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En 1974, en plena Guerra Fría, el Sur Global logró introducir entre los pasillos de la ONU un documento que intentaría modificar los cimientos del capitalismo dominante: la Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados (Resolución 3281). Este texto revolucionario proclamaba, entre otras cosas:
Artículo 1 (Soberanía permanente): Todo Estado tiene el derecho soberano e inalienable de elegir su sistema económico, político, social y cultural, de acuerdo con la voluntad de su pueblo, sin injerencias ni amenazas externas.
Artículo 2: Todo Estado ejerce soberanía plena sobre sus recursos naturales y actividades económicas. Puede regular la inversión extranjera, supervisar a las empresas transnacionales y, si lo considera necesario, expropiar bienes con compensación apropiada, según sus leyes y circunstancias.
Artículo 7: Reconoce el derecho de los Estados a reestructurar sus deudas.
Transcurrido más de medio siglo nos sorprende cómo un manifiesto, en plena Guerra Fría, declaraba sin tapujos que los recursos naturales pertenecen a los pueblos, que las transnacionales deben obedecer leyes locales y que ningún país está obligado a pagar deudas contraídas por gobiernos ilegítimos o que la propia deuda lo fuera.
Hoy, algunos de estos principios serían tildados de «trotskistas», lo cual demuestra el retroceso ideológico y el desequilibrio del orden económico global que aquella carta intentó contrarrestar. Su objetivo era claro: instaurar un nuevo orden económico internacional basado en la equidad, la soberanía, la cooperación y el interés común.
Mientras figuras como Kissinger promovían golpes en América Latina y las petroleras anglosajonas saqueaban África, la carta fue condenada al olvido. Estados Unidos, Alemania y Reino Unido —los actuales defensores de las «reglas globales»— la sabotearon. Para la década de 1980, con Reagan y Thatcher a la cabeza, el neoliberalismo ya había capturado al FMI y al Banco Mundial, convirtiéndolos en herramientas del capital financiero. La doctrina era simple: endeudar, privatizar, desregular y subordinar al Estado al mercado.
Durante la crisis financiera de 2008, mientras la mayoría de los países rescataban a los culpables, Islandia tomó un camino diferente:
– No rescató a los bancos privados. Nacionalizó parcialmente el sistema interno y dejó que quebraran las entidades insolventes.
– Impuso controles de capital (2008–2017), impidiendo la fuga de divisas para estabilizar su moneda.
– Protegió a la población. Aseguró depósitos locales y evitó políticas de austeridad.
Además, juzgó y encarceló a 26 banqueros corruptos y sometió a referéndum el pago de la deuda fraudulenta. El 93% votó NO. ¿El resultado? De 2010 a 2025, Islandia creció un 3% anual (frente al 0,5% de la UE), redujo el desempleo del 9% al 3% y la deuda pública bajó del 90% al 40% del PIB.
Cuando Grecia enfrentó su crisis en 2010 y 2015, eligió un camino muy distinto. A pesar del referéndum del “OXI” (NO), donde el 61,31% votó contra la austeridad, el gobierno de Tsipras acabó aceptando un tercer memorando, impuesto por la Troika (FMI, BCE, UE). El costo fue devastador:
– Desempleo del 27.8% en 2013 (60% en jóvenes), aún en 12% en 2025.
– Éxodo masivo: 500.000 jóvenes emigraron desde 2010.
– Privatizaciones forzadas: aeropuertos, puertos, agua y energía.
– Pensiones recortadas un 40%; los jubilados sobreviven con €500 al mes.
– La deuda pasó del 127% del PIB (2009) al 180% (2018), y ronda el 160% en 2025.
– El 92% de los «rescates» fue a bancos alemanes y franceses.
Algunos analistas atribuyen esta diferencia al hecho de que Islandia tenía su propia moneda. Sin embargo, más allá del euro, fue una cuestión de voluntad política y soberanía.
La crisis griega (2010-2018) fue un laboratorio de cómo el neoliberalismo impone deudas ilegítimas a través de instituciones como el FMI, el BCE y la Comisión Europea (la «Troika»). Aunque la ONU no intervino directamente, su marco legal y técnico respalda la idea de que Grecia podría haber repudiado parte de su deuda.
La UNCTAD, en su informe de 2015, calificó la deuda griega como odiosa, recomendando una auditoría y una quita del 50%. Ese mismo año, la Asamblea General de la ONU aprobó principios para reestructurar deudas soberanas, como:
1. Transparencia y auditoría pública.
2. Prohibición de injerencias externas.
3. Respeto a los derechos humanos.
Grecia pudo haberlos invocado, pero eligió no hacerlo. Como suele ocurrir, los principios legales fueron ignorados por la realpolitik.
Hoy, la ONU parece una sombra de lo que aspiraba a ser en 1974. Sus resoluciones sobre Palestina son vetadas; sus advertencias sobre el cambio climático, ignoradas. Su visión sobre soberanía económica es pisoteada.
El FMI sigue operando como un cobrador mafioso, imponiendo ajustes que enriquecen a los acreedores y empobrecen a los pueblos. ¿Qué hizo la ONU por Grecia? Nada. Y lo mismo podría decirse de Gaza, Yemen o Ucrania. La ONU observa, pero no actúa.
El sistema internacional se esta convirtiendo en un sistema anárquico donde no existe un vigilante nocturno, no hay una autoridad superior a quien pedirle ayuda en caso que un estado vaya en tu contra. Como dice John J. Mearsheimer profesor de ciencia política en la Universidad de Chicago “si eres débil, hay una posibilidad seria que se aprovechen de ti”, nadie quiere dar la sensación de ser endeble.
Algunos, como Serguéi Lavrov, proponen que la Carta de la ONU sea la base jurídica de un nuevo orden multipolar. Una idea que, aunque cuestionada por su origen geopolítico, plantea un punto válido: el “orden basado en reglas” promovido por Occidente se ha convertido en una herramienta para consolidar su hegemonía. La idea de “América primero” es alarmantemente similar al eslogan hitleriano “Alemania por encima de todo”, y una apuesta por la “paz mediante la fuerza” podría ser el golpe de gracia a la diplomacia.
La Carta de Derechos y Deberes Económicos de los Estados no fue destruida por el neoliberalismo solamente, sino también por sus cómplices, aquellos que, desde el poder, la archivaron por considerarla demasiado incómoda.
Pero el documento sigue existiendo. Dormido, sí. Olvidado, quizás. Pero no muerto. Y en un mundo donde resurgen los debates sobre soberanía, deuda y justicia económica, su contenido vuelve a cobrar relevancia.