Los asesinos de la luna, es el título con el que se estrenó en los cines argentinos la película cuyo nombre original es Killers of the Flower Moon. Gran éxito de público en su país de origen y en nuestras tierras, el negocio del espectáculo no elude esta vez la crítica a la “civilización”.
A todas luces es un film fuera de lo común. Una especie de torrente de imágenes, desplegado durante algo más de tres horas y media. Comentaristas y críticos han señalado que tan vasta duración no impide el disfrute de esta producción cinematográfica y debemos coincidir.
La película evoca en cierto modo a algunas grandes creaciones de la época clásica del cine de Hollywood.
A quien escribe estas líneas le trajo recuerdos no de una obra en particular sino del conjunto de la producción de John Ford, aunque sin la amplia referencia en el paisaje de ese director. El entorno aparece aquí, más no con tanto protagonismo.
Otro campo de referencia es la pintura de los terribles abusos del capitalismo estadounidense en su época de más patente ascenso, avanzado el primer cuarto del siglo XX. La culminación de la conquista del “territorio indio”, parte sustantiva de su razón de ser, ya habitaba el terreno de los hechos consumados.
Esta obra de Martin Scorsese se sitúa en el escenario final de esa apropiación, con los originarios acorralados en reservas del estado de Oklahoma, privados ya de sus tierras de origen. Aquí la película recuerda a esos minoritarios pero recordables westerns proindios, a menudo descuidados por la crítica en exceso abarcativa del extendido racismo de la producción hollywoodense.
Esto último por la temática pero no por su tratamiento. Los indígenas depredados por propietarios blancos, bancos y ferrocarriles (en Los asesinos…se agrega como “coprotagonista la producción petrolera) no son para nada idealizados. El tono dulzón de, por ejemplo, Danza con lobos, está ausente en esta realización.
Se exhiben variadas miserias de los originarios, cierto que sin descuidar el papel de la “civilización” en su origen. A comenzar por la pretensión hipócrita de ejercer “tutela” sobre los nativos hasta el uso del alcohol como herramienta de sumisión.
A ello se añade el nada fútil detalle de que uno de los protagonistas viene de tomar parte en una masacre multiplicada por millones, la entonces “gran guerra”, hoy llamada primera guerra mundial. La estada prolongada en la escena del exterminio en vasta escala lo prepara de alguna manera para integrarse en una nueva masacre, de proporciones más limitadas pero perversidad similar.
Realidad histórica y ficción.
La historia narrada en el film es tan insólita como verdadera. Se refiere a un pueblo indígena, los osages que habían seguido itinerarios parecidos a otras poblaciones originarias de Estados Unidos de Norteamérica. Desplazados de otros estados, como Missouri y Kansas, se los relega a tierras estériles de Oklahoma, tramo final de la incorporación a la “civilización” y reclusión en reservas de los “indios”, condenados a la miseria por la pésima calidad de su asentamiento.
Lo inusitado ocurrió cuando, a principios del siglo XX, se descubrió petróleo en abundancia en las tierras misérrimas que les habían sido adjudicadas. El prolongado estado de pobreza se trocó de modo súbito en exuberantes fortunas, literalmente brotadas del subsuelo.
A no confundirse, la explotación del recurso estaba a cargo de rapaces compañías petroleras, si bien los osages recibían parte de las ganancias por su posesión de tierras que sólo eran trasmisibles por herencia.
Cabe el señalamiento de que las y los aborígenes representados en Los asesinos… distan mucho de los guerreros sioux, apaches o comanches que tanto poblaron las producciones de la cinematografía estadounidense. Son una comunidad que ha sido vencida en el terreno de las armas y ya ha sufrido más de un desplazamiento forzado, como antes escribimos.
De todos modos no se habían convertido, y eso se menciona en algún pssaje, en uno de esos grupos de indígenas “domesticados”, puestos al servicio de sus opresores y a veces hasta del exterminio de otras tribus.
Su inopinada prosperidad no los libró de controles sobre sus gastos por considerarlos “incompetentes” para administrar su dinero. Ni de los atropellos policiales, judiciales y hasta médicos. La violencia psicológica y física forma parte de su realidad cotidiana, representada de modo verosímil a lo largo de la película. El acendrado racismo se expresa tanto en imágenes como en palabras.
Ocasionales referencias a los feroces atropellos cometidos en lugares cercanos contra la población afro sujeta a los impulsos criminales del Ku-Klu-Klan hacen patente que la discriminación brutal, con su carga deshumanizante, no hacía acepción de etnias ni de roles jugados en la producción. Sin alusiones explícitas, la lógica de opresión de clase que acompaña al prejuicio racial se desprende clara del relato.
Si no se puede confundir a las y los osages con gallardos defensores de sus tierras, menos aún con una burguesía “normal”, por más que tengan sirvientes blancos y casas confortables y hasta lujosas.
Lo que no los exime de vivir en circunstancias que para el talante del despojo capitalista encarnan una suerte de “mundo al revés” al que hay que desmantelar a favor de las grandes ganancias y la acumulación de tierras “bendecidas” por el petróleo.
Esta obra de Scorsese aborda con sensibilidad y asimismo con crudeza las persecuciones a los indígenas, los valores de su cultura, el mestizaje como herramienta de dominación de los “civilizados”. Además de los falsos amigos de la cultura india, las enfermedades “importadas” que destruyen su salud y luego sus vidas, y hacen que en general no sobrepasen los cincuenta años.
El gran director y también guionista trabaja entre otros antagonismos, expresivos de la contraposición entre la sabiduría indígena y la prepotencia de la “civilización”. Y en ese campo tienen vasta gravitación las mujeres, candidatas a ser presa de blancos “enamorados” que se casan con ellas, ávidos de los bienes y las regalías que son producto de las inusitadas reservas petrolíferas sitas en las hasta ese momento improductivas tierras.
Las escenas en que la comunidad indígena tiene un lugar central, como en las asambleas y ceremonias propias de su acosada cultura son en general breves y conmovedoras, sean matrimonios, funerales o deliberaciones reflexivas,. Algo similar ocurre con los pasajes centrados en las mujeres azotadas por los maridos cínicos y despóticos, los padecimientos de salud y el asesinato liso y llano.
En relación con la cultura originaria hay tramos que hasta manifiestan vuelo poético y meditaciones acerca del sentido de la vida y la muerte. Lo que no altera el predominio de circunstancias de descarnado uso de la fuerza. Este último a veces manifiesto y en otras ocasiones se encubre con tácticas taimadas al servicio de la expoliación y el asesinato.
Los protagonistas.
Cabe un destaque especial para la protagonista femenina, Lily Gladstone, que encarna a una mujer de la nación osage consciente de la avidez de riquezas y la falta de escrúpulos de los varones blancos, pero enamorada de su marido de aspecto anglosajón y protestante, actuado por Leonardo Di Caprio,
Ella está cada vez más consciente de que el sujeto de su amor es un interesado que pretende sobre todo a su riqueza. Y que de manera progresiva se dispone incluso a destruirla. Sin embargo sigue presa de ese vínculo, asentado en el sometimiento y el racismo embozado.
Gladstone está favorecida en la interpretación hasta por su aspecto, una serena belleza de piel clara y facciones mestizas.
Respecto a los protagonistas masculinos, es difícil ocuparse de figuras tan consagradas.
Robert De Niro recuerda mucho con su actuación a sus reiterados papeles de mafioso. Si bien aquí se acentúa un fingimiento de bondad y hasta filantropía que puede engañar al espectador en sus primeras apariciones. Empresario ganadero muy rico, se jacta de no tener que ver con el negocio del petróleo y de profesar un profundo respeto y cariño hacia la cultura indígenas y sus portadores.
De Niro logra hacer creíble el cinismo sin límites del personaje, que no repara en trampas ni en crímenes para apoderarse del subsuelo plagado del “oro negro” al que se jacta de menopreciar.
En el rol del sobrino del “rey” (mote del ganadero), Leonado Di Caprio encarna con eficacia a un mediocre que sólo sobresale en el amor desenfrenado por el dinero, el juego, el consumo de alcohol y la afición desmedida al sexo.
En el fondo es un irresoluto que se presta a los tenebrosos manejos de su pariente y jefe. Por un tiempo luce “enamorado” de su esposa indígena. Lo que no quita que desde el principio la ambición y el deseo de expoliar sus riquezas guie sus acciones. Hasta que, con el correr del tiempo, llega hasta niveles homicidas.
Di Caprio también recuerda a los descarados “filibusteros” que interpretó en algunas de sus películas. Y cuando la trama lo requiere, inviste también el aura de bondad que supo exhibir en sus papeles más amables.
Al fin, llega el gobierno federal.
El desenlace se aproxima en medio del espiral de asesinatos cuya investigación local es insuficiente o nula y siempre cómplice. Las víctimas son muchos “indios” y en particular “indias” y también algunos blancos. Las prácticas genocidas terminaron por atraer la atención de Washington, luego de varios intentos fallidos para que pongan sus pies en el territorio.
Podría reprocharse al guión el giro hacia la intervención salvadora del entonces joven F.B.I. Inspirada por el propio Edgar Hoover, vitalicio jefe de esa oficina federal de investigaciones.
La actuación de los representantes de la autoridad nacional se produce en medio de un mar de corrupción y manejos delictivos que involucran desde los notables de la zona hasta lúmpenes y ladrones, respectivamente instigadores y ejecutores de la violencia extrema.
Los “federales” lucen casi impolutos en medio de la realidad más que oscura que los rodea. La única anomalía en la que aparecen implicados es privar del sueño y forzar a estar de pie durante días a los detenidos, en medio de abrumadores interrogatorios. Hacer tratos bajo cuerda con algunos arrestados para que delaten al resto parece una jugarreta inocente para la enormidad de lo que se indaga.
Valga la aclaración de que el reparo es sólo para el giro del guión. Las despiadadas imágenes de la “gesta” de los agentes tienen la misma expresividad y contundencia que las del resto de la obra.
Algo fundamental, los hechos reales respaldarían lo mostrado en la película. O al menos su reflejo en el libro entre literario e histórico que sirvió de base a la tarea de Scorsese, Killers of the Flower Moon: The Osage Murders and the Birth of the FBI de David Grann.
Lo que no evita que el rol benefactor que se atribuye tanto a las autoridades del FBI como a sus representantes en el terreno trae cierta resonancia de esos “institucionales” disimulados que han aparecido una y otra vez en el cine “americano”.
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Más allá de objeciones más bien menores, quien firma estas líneas cree que nos encontramos ante una de las realizaciones mayores del director ítalo-norteamericano. En la línea de lo mejor que produjo en las décadas de 1970 y 1980 la trinidad italiana y católica integrada asimismo por Francis Ford Coppola y Brian de Palma. Tiene el mérito adicional de abrevar en diversos períodos y géneros del cine estadounidense. David W. Griffih y Orson Welles, entre otros antecesores lejanos, son sujetos de “citas” a lo largo de Asesinos…
En la extendida y atenta visión que demanda esta obra se hacen compatibles el goce por la calidad cinematográfica con la indignación hacia los atropellos representados por medio de la misma. Y si bien localizada en el espacio y limitada en el tiempo, induce a la conciencia y la condena hacia las acciones de exterminio contra los nativos americanos, continuadas durante siglos. Y aun dolorosamente presentes en la actualidad.
A todo lo anterior se suma la posibilidad de apreciar que la considerada por muchos una democracia modelo albergó prácticas que no desmerecen frente a las de las sangrientas dictaduras a las que los personeros del imperialismo simulan detestar.
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