Es la tensión poética lo que en estas páginas disuelve la separación de los géneros, acercando la ficción al documento, la poesía a la reflexión
Estelibro articula una hipotética herejía, indispensable para respirar bajo el dogma hegemónico de nuestra supuesta inmanencia. Emilia Lanzas no deja de deletrear el perfil de algunos de nuestros ídolos. Pero los nombres propios se clavan en una cenefa, en la inquietud de fondo que recorre sus páginas. A pesar de la enumeración justa e indignada que recorre algún capítulo, diría que el desastre de este libro es aquel en que se ha convertido existir, no el espectáculo estadístico del espanto. Ni siquiera en Gaza.
Anatomía del desastre es una excelente caja de herramientas para los tiempos que corren. ¿Por qué su autora nos aconsejará atender a lo apenas entrevisto, alimentándose incluso de una orfebrería del lenguaje? Como la realidad es hostil, el alma y el arma de un escritor no es tanto la palabra –leemos- como la intriga, una conspiración que permita el acceso a otro modo de ser. Entremedias, experimentaremos un júbilo recóndito. Indispensable y a la vez peligrosa, tal emoción es semejante a una muerte en vida. Digamos, con «toda la rabia de una niña malquerida» bajo la indiferencia organizada de este orbe contable.
Vivimos bajo una represión inadvertida, una coacción por goteo que se dedica no tanto a prohibir como a desactivar, adelantándose a la percepción y las decisiones de los ciudadanos. Rodeados de aquelarres invertidos, no sólo las imposturas, también las pocas verdades que alcanzamos nos desangran. «Las calles están repletas de gente. Van y vienen afanosas, incluso parecen felices». ¿Habría entonces que aprender a infiltrarse, a empequeñecerse y colarse dentro de un resquicio, entre suspiros inaudibles? El consejo de Emilia Lanzas podría ser aprender a desaparecer en vivo, apurando la misión secreta de una vida para que esta no tenga ya ningún infierno exterior que temer.
Digo esto porque, nada más empezar, Anatomía del desastre apuesta por un pesimismo activo que se proponga impedir, a cualquier precio, el advenimiento de lo peor. Y quizá lo peor, en un orbe que mezcla los anuncios con las matanzas, es más la rutina conductista que el olor acre de la sangre derramada.
A lo largo de este libro la diagonal del instante esmerila algunos encuentros. También un hipotético escenario londinense para la amistad entre Cavafis y Cernuda, en medio de una nevada de pavesas. Contra nuestro perpetuo aplazamiento, forma laica de la absolución, Anatomía del desastre está guiado por las metáforas de una concentración del tiempo. Malditos caminos, escuchamos en el jadeo de una larga travesía. Aunque no sé si esta colección de historias cuenta tanto el hilo narrativo como unos fogonazos que buscan el juicio final a cada instante. Quizá lo de menos son los perfiles argumentales del guión. Ocurre más bien que este libro vale por lo que suena, no sólo por los significados que maneja. En uno de sus cuentos, «Sala 4», la abstracción de una huida imposible es la pulpa misma del personaje. Mientras las hipotéticas víctimas y verdugos se entremezclan, no se cuenta nada en concreto, sólo la zozobra de una carrera entre la niebla de una multitud amorfa que no nos deja. En un eterno invierno sin raíces, el prójimo que nos asalta es sólo una sombra que impide siquiera sentirse a solas.
El hongo se pega al cristal, deletreamos. Igual que el cáncer se une a las vidas, igual que el amor es a veces indistinguible de la lujuria. En un planeta incendiado de titulares, es en el fragmento anónimo donde alienta lo importante, logrando tiras de una conciencia que se iluminan a ráfagas. Anatomía del desastre parece querer alterar el instinto bárbaro de la especie atesorando sombras breves, minúsculas revelaciones apenas perceptibles. Emilia Lanzas hilvana la soledad de algunos presagios para avanzar brindando puertos, pequeñas ensenadas de reposo.
Nos debatimos mientras tanto en una tabla de los elementos, entre pecios de intensidad que recuerdan a Sylvia Plath, a Gómez Dávila o Ferlosio. Es la tensión poética lo que en estas páginas disuelve la separación de los géneros, acercando la ficción al documento, la poesía a la reflexión. Lanzas trabaja una fragilidad que es la condición de cierta bienaventuranza. Escribir, sentir o pensar, es buscar veredas, emprender un rodeo ascético sobre sí mismo. En pos de la fortaleza del tartamudeo, se trabaja en alcanzar la inteligencia desnuda del corazón.
Es frecuente en Anatomía del desastre la metáfora de la lava, de una inundación amarilla. Puede simbolizar el retorno de figuras de la impotencia. Pero también la posibilidad de combatir la esterilidad con el espanto, con un pavor invertido. Como siempre nos acosa el temor del fuego, urge un cuarto sombrío que permita descansar de tanta iluminación. Apremia incluso camuflarse, añorando «la tranquilidad que produce la idiotez». Desde ahí podremos reunir otra Arca de Noé para las especies, amando otra vez su reproducción.
«La mugre de la tarde, que acontece en mi cama, recrea un mundo posible». Tal vez el libro de Emilia Lanzas conspire a favor de una estirpe de desertores confabulados con los lirios. Al final, la figura ética de una resistencia, su venganza tibia, podría consistir solamente en una hoja verde claro, indócil y confiada. Esto es lo más difícil, lograr que la angustia se alíe por debajo con la serenidad y la dulzura del anhelo creador.
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