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El pecado, la culpa, el miedo y la profecía de Moctezuma

Fuentes: Rebelión

Este texto brota desde la memoria de Eduardo Galeano y Mark Twain. El inmenso Galeano y sus venas aún abiertas de América Latina y Twain, el buscavidas irónico del río Misisipí que soñó un diario de Adán y Eva.

Su fértil memoria mueve la mano que escribe de modo misterioso.

Las venas abiertas siguen bien abiertas para la rapiña de las élites criollas y el imperio yanqui. Adán, el hombre, continúa asombrado de lo que ve y Eva, la mujer, le da nombre a las cosas y construye la realidad que no entiende. Extraordinaria metáfora que anticipa el feminismo de nuestros días.

El brevísimo cuento comienza ahora, justo en el paraíso terrenal, tierra oriental del pueblo warao, donde nace el sol. Pongamos, todo pudo suceder tal cual, que corre el año cristiano de 1498.

Bien pudieran ser las nubes diosas porque pueden ocultar los rayos solares y rulan por todo el cielo, transformándose en innumerables formas caprichosas.

La Nube le dice a la primera mujer warao:

  • Elige un nombre.

Ella duda un instante. 

  • Yariana.

La Nube sonríe y responde:

  • El nombre más bello de todos.

Con el tiempo, los españoles lo tradujeron como “feliz”. Yariana no sabía de conceptos y nombres. La palabra “felicidad” no estaba en su universo. Simplemente era feliz.

Desde la espesura del bosque venía el primer hombre warao.

La Nube espetó a Yariana:

  • Dale nombre a tu compañero.

Esta vez no tuvo dudas:

  • ¡Bajukaya!

El hombre era fuerte y hermoso, rebosante de salud. Y así tradujeron los españoles su enigmático nombre: “tengo salud”.

La Nube se disipó y el sol pudo iluminar a placer el encuentro de Yariana y Bajukaya.

Iban completamente desnudos. Yariana lucía una melena hasta las rodillas y Bajukaya una cabellera que cubría su cuello.

Eran curiosos y tocaron mutuamente sus cuerpos hasta alcanzar las mieles del amor. A la vista de toda la Naturaleza. Ambos eran naturaleza plena sin ataduras ni prejuicios.

Pero mientras estaban enlazados por el lazo del amor, unos viajeros desarrapados y barbudos, portando una cruz nunca vista por esos lugares remotos, ingenios que escupían fuego y metales que hendían la carne, los rodearon por sorpresa, diciendo palabras incomprensibles para Yariana y Bajukaya.

El lazo se deshizo violentamente, los taparon con ropa mugrienta y maloliente y les ataron a unas ceibas que por allí había.

Sintieron miedo, lo que jamás habían sentido. Les dijeron que eran culpables por hacer el amor a la intemperie. Y en sus corazones anidó un sentimiento nuevo y rarísimo: el pecado. Todo parecía absurdo.

Miraron a lo alto, a la diosa Nube, pero la Nube nada pudo ante los extranjeros y el poder omnímodo de la severísima cruz cristiana.

¿Qué hacer con Yariana y Bajukaya? ¡Convertirlos a la fe verdadera! Más fue de todo punto imposible que los amantes waraos entendieran la compleja teología que traían los barbudos conquistadores procedentes de no se sabe dónde.

No fueron capaces de adaptarse y se dejaron morir antes que perder la libertad que una vez gozaron. No pudieron darse ni el último abrazo ni el último beso. Se fueron, sencillamente se fueron adonde moran los recuerdos que merecen la pena de ser recordados.

Los harapientos españoles se quedaron varias semanas en las tierras de los waraos. La abundancia era tal que nadie quería conquistar nuevas tierras. En territorio warao donde se clavó la cruz cristiana y lo hizo suyo por sus santos fueros reales, los frutos eran exuberantes, sabrosos, aromáticos y sonoros: guayabas, guanábanas, mameyes, piñas… La soldadesca estaba en la gloria, pero la codicia de los capitanes levantó el campamento en busca del oro y los metales preciosos prometidos por el delirio de Cristóbal Colón.

Ya en 1515, regresamos a Europa

Tomás Moro sitúa allende los mares su país de Utopía, lugar en el que no existe ni la propiedad privada ni el dinero. Ni hambre ni miedos irracionales, donde religión y razón forma un sólido matrimonio que no se rompe por ningún afán de conquista. Allí se trabaja 6 horas al día para la hucha común. Está plagado de fértiles huertos y hermosos jardines. Cabe pensar o cabe soñar que allí resucitaron Adán y Eva y también Yariana y Bajukaya, justo a la sombra de las ceibas que se transformaron en improvisados ataúdes de sus desdichadas muertes. Allí no reinaba ni el miedo, ni el pecado, ni la culpa. Solo había almas transparentes y cuerpos desnudos. Solo había vida y no fanatismo. El paraíso terrenal se hizo Utopía.

Cuatro años más tarde, 1519, en Tenochtitlán, capital de los aztecas. Moctezuma, su rey, teme a una profecía del todopoderoso dios Quetzalcóatl. Un día vendrán y arrasarán con su pueblo. Eso anuncia la profecía.

Moctezuma divisa a lo lejos a Hernán Cortes y sus huestes acorazadas y barbudas. Pero el rey de los aztecas piensa que Cortés es el mismísimo dios en persona. La profecía está a punto de cumplirse. Cortés toma la ciudad en nombre de los catoliquísimos reyes de Castilla y Aragón, Isabel y Fenando, sin apenas resistencia.

Aunque la verdad histórica está en entredicho, al parecer Moctezuma muere de una pedrada suelta que no iba dirigida a su cabeza lanzada por su propio pueblo tiempo después. Se desconoce si su muerte formaba también parte de la profecía.

España va viento en popa a toda vela: primero echó a los judíos, luego a los moros y ahora se apropia de las Indias americanas. En poco tiempo tan solo quedarán en pie cristianísimos católicos. La pureza de sangre y de fe tiene estas cosas. Son daños colaterales de los imperialismos de siempre.

Ante tanta guerra, locura y codicia, fray Bartolomé de las Casas avisa y denuncia las atrocidades cometidas en nombre de la cruz cristiana: ya llegan al cielo los alaridos de tanta sangre humana derramada. La indiada ha sido quemada viva, asada a la parrilla y comida por perros salvajes. Los humos se transforman en nubes altas y memoria de fuego para ser recordadas las matanzas por aquellas gentes que quieran recordarlas.

Algunos asesinos de indios e indias hicieron examen de conciencia, como mandan los cánones católicos, se confesaron piadosamente y cumplieron penitencia en un santiamén, nunca mejor dicho. Y se les ocurrió una idea fabulosa: ¿por qué no cambiamos la barata mano de obra autóctona por gente de tez más oscura? Y se fueron a África a cazar a la negritud que moraba en aquellos parajes. Y la excelente idea made in Spain atrajo a portugueses y anglosajones. Y comenzó la esclavitud. Y los negreros hicieron su agosto.

En el mismo año que De las Casas clama al cielo, desde es mismo cielo desciende una luz misteriosa que deslumbra al indio en cueros ya españolizado, Juan Diego. La visión ocurre en Ciudad de México. Diego corre despavorido y las autoridades religiosas dudan del milagro. Saben que por esos lares, los pueblos pioneros veneraron a Tonantzin, diosa de la tierra. Aprovechan la ocasión para rebautizarla por el nombre de la Virgen de Guadalupe. Y así hasta la fecha. No es la primera vez que la cruz cristiana amortiza cientos de dioses dándoles el nombre que mejor conviene a su doctrina e intereses más allá de los meramente espiritual. El negocio hasta hoy es redondo.

Pasado el tiempo, un abogado aymara viene a España en las postrimerías del siglo XX y participa en el programa de tv La Clave dirigido por José Luis Balbín. El letrado luce larga cabellera y viste a la moda occidental. Y viene a decir que cuando llegaron los españoles a lo que llamaron Indias, su pueblo y tantos otros hacían el amor a plena luz del día, sin injerencias ideológicas ni cortapisas religiosas de ningún tipo. La cruz cristiana introdujo el pecado, la culpa y el miedo de sopetón, a golpe de dogma y espada sangrienta.

Madrid, 2024

Por el metro de la capital de España van tocando melodías y entonando canciones de la criollada progresista una pareja de pelo negro azabache recogido en coleta, tez cetrina, nariz aguileña y porte indiano. Tal vez sean Yariana y Bajukaya. O sus descendientes. Se ganan la vida como pueden. Es el neoliberalismo, hermanos. Amenizan el viaje con el cóndor que pasaba por ahí, la dignidad de Víctor Jara y los 3.600 mineros asesinados en Santa María de Iquique que hicieron cantata Quilapayún.

El cuento llega a su final. La moraleja es suya.

Pero, ¡ay! Un momento, por favor. También hubo almas cristianas conquistadoras conquistadas a su vez por el espíritu natural de la indiada. Según las crónicas, la primera de ellas fue la de Gonzalo Guerrero, marinero onubense de Palos de la Frontera. Tomó como mujer de ley a una indígena del pueblo maya, con la que tuvo tres hijos, que no todo fueron violaciones a las bravas, aunque sí la inmensa mayoría. Comenzaba el mestizaje. Murió como indio en el campo de batalla en 1536, peleando contra sus antiguos conmilitones. Fue capitán en la partida de Hernán Cortés y cacique en su comunidad de acogida. Sin saberlo también fuera un anticipo de la Teología de la Liberación que eclosionó, sobre todo en América del Sur, a mediados del siglo XX y fue neutralizada y conjurada teológicamente por el reaccionario papa Juan Pablo II con la ayuda inestimable de las ultraderechas patrias de las oligarquías sudamericanas. Así avuelapluma, tres nombres españoles destacan en esa liberación teológica y mundana neutralizada a sangre y dogma: los jesuitas Jon Sobrino e Ignacio Ellacuría, que fue asesinado a tiros por el fascismo en San Salvador, y el claretiano Pedro Casaldáliga. La lista de monjas y curas españoles, que incluso subieron al monte con las guerrillas, es bastante larga a la par que significativa.

Ahora sí, el cuento terminó pero la Historia continúa.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.