellas empresas donde no existen tales pactos. Esta pérdida del salario real es la mayor desde 2008.
Pero, este fenómeno no es exclusivo de España, aunque aquí se ha mostrado con mayor gravedad.
En datos interanuales respecto del tercer trimestre de 2022, un informe de la OCDE señalaba que mientras la pérdida de poder adquisitivo en la OCDE era del 3,3%, en España fue del 5,4%.
En cuanto a los toques de atención de los amigos de las ganancias, estos argumentaban el empobrecimiento de las personas asalariadas, en algunos casos dramático, pues como señalaba el informe de la OCDE el 12% de los asalariados españoles no ganaban lo suficiente como para salir de la pobreza, uno de los peores datos de la UE junto con Italia y Rumanía. Y proseguían, esta desigualdad económica supone un debilitamiento de la cohesión social. Cuestión que se acentúa si tenemos en cuenta el crecimiento de los beneficios de las empresas, de los que hay menos datos pues no se disponen de observatorios al efecto.
Entre tanto nos procuramos una ley estatal que garantice el mantenimiento del poder adquisitivo de los salarios, ley por cierto imperdonablemente olvidada, quizás sea bueno empezar recordando algunos de los planteamientos de la crítica de la economía política que nos ayuden a entender esta situación.
La persona asalariada, en cuanto productora y vendedora de su fuerza de trabajo, se esfuerza en vender su mercancía poniendo los cinco sentidos en ello. De hecho, libre como es, tanto por la ausencia de vínculos personales con su comprador como por la falta de medios de producción, la venta de su fuerza de trabajo es la única forma de participar del consumo social necesario para su vida y la de su familia.
Como cualquier mercancía, en condiciones normales se vende por su valor. El valor de la fuerza de trabajo está determinado por el valor de los medios de vida que tras su transformación por el trabajo doméstico permitirán la reproduciendo de la fuerza de trabajo, tanto de la desgastada tras su paso por el proceso de producción, como de la futura todavía en formación y la pasiva.
Pero aquí en el mercado laboral se encuentra que su comprador, el capitalista, tiene muchas fuerzas de trabajo entre las que escoger, pues no otra es la función del paro o ejército laboral de reserva. Así, de uno en uno, el capitalista es capaz de imponer la compraventa por debajo del valor de la fuerza de trabajo.
Otra cosa es que si se generaliza y se prolonga en el tiempo este comportamiento de los capitales individuales termine diezmando a la fuerza de trabajo de la sociedad hasta el punto de poner en peligro la reproducción del propio capital. Pero esto es algo que los capitalistas individuales no están en condiciones de solucionar. Por ello, el representante político del capital social, el Estado, ha de tomar cartas en el asunto y hacerse cargo de la gestión social de la reproducción de la fuerza de trabajo en sus diversas vertientes: sanidad, educación, seguros de desempleo, pensiones (y a lo mejor si el desastre ecológico no lo remedia, algún día la renta básica), etc.
Puesto que de uno en uno están en condiciones de inferioridad frente al capitalista, los asalariados aprenden pronto que sólo su unidad y organización en sindicatos puede garantizarles la venta de su fuerza de trabajo por su valor. Y no mucho más, porque no solo los capitalistas conservan el poder en las empresas (deciden qué, cuánto, dónde y cómo producir) sino que además también se unen para enfrentar al trabajador colectivo, por no repetir que el paro sigue ahí para recordar a los trabajadores individuales que son prescindibles.
Así la clase obrera tiene que hacer uso de las dos armas, producto de la solidaridad, que el capital le muestra: lucha a través de sindicatos para garantizarse el valor de la fuerza de trabajo al venderla de manera colectiva y lucha para hacer que el Etado ejecute las políticas que garanticen la reproducción normal, sin atrofias, de la fuerza de trabajo pasada, presente y futura, de la sociedad.
Cierto que entre lucha y lucha a veces reina la paz social. La lucha de clases, aunque latente, está. El conflicto de intereses entre los colectivos que actúan en la actividad económica (capitalistas y asalariados) está ahí y no se puede evitar. No es solo en la compraventa de la fuerza de trabajo donde unos la quieren barata y otros la quieren cara. También les enfrenta el uso de la fuerza de trabajo en el proceso de producción, donde los unos la quieren estrujar mientras los otros velan por su preservación.
Incluso las situaciones de calma son momentos de la nevitable lucha de clases, enraizada como está en el conflicto de intereses mencionado anteriormente. Bien porque se aprovechan de los réditos de luchas anteriores, bien porque solo están preparando el terreno para las futuras, la ilusión de una pacífica evolución social termina por desvanecerse. Sin embargo la lucha de clases no garantiza la victoria o el logro, es solo la forma necesaria en que transcurre el desarrollo social en las sociedades actuales por traer, de serie, en sus entrañas el conflicto, es decir la división de la sociedad en clases sociales.
Ante ello, la persona asalariada puede seguir poniendo los cinco sentidos en la venta de su fuerza de trabajo creyendo que ello garantiza que el capitalista se la va a comprar. El fetichismo de la fuerza de trabajo seguirá nublando su conciencia hasta que un día despierte y entienda que tras los cánticos de sirena del individualismo, el antisindicalismo y el antiestatalismo, tiene otra opción: sindícate, lucha y vota.
Pedro Andrés González Ruiz, licenciado en Economicas y sindicalista.
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