1- Los llamados a la descolonización
Los llamados a la descolonización se han multiplicado en las últimas dos décadas: descolonizar la sociedad y el estado y, más en particular, la mente, el lenguaje, las metodologías, el conocimiento, el género, la educación y la universidad, entre otras cuestiones. En unas pocas décadas, la crítica decolonial, como variante del anticolonialismo, ha irrumpido en diferentes áreas de reflexión e intervención (no exclusiva ni necesariamente de carácter académicos). Aunque semejantes llamados suelen ser remitidos a una simple moda intelectual, pasajera por definición, a mi entender, van mucho más allá de ella: dan cuenta de un malestar creciente que se manifiesta en nuestras sociedades multiculturales. La innegable presencia de la multiculturalidad en el continente europeo no es incompatible con la persistencia de rígidas jerarquías entre las diferentes culturas coexistentes y la permanencia de estructuras racistas y xenófobas que atraviesan transversalmente la sociedad. De forma simultánea, el riesgo de banalización de este discurso teórico y político parece la contrapartida ineludible de su apropiación dentro de diferentes movimientos sociales en los que las disputas por el liderazgo y las luchas de poder se han multiplicado en los últimos años.
En este contexto, no resulta sorprendente que también en el campo poético nacional sea pertinente un llamado a la descolonización que, por lo demás, no se confunde con la llamada «poesía decolonial», tan heterogénea y desigual como cualquier otra corriente estética. Aunque la propia categoría de «descolonización» es controversial, semejante llamado está ligado a una creciente demanda de participación de poetas de procedencia diversa en las diferentes instancias públicas en las que lo poético se configura como «campo» social específico. Aunque bien podrían invocarse ciertas excepciones al respecto, lo que realmente resulta sorprendente es que tras varias décadas de desplazamientos amplios de poetas de todos los continentes a España, el campo poético español persista en una dinámica hegemonizada no sólo por cierto centralismo literario sino también por una tendencia culturalmente nacionalista.
A pesar de cierto «etnicismo» latente en algunos discursos decoloniales -en el que el término rechazado es reivindicado en una inversión jerárquica- y de cierta tendencia a reducir las desigualdades sociales a jerarquías raciales y étnicas de larga duración -invisibilizadas en la relación centro-periferia-, la «colonialidad del poder» constituye a mi criterio una dimensión de análisis insoslayable al momento de interpretar nuestras sociedades. Conocer el «sistema-mundo», en este sentido, supone reflexionar no sólo en torno al eje del capitalismo y del patriarcado, sino también en torno a la modernidad y el colonialismo, estrechamente interrelacionados. Merece la pena detenerse en las palabras de Grosfoguel y Castro Gómez (2007: 13):
El concepto ‘decolonialidad’ (…) resulta útil para trascender la suposición de ciertos discursos académicos y políticos, según la cual, con el fin de las administraciones coloniales y la formación de los Estados-nación en la periferia, vivimos ahora en un mundo descolonizado y poscolonial. Nosotros partimos, en cambio, del supuesto de que la división internacional del trabajo entre centros y periferias, así como la jerarquización étnico-racial de las poblaciones, formada durante varios siglos de expansión colonial europea, no se transformó significativamente con el fin del colonialismo y la formación de los Estados-nación en la periferia. Asistimos, más bien, a una transición del colonialismo moderno a la colonialidad global, proceso que ciertamente ha transformado las formas de dominación desplegadas por la modernidad, pero no la estructura de las relaciones centro-periferia a escala mundial.
Aunque no es mi propósito indagar en las implicaciones teóricas y políticas profundas de una postura decolonial, resulta pertinente al menos especificar cinco notas de partida que permitan elucidar el sentido de un llamado a la descolonización del campo poético nacional que planteo aquí:
- La crítica decolonial no es una doctrina unitaria ni una teoría homogénea y unificada sino una orientación teórica y política que, en términos generales, cuestiona las grandes desigualdades entre centro y periferia del sistema mundial, con énfasis diferentes en torno a la “raza”, la “nacionalidad” o la “etnia”. Aunque como programa de investigación ha mostrado un grado de fecundidad significativo, afronta importantes desafíos tanto teóricos como prácticos, comenzando por el valor que le confiere a otras corrientes teóricas de las ciencias sociales -como por ejemplo el materialismo cultural, el poscolonialismo, el feminismo, la deconstrucción o el posestructuralismo-, irrenunciables al momento de pensar nuestro mundo contemporáneo. En un terreno práctico, uno de sus máximos retos tal vez consista en sumar sus herramientas críticas en diferentes luchas sociales sin convertirse en una simple máscara identitaria, eludiendo el dogmatismo de quienes se erigen en portadores exclusivos del discurso verdadero. Semejante crítica decolonial, pues, dista de ser una reivindicación de una práctica monológica que expulsa lo heterogéneo, incluyendo la práctica irreflexiva de cierto activismo que combate la propia diversidad interna de los movimientos sociales en los que participa.
- El decolonialismo no es un colonialismo invertido, el sueño imperial, más o menos secreto, de los colonizados, sino una crítica del reparto de poder que se produce a partir de determinadas jerarquías que se construyen entre los pueblos. En este punto, los factores identificados que inciden en ese reparto no necesariamente están elucidados ni mucho menos consensuados entre los autores que se reconocen en esta corriente teórica, tal como ocurre por ejemplo con la categoría de «clase» o de «género». La decolonialidad o bien se transforma en una política de construcción de vínculos simétricos entre comunidades diversas o bien deriva en una mera inversión (más imaginada que efectiva) de las jerarquías raciales y étnicas, difuminando toda política de igualdad efectiva.
- La crítica decolonial no es una queja privada sobre la posición determinada que las personas ocupamos según la procedencia nacional o nuestras pertenencias culturales y raciales, ni remite a nuestras desventuras individuales (aunque nuestras historias vitales puedan ejemplificar formas de marginación e incluso negación realmente existentes). Se trata por el contrario de un análisis crítico sobre las condiciones de acceso y participación de cada sujeto dentro de un campo social e institucional determinado. No constituye, pues, una impugnación general a la “blanquitud” o una enmienda a la totalidad europea o norteamericana, sino una evaluación situada de las posiciones de poder que ocupan las personas y grupos según coordenadas sociales entrelazadas como la nación, la etnia, la raza, el género o la clase social. La crítica al eurocentrismo no tiene porqué desembocar en un rechazo frontal a lo que en Europa cabe reivindicar aún desde una perspectiva emancipatoria.
- La crítica decolonial no puede ni debe excluir la crítica al capitalismo, al patriarcado e incluso al antropocentrismo –que también debe incluir la crítica a la destrucción irreversible de la naturaleza-. O bien articulamos esos ejes de cuestionamiento en un discurso teórico y político capaz de tener en cuenta la complejidad de nuestra realidad efectiva o bien convertimos el decolonialismo en un instrumento conceptual simplificador, incapaz de orientarnos en una práctica social transformadora. Así, el decolonialismo en sus versiones más relevantes no niega otras formas de jerarquía, desigualdad y opresión presentes en una sociedad determinada (y puede que en toda sociedad conocida). Al contrario: una crítica al presente exige incluir como eje de análisis el colonialismo sin perder de vista otros ejes analíticos. Reconstruir esos ejes no significa nada diferente a la elaboración colectiva de saberes que parten del reconocimiento de la complejidad, amplitud y heterogeneidad que supone el abordaje teórico de lo social.
- Finalmente, la crítica decolonial tampoco invalida determinada producción simbólica por su procedencia etnocultural (incluyendo la europea o norteamericana). Por la misma razón, un posicionamiento decolonial debe cuestionar cualquier imputación automática del valor de una creación literaria o poética a partir de una simple remisión del autor o la autora a un espacio geográfico específico. Del mismo modo que proceder del Sur Global no equivale a asumir una posición decolonial, proceder del Norte Global no supone una atribución inversa e invariante de colonialismo. Semejante esquematismo pasa factura en varios aspectos: i) dar por sentada la “identidad” de las personas, como si se tratara de una esencia originaria o de un atributo nacional (en vez de una construcción relacional inestable), reproduciendo una nueva clase de determinismo geográfico, y ii) terminar remitiendo la validez de un planteamiento a su autor/a, con independencia a su valor crítico, restableciendo el autoritarismo que dicha crítica pretendía abolir. Cuestionar los privilegios de un sujeto colectivo particular no requiere ninguna inversión; por el contrario, reclama una igualación de las condiciones de producción, participación y recepción de los grupos y personas en determinado campo de intervención, de forma similar a lo que reclama la crítica feminista. ¿Qué podría significar este cuestionamiento de ciertos privilegios sino una defensa concreta de un principio de igualdad, esto es, una demanda de atención e intercambio críticos que incluya la producción poética de autores diversos?
Para resumir, el «decolonialismo» puede contribuir a articular una crítica multifacética, aunque no esté exento de ciertos riesgos dogmáticos. Si bien la descolonización efectiva exige determinado horizonte totalizador, ese horizonte requiere articular herramientas conceptuales procedentes de diferentes tradiciones teóricas de orientación crítica. Omitir sin más esas otras herramientas conduce a un reduccionismo de nuevo cuño que pasa factura no sólo en el análisis teórico de nuestras sociedades sino en la creación de una práctica política de signo transformador, ligada a la articulación de nuestras resistencias dentro de un horizonte altermundista. La crítica al eurocentrismo, pues, debe ser contrapesada con la crítica a toda forma de etnocentrismo, incluyendo el que aflora de forma velada en los propios movimientos antirracistas.
2- Sobre los sujetos omitidos
En «El sujeto omitido: poéticas en diáspora en España», me propuse mostrar cierta desigualdad que afecta tanto a la producción como a la circulación y recepción de la poesía según la procedencia de sus autores. En ese contexto, desde una perspectiva anticolonial, la constatación de partida no fue otra que el borrado tendencial de la diversidad poética presente en el campo poético español. La investigación sobre los discursos poéticos migrantes en España derivó en interrogación de un canon literario hegemónico que ha invisibilizado, en grados diversos, la pluralidad cultural presente en España (no sólo por la presencia creciente de poetas extranjeros en el territorio, sino también por la diversidad lingüístico-cultural interna).
Desde luego, semejante dinámica no excluye la traducción y recepción de autores extranjeros consagrados. De hecho, la atención crítica a autores que cuentan con reconocimiento internacional no es en absoluto incompatible con la desatención (en grados diversos) de poetas extranjeros residentes en España. Se plantea, más bien, un doble vínculo con las herencias poéticas foráneas: mientras más se exalta la poesía de grandes autores extranjeros en el campo poético (o más específicamente, su autoridad producto de la consagración poética), más omite en su dinámica práctica la inclusión de poetas extranjeros en tanto participantes. La asimilación o el ostracismo suelen ser los dos polos entre los que se mueven estos sujetos omitidos.
Partiendo de la premisa general de que el campo poético nacional, incluyendo las industrias editoriales, tiende a reproducir las jerarquías de clase, etnia/raza y género del mundo social que lo sobredetermina, no resulta sorprendente que la posición de los discursos poéticos en diáspora sea marginal a la vez que segmentada. Dicho de otro modo: no todo discurso poético tiene la misma posibilidad de acceder tanto a publicaciones individuales como colectivas ni de recibir la misma atención crítica. Más allá del inventario de autores (toda nómina es incompleta por definición), lo decisivo es esta dinámica jerárquica y desigual que, por razones externas al juego, dificulta precisamente una relación crítica con diversos textos poéticos (entre otras cuestiones, porque a menudo quedan excluidos no sólo de la lectura sino también de la edición y la circulación). No resulta descabellado suponer, de esta manera, que las escrituras diaspóricas en España se mueven inseguras y desoídas en una medida difícil de determinar, aunque no de forma homogénea ni en todos los casos. También esas escrituras entran en una grilla jerárquica en la que lo menos atendido es lo más distante en términos culturales. A pesar de la explosión incontenible de poetas extranjeros residentes en España, su condición tendencialmente marginal -propia de una historia colonial-, muestra de forma manifiesta la persistencia de un canon literario hegemónico excluyente.
Semejante observación, por lo demás, se limita a dar cuenta de una diversidad poética de la que apenas tenemos noticias, sin pretender elucidar en este contexto el valor literario (heterogéneo) de esa producción poética firmada por autores extranjeros. En cualquier caso, resulta suficiente para argumentar sobre la necesidad de una gestión cultural que permita articular igualdad y diversidad en el campo poético español. Para decirlo de forma más directa: la xenofobia y el racismo, en plena expansión en el contexto europeo presente, también opera en la propia configuración del campo de forma más o menos implícita. Más aún: la inclusión horizontal de esas poéticas no ya en el canon estético hegemónico sino en el intercambio comunicacional entre grupos literarios, autores, lectores, críticos o editores sigue siendo un asunto de primer orden postergado.
La persistencia de un canon nacionalista y etnocéntrico, en suma, conduce al rechazo tácito de una pluralidad poética sin precedentes históricos a nivel nacional y por el privilegio –a menudo acrítico- del que gozan ciertos discursos poéticos nacionales tanto en las instancias de publicación y difusión como en las instancias de su recepción. Aunque la cuestión es más compleja que la exclusión simple del campo poético, el pluralismo estético suele brillar por su ausencia. La atención desigual que dichas escrituras reciben responde a regulaciones específicas de las industrias culturales y, en general, a unas tradiciones poéticas prevalecientes marcadas por el nacionalismo (e incluso provincianismo) cultural. Si bien en la última década se han planteado algunas iniciativas para comenzar a revocar estas grandes desigualdades que atraviesan el campo poético nacional, como es el caso de algunas antologías poéticas de mujeres o de autores insulares, hasta donde conozco, no hay ninguna iniciativa similar para reunir la producción poética de aquellos autores en diáspora que no gozan de los privilegios de la circulación.
En suma, tras varias décadas de migraciones masivas en España, las industrias culturales nacionales y locales no parecen haber acusado el impacto propiamente cultural de las transformaciones profundas que se han producido en la sociedad y, en particular, en el campo poético. Las escrituras fuera de catálogo no sólo evidencian cierto etnocentrismo persistente sino también una forma de discriminación que pone a distancia a los otros que, paradójicamente, cada vez más forman parte de este nosotros plural e inestable que habitamos.
Puesto que la creciente diversidad cultural no es un accidente más o menos coyuntural sino un rasgo estructural del campo poético presente, la necesidad de una política cultural abierta a esa diversidad resulta insoslayable. Elaborar modos de gestión participativos que atiendan a estas realidades plurales bien podría ser una de las prioridades de las políticas culturales públicas.
3- Por una democratización de la gestión cultural
De forma complementaria a la crítica feminista y anticapitalista al «canon» y, más en general, a la construcción de la «literatura nacional» como objeto homogéneo, lo que los planteamientos decoloniales permiten introducir en el análisis es una crítica al etnocentrismo subyacente en el campo poético nacional. Semejante crítica cuestiona de forma explícita la naturalización que se hace de los discursos poéticos que cuentan con “carta de ciudadanía”. No se trata, a mi entender, de señalar un simple desconocimiento de la pluralidad cultural presente, más o menos ineludible e inabarcable, sino de cuestionar los criterios de selección que operan, de forma tendencial, en la construcción de esta categoría. Aunque las operaciones selectivas resultan inevitables, ello no impide preguntarnos por esos criterios y su relación con lo que, de forma ambigua pero no menos significativa, se nombra bajo la categoría de «calidad literaria». En este punto, no deja de ser relevante preguntarse tanto por aquellos factores literarios como extraliterarios que determinan un «régimen de visibilidad» que no parece compatible en lo más mínimo con cierto sentido de lo que es (o podría ser) la justicia poética.
En este contexto, por más insuficiencias o matices que muestre semejante análisis decolonial, las implicaciones en el plano de la gestión cultural del campo poético resultan manifiestas, comenzando por el imperativo de dar un lugar efectivo a esos otros presentes en el campo poético nacional, tanto en la propia gestión de la diversidad como en los espacios que esa gestión hace posibles, como el acceso a la publicación y participación en festivales, jurados, congresos, revistas y otras instancias institucionales que configuran el campo poético. La apertura de espacios inclusivos, horizontales y dialógicos que permitan interactuar con los demás en igualdad de condiciones, por lo demás, anticipa un juego poético mucho más plural que bien puede contribuir a redefinir lo que entendemos por «calidad literaria» (desde perspectivas diferentes e incluso divergentes). Al fin de cuentas, ¿qué podría significar la «interculturalidad» si no implica una gestión participativa en la que sujetos diversos pueden interactuar de forma simétrica? ¿Y cómo podría construirse igualdad en la diversidad si no es mediante el acto de entrecruzamiento de discursos poéticos de signo diferente?
Una vez más, no se trata tanto de una reivindicación de un “margen” -siempre subsidiario a un centro- sino de desmontar la propia ilusión de un «centro» que permitiría excluir de forma legítima, por no pertinente, la masa de textos marcados por su procedencia extranjera o incluso por lo que hay de extranjero en diferentes escrituras poéticas. En vez de trazar una frontera antagónica entre poéticas migrantes y poéticas autóctonas, cualquier atisbo de democratización de la gestión cultural pasa por crear una zona de cruces en la que la experiencia del diálogo poético (entre perspectivas plurales) sea algo más que una declaración de intenciones.
En un contexto donde los llamados a la descolonización se multiplican, quizás lo más relevante de esos llamados sea la exigencia común de democratización efectiva de las instancias que configuran el campo y la inclusión igualitaria de sus participantes, cualquiera fuera su género, clase, etnia, raza, edad u orientación e identidad sexual. Si queremos que la escucha mutua sea algo más que -y sobre todo diferente a- un simple deseo, el camino de la «interculturalidad crítica» resulta ineludible. Semejante énfasis, sin embargo, no es impedimento para seguir luchando contra otras formas de desigualdad presentes en el campo. Al contrario: descolonizar el campo poético no puede ser nada diferente a la construcción de un vínculo simétrico con lo/as otro/as, un vínculo que pone en cuestión las fronteras rígidas de las literaturas nacionales y somete a crítica el etnocentrismo que de forma tendencial nos atraviesa.
En última instancia, lo que está en juego no es sólo ni principalmente la modalización del ámbito en el que nos movemos sino la construcción de otras formas de comunidad, inseparables a un horizonte emancipatorio capaz de imaginar e instituir otra sociedad. En este sentido, la descolonización del campo poético no es nada diferente a la apuesta por la construcción política de una relación justa con los otros y una ampliación radical de nuestras zonas de interés por una poesía desaparecida que, a pesar de todo, persiste en sus huellas discontinuas. Incluso quienes sostenemos que poetizar suele ser una práctica que se mueve en tierra de nadie, resistente a todo agrupamiento, no se me ocurre mejor defensa concreta de la poesía que hacer sitio a aquellos textos que se mueven de formas diversas, más allá de nuestras pertenencias específicas. Precisamente porque la mejor poesía es «extraterritorial» retacearle un espacio no significa nada diferente a seguir reproduciendo una dinámica del campo basada en el capillismo, el clientelismo y la endogamia antes que en la mentada “calidad poética” de las diferentes producciones poéticas.
Puesto que se trata de una demanda de democratización de la gestión cultural y no de una apología de la “etnopoesía” u otras variantes identitarias, quizás sea el momento de preguntarnos sobre la necesidad de propiciar un nuevo debate en torno a la relación entre arte y extranjería, esa tierra de nadie de la que nacen los discursos poéticos más relevantes.
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