«Bienvenidos al fin de la democracia. No lo conseguimos la última vez, pero lo conseguiremos esta vez.» (Jack Posobiec [influyente agitador de la derecha radical estadounidense y difusor de teorías de la conspiración] en la Conferencia Política de Acción Conservadora celebrada el pasado mes de febrero.)
Recuerdo muy bien cuando vi Platoon el año de su estreno hace ya casi cuarenta años. Tuvo gran repercusión en 1987 que apareciera otra película sobre la Guerra de Vietnam menos de una década después de la magistral Apocalypse Now. Como el de Francis Ford Coppola, el filme de Oliver Stone mostraba un punto de vista nada heroico de una guerra cuyo fin apenas doce años antes (un suspiro en términos de tiempo histórico) había supuesto una traumática derrota para toda la nación estadounidense y una brecha entre generaciones importante. Era otra prueba más en forma de manifestación cultural de que existen ciertas lecciones de la historia que cuesta trabajo digerir, sobre todo si el país al que se le infligen se empeña en mantener intacto su orgullo imperial. El final de la Guerra de Vietnam fue un punto de inflexión en la trayectoria gloriosa de un país que no había hecho sino crecer en importancia internacional a lo largo del siglo XX; que de hecho se había convertido en la principal potencia democrática tras su papel en las dos guerras mundiales originadas en Europa. El trauma fue profundo.
Platoon forma parte de la trilogía que su director y guionista dedicó a la susodicha guerra junto con Nacido el 4 de julio y El cielo y la tierra. El primero de los títulos tiene un importante componente autobiográfico. Su personaje protagonista es un bisoño soldado que se ha alistado voluntario como hiciera en su día el propio Oliver Stone. Con voz en off narra a lo largo de la película sus vivencias, que son trasunto de las del cineasta. Lo que se destacó cuando fue estrenada fue el notable ingrediente de autocrítica nacional que contenía la película. A través del enfrentamiento entre los dos sargentos del pelotón de marines en el que se integra el joven Chris Taylor (interpretado por Charlie Sheen, hijo de Martin Sheen, protagonista de Apocalypse now) contemplamos la dialéctica moral que aún en una situación tan perversa como es la de la guerra puede darse respecto de las motivaciones que impulsan las acciones de unos y de otros. Incluso en la guerra hay quien aspira a mantener un mínimo de humanidad, como es el caso del sargento Elias –interpretado por un desconocido entonces Willem Dafoe–, y quien, por el contrario, se entrega en cuerpo y alma a eso que Sigmund Freud nombró con una palabra griega que significa muerte: Thanatos; el padre del psicoanálisis, a quien le tocó vivir la trágica experiencia histórica de la Gran Guerra, la definió como una pulsión que anida en nuestra naturaleza y que nos arrastra a la destrucción y a la muerte. En el caso del sargento Bob Barnes, interpretado por Tom Berenger en la película, satisfacer esa pulsión le proporciona ese malsano deleite que tan bien supo ilustrar Robert Louis Stevenson a través del Mr. Hyde de su novela El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde. Cuando no hay más remedio que hacer daño, como es el caso en la guerra, cuáles son los motivos que nos llevan a hacerlo pueden marcar la diferencia entre el bien y el mal. Lo mismo ya se mostró en otra película antibelicista magistral de 1957, Senderos de gloria, del genial Stanley Kubrick, en la que se citaba la famosa frase atribuida a Samuel Johnson, y que reza: «el patriotismo es el último refugio de un canalla»; en ella reside la clave para captar la diferencia entre el let´s make America great again de Ronald Reagan y el MAGA de Trump. Esencialmente en lo mismo hará hincapié el filme de Oliver Stone treinta años después: cuidado, porque el enemigo puede no estar donde se supone que deberías encontrarlo, en el bando contrario, sino entre aquellos que forman parte del tuyo, oculto a la vista bajo la bandera del patriotismo. Es lo que resume el lapidario discurso en off del soldado Taylor con el que se cierra Platoon: «Ahora, al mirar atrás, pienso que no luchamos contra el enemigo; luchamos contra nosotros mismos. Y el enemigo estaba dentro de nosotros. La guerra ha terminado para mí ahora, pero siempre estará allí, el resto de mis días, como estoy seguro de que lo estará Elias, luchando con Barnes por lo que Rhah llamó la posesión de mi alma». Pues bien, es Mr. Hyde quien se ha hecho con el alma de los Estados Unidos de Norteamérica; al menos por el momento.
Volviendo a ver Platoon el sentimiento de aturdimiento del que en estos días resulta casi imposible deshacerse se ve acentuado. La película cuenta la vivencia personal de una guerra que entonces se libraba, mediante adversario interpuesto, contra el que Estados Unidos consideraba el satánico enemigo a batir, a saber: el comunismo de la Unión Soviética, cuyo corazón patrio no era otro que el antiguo imperio ruso, esa Rusia inabarcable, capaz de sacrificios sin límite con tal de conservar su condición de nación indómita. ¿Qué mayor prueba de ello que los fracasos de Napoleón y Hitler en sus intentos por colmar la ambición sin límites de quien se considera invencible, del hombre que ha sido elegido por los dioses para llevar a su pueblo al culmen de su destino? Nadie es invencible ante Rusia parece decirnos la historia; ¿ni siquiera los todopoderosos Estados Unidos de Norteamérica? Si no puedes vencer a tu enemigo, únete a él.
Cuando es la fuerza la que manda se rompen las costuras que marcan las lindes éticas; precisamente las que se trata de marcar dramáticamente en la película de Oliver Stone. Queda expuesto de manera particularmente clara en la secuencia que precede a la batalla con la que se pone fin al relato. Conversan Taylor y otro camarada de armas mientras acondicionan su trinchera. El primero sabe que la reciente muerte del sargento Elias ha sido causada por Barnes, y ante los crímenes de guerra cometidos por éste de los que ha sido testigo sentencia: «Es como funciona este mundo. La gente como Elias muere. Y la gente como Barnes sigue dictando las reglas como le da la gana. Y nosotros, ¿qué hacemos? Quedarnos sentados y tragar. No somos más que mierda seca, King». ¿Cómo no pensar al leer estas palabras en la coyuntura internacional actual, sobre todo en el lacerante crimen de lesa humanidad perpetrado por Israel sobre los inermes palestinos? O quizá habría que decir más bien que siempre se ha tratado de eso: de los fuertes sometiendo a los débiles mientras otros simplemente miran y tragan.
Se dirá que es lo que hay; o dicho con otras palabras, que es la realidad, ante la que no queda otro remedio que plegarse (lo comprobaremos con Ucrania: ¿mirará y tragará la Unión Europea?). Lo dice el sargento Barnes en otra secuencia de Platoon, que se encuentra en Youtube etiquetada como I Am Reality Scene. En ella el cruel militar tacha al ya fallecido sargento Elias de peligroso idealista que pone en peligro la maquinaria que hace que las cosas funcionen como tienen que funcionar. Elias se enfrenta a Barnes cuando ve que matar para él no responde a razones sino al puro deseo. La frontera entre el bien y el mal es difusa, y quien queda atrapado en ella es el blanco del fuego cruzado entre quienes se enfrentan desde un lado y otro.Por eso necesitamos razones para actuar, y se nos exige ser razonables (es decir, atender a razones) en todo lugar donde la civilización se sustenta.
El enemigo interior –empezando por ese Mr. Hyde que late en todos y cada uno de nosotros– tiene un enorme poder destructivo. Porque en primer lugar cuesta trabajo detectarlo, agazapado como se encuentra más allá de las murallas de nuestra confianza. Nos conoce muy bien, pues no hemos tenido la precaución con él de mantener nuestra guardia alta. Hemos derrochado nuestras fuerzas tratando de evitar la agresión que nos vendría de otro lado, distraída nuestra atención como estaba con un peligro en el que creíamos, pero que en verdad no lo era. Y cuando menos nos lo esperábamos, completamente desprevenidos, se nos asesta el golpe sin defensa posible, al menos no inmediata, por aquel que creíamos de nuestra parte. Qué tremendo efecto desorientador causa, cuánto esfuerzo requiere superar la inicial incredulidad que naturalmente genera.
Tomemos como muestra moralizante la última campaña electoral estadounidense y su correspondiente resultado. De la noche a la mañana todo ha cambiado; el amigo americano se ha revelado ese enemigo interior. El gran protector de los valores liberales y democráticos, a partir un piñón con el agresor ruso, señor de la guerra al frente de eso que llaman ahora democracia iliberal. No era la justicia ni la libertad ni la fraternidad; era el poder y siempre fue el poder. Y poder aquí equivale a fuerza. Este es el registro que Valdimir Putin y Donald Trump entienden, y que a todos exigen para comunicarse con ellos. A golpe de decreto presidencial el eje del mal ha sido descoyuntado, y de la noche al día el enemigo de décadas, es decir, la Rusia imperialista, ya fuese soviética o de nuevo zarista en versión líquida como diría Zygmunt Bauman, es el amigo. Porque entre hombres fuertes –Trump, Putin, Netanyahu, y también Orbán, el enemigo interior europeo– nos entendemos. A los débiles, como el humillado Volodímir Zelenski, sólo cabe despreciarlos.
Fue el poder lo que llevó a otro club de hombres fuertes, el de los grandes empresarios estadounidenses, a oponerse con todos los medios a su alcance a las políticas de Franklin D. Roosevelt, que tenían por divisa la justicia y que imponían mecanismos de reparto de la riqueza. Otro idealista el presidente norteamericano; no hay más que evocar sus discursos, preñados de un vigor ético hoy inusual en las alocuciones de nuestros líderes. En sus días de gobierno marcados por el apocalíptico crack de 1929 y sus secuelas, tan magníficamente retratadas por John Ford en la versión cinematográfica de Las uvas de la ira, la reacción de quienes entonces ostentaban el poder económico con la National Association of Manufacturers (Asociación Nacional de Fabricantes; NAM por sus siglas) a la cabeza fue la de oponerse con todas sus fuerzas –y eran muchas, porque dinero no les faltaba– al intervencionismo estatal que para los magnates de entonces era lo que representaba el New Deal, a fin de cuentas una versión americana del socialismo que regía puro y duro en la Unión Soviética. Camino de servidumbre, la obra del filósofo y economista austriaco Friedrich August von Hayek, publicada en 1944, fue un arma de primera magnitud que ofrecía una base intelectual y una pátina de rigor conceptual –es decir, paracientífico, por así decir– a lo que hasta entonces no dejaba de ser una postura ideológica resistente al paradigma socialdemócrata que se impuso mayormente en los países europeos que habían salido victoriosos de la Segunda Guerra Mundial. En ellos se empezaron a poner las bases del estado del bienestar empezando por el Reino Unido de la Gran Bretaña del Primer Ministro Clement Attlee. La labor propagandística de la oligarquía estadounidense a lo largo del siglo pasado fue apabullante, no dudando en invertir todos los recursos que fuesen menester para combatir una tendencia política que iba en contra de sus intereses. El objetivo de todo su esfuerzo era lograr implantar en el inconsciente colectivo lo que los historiadores Naomi Oreskes y Erik M. Conway han dado en denominar «el gran mito» en su libro del mismo título. Ese gran mito consiste en la creencia de que el libre mercado lo hará infinitamente mejor que cualquier gobierno, de manera más eficiente y económica, garantizando el respeto al sagrado valor de la libertad. El pavoroso ogro que señaló Hayek en su libro era el intervencionismo del Estado, una pendiente resbaladiza que según él nos lleva ineluctablemente al precipicio del totalitarismo tal como probó la experiencia soviética. De aquí han mamado ideológicamente los neoliberales como Margaret Thatcher o Ronald Reagan; pero, convenientemente hormonados, también los así llamados libertaristas actuales como Javier Milei y el nuevo terror de la burocracia estatal y aspirante a pionero en Marte, Elon Musk.
Ese era el gran enemigo a batir, el Estado. Pero hete aquí que lejos de lo que creía ese cruel sargento Barnes de Platoon la realidad no es lo que debería ser, tampoco lo que debería ser según los adoradores del libre mercado. La realidad –como ya se encargó de demostrarnos la pandemia de la Covid-19 de la que ahora se cumplen cinco años desde su declaración– es ante todo espontaneidad. Hablando en plata: en cualquier momento salta por donde menos te la esperas. Y la historia, que es una de las manifestaciones de la realidad, nos ha revelado el enemigo interior en el momento presente. Resulta que ese autoritarismo que el neoliberalismo temía del lado del Estado, del intervencionismo de los gobiernos, del exceso de regulación y burocracia, de los chiringuitos institucionales, hasta el punto de que uno de los libertarios tecnoseñores feudales ha llegado a proclamar que la democracia es un obstáculo para la libertad (Peter Thiel dixit), se ha encarnado en el cuerpo de un ensoberbecido empresario de rostro anaranjado que ha tirado a la basura cualquier atisbo de ideal ético en su conducta como gobernante y se ha pasado al bando de los mandamases autoritarios que, como su camarada ruso, subordinan las instituciones al albur de sus caprichos. Bien pensado, no debe extrañar el acercamiento actual del que somos testigos entre el Kremlin y la Casa Blanca. El eje político internacional que dibuja el orden mundial ha dejado de separar las democracias de los regímenes autoritarios, como antaño ocurriera cuando los EEUU se tenían por el líder del así llamado «mundo libre» frente al que se hallaba bajo la influencia de la Unión Soviética. Lo prueba que Musk se haya mostrado muy crítico con muchos regímenes democráticos, pero elogioso con el Kremlin; en contra de China no ha expresado la más mínima crítica, siendo el gigante asiático y Rusia países los dos en los que tiene intereses comerciales e industriales. A día de hoy los hechos demuestran que la icónica motosierra que Musk ha tomado prestada de Milei no sólo reduce el número de funcionarios sino también la calidad democrática. El enemigo de la democracia no era el Estado, sino el gran mito del libre mercado con el que se identifica ideológicamente el valor de la libertad. De él obtienen los machos alfa de la oligarquía la coartada que precisan para ejercer el poder sin límites y sin tener que cotejar razones. El mundo de hoy se ordena a un lado y otro de la frontera que separa a los fuertes de los débiles. No queda lugar para los razonables.
La realidad hoy por hoy es esta: Donald Trump se ha revelado como el enemigo interior, un personaje de la cuerda del sargento Barnes de Platoon, que se comporta de manera irracional. Hasta el punto de que su última razón para justificar su forma de gobernar es la razón no racional –valga la paradoja– que invalida toda oposición a su gobierno: Dios.No es como debería ser, pero es. En Irracionalidad, el enemigo interior, un libro originalmente publicado en 1992, el psicólogo británico Stuart Sutherland demuestra cuán equivocado estaba Aristóteles cuando definió al ser humano como el animal racional. No lo es; esa es la realidad, que hace caso omiso a lo que debería ser. La democracia es un producto de la razón, inventada por los atenienses, un pueblo de filósofos, en un momento de su historia que los eruditos etiquetan como la era de la ilustración ateniense. La democracia, pues, no es algo natural, sino artificial, cosa de idealistas, y fue “fabricada” para gobernar los deseos humanos, de por sí irracionales e inadecuados, para dirigir el comportamiento de una pluralidad diversa de individuos (polis la llamaban los griegos) que no tienen más remedio que convivir. Es el sistema institucional mediante el que la comunidad política trata de protegerse de ese enemigo interior que es la irracionalidad. Los fundamentos de su estructura fueron puestos en Atenas hace dos milenios y medio coincidiendo con su etapa de mayor prosperidad y esplendor cultural que aún refulge en nuestro momento presente. De manera equivalente, siglos después, en plena Ilustración moderna, un conjunto de colonias en territorio americano se independizaron constituyéndose en una democracia, que se materializa, como en su día la ateniense, en un sistema de instituciones que tiene por fin último que los ciudadanos puedan demandar a quienes les gobiernan las razones de sus actos y que los gobernantes estén obligados a explicarlas. El sistema que precisamente hoy los ocupantes de la Casa Blanca consideran un estorbo para la consecución de sus objetivos y la satisfacción de sus intereses.
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