La Unión Europea volvió a imponer límites estrictos al déficit presupuestario de los Estados, pero con excepciones para el gasto militar. Tras años de afirmar que la austeridad había terminado, ahora vemos cómo se la utiliza de forma selectiva para limitar la elección democrática.
El «orden de la deuda» volvió, advierte el sociólogo francés Benjamin Lemoine. En 2024, la Comisión Europea le impuso formalmente a los Estados miembros de la Unión Europea (UE) nuevas directrices sobre el déficit fiscal, aunque se están negociando importantes excepciones para financiar un aumento sustancial del gasto militar.
A ambos lados del Atlántico, el impulso político que impulsa a una extrema derecha cada vez más libertaria apunta hacia recortes draconianos del gasto y exenciones fiscales, lo que amenaza con provocar una gran agitación en las finanzas públicas y en los sistemas de bienestar social. Lemoine sostiene que lo que se está reactivando es el uso de la deuda como «tecnología» política para disciplinar a la sociedad, enterrando la «revolución silenciosa» de la deuda y la política monetaria que se produjo hace solo unos años para permitir el gasto deficitario en la era de la pandemia.
Lemoine, sociólogo de la École Normale Supérieure, es autor de L’ordre de la dette (El orden de la deuda) y La démocratie discipliné par la dette (La democracia disciplinada por la deuda). La más reciente traducción al inglés de su libro Chasseurs d’États (Cazadores de Estados), será publicada próximamente por Zone Books.
Lemoine se sentó con Harrison Stetler, de Jacobin, para mantener una larga conversación sobre la política monetaria y la política de la deuda soberana
Durante la última década y media, en múltiples ocasiones los bancos centrales incumplieron de forma dramática la ortodoxia en materia de política económica. ¿Por qué?
Desde la década de 1980, la ideología dominante que impulsa las políticas monetarias y fiscales considera al mercado de la deuda como el garante último de la disciplina social. La política monetaria está ahí para enseñarle al Estado a comportarse como un padre severo, a través de su capacidad para influir en la velocidad a la que los gobiernos pueden obtener financiación. En Europa, esto suponía que el papel de un banco central independiente era luchar contra la inflación y frenar el déficit y la deuda, basándose en cifras como el límite del 3 % del déficit respecto al PIB o el ratio de deuda respecto al PIB del 60 % establecido en el Tratado de Maastricht de 1992.
Y entonces, de repente, todo esto pareció desvanecerse. Durante la crisis de la COVID-19, el Banco Central Europeo (BCE) apoyó a los gobiernos mediante la compra de deuda. Se trató, en esencia, de una repetición de la crisis de la zona euro posterior a 2008, que ya había supuesto un cambio gradual y tecnocrático, pero no por ello menos paradigmático, al tiempo que los bancos centrales se lanzaban a comprar grandes cantidades de bonos en el mercado abierto. El economista neerlandés Jan van’t Klooster argumentó que los instrumentos de política monetaria y las violaciones de tabúes como la flexibilización cuantitativa equivalen a un nuevo «keynesianismo tecnocrático». En cualquier caso, se trataba de cambios en la sombra, sin una autoridad política explícita, que, sin embargo, y siguiendo el ejemplo de la Reserva Federal de Estados Unidos, llevaron al BCE a ordenar esencialmente una ruptura con el orden neoliberal establecido en la década de 1990.
En términos de política monetaria y de margen de maniobra fiscal, todo parecía posible durante la pandemia. Incluso el ministro de Finanzas francés, Bruno Le Maire, se vio obligado a posicionarse, aunque indirectamente, sobre ideas como la teoría monetaria moderna, al menos en lo que hace a cuestiones tan fundamentales como la monetización de los déficits o la cancelación de la deuda del BCE.
La crisis del costo de la vida se utilizó para contener y revertir estos cambios. ¿Cómo es la nueva «normalidad»?
Volvimos a un mundo en el que el objetivo de la política monetaria es combatir la inflación y mantener el valor de los activos invertidos en deuda pública. Sin embargo, hay algunas novedades. El verano pasado, el BCE publicó un protocolo en el que aclaraba que sus intervenciones en el mercado de deuda estarían condicionadas a las evaluaciones realizadas por la Comisión Europea de las finanzas públicas de los Estados miembros.
Esto es muy nuevo. Durante la pandemia, básicamente era un vale todo, sin discriminación por parte del BCE entre los bonos griegos y los alemanes, por ejemplo. Una de las herramientas para volver a la normalidad fue decir «no, las compras de deuda del BCE están condicionadas». El Parlamento Europeo también presionó en este sentido, ahora que los criterios de Maastricht sobre los niveles de deuda son obsoletos en un mundo con ratios de deuda sobre el PIB del 100 o 120 %. Estos criterios se han relajado un poco, y ahora el indicador clave es la trayectoria fiscal de un Estado miembro y no solo el nivel de déficit en sí. Pero se dice que cualquier intervención del Banco Central Europeo [para comprar bonos de un país] está condicionada a su camino casi religioso hacia lo que se consideran «políticas macroeconómicas sólidas y sostenibles».
¿Te sorprende la rapidez con la que volvió la disciplina en la política monetaria?
Como sociólogo, investigo las creencias de los actores del mundo social y la forma en que perciben esta realidad. A lo largo de la agitación de los mercados durante la pandemia, lo que observé en mis conversaciones con personas de este entorno —los responsables del Banco de Francia o de la oficina del Tesoro encargada de subastar la deuda— fue que consideraban a sus acciones como parte de una cierta continuidad. Para ellos, nunca se planteó la posibilidad de entrar en un mundo nuevo. Utilizaban términos como «normal» o «anormal», «paréntesis» y «excepción» para explicar sus acciones. Recuerdo que una figura de la oficina del Tesoro francés me dijo que, por supuesto, después de la pandemia, volvería el antiguo orden: «¿Qué otra opción hay?».
Yo le respondí que la alternativa estaba frente a nuestros ojos: podíamos utilizar la red de seguridad del BCE como un medio permanente para proteger a los Estados miembros de que los mercados financieros decidieran «lo que importa» y cuáles son los «fundamentos» de la economía y la sociedad. A lo largo de este periodo, hubo una operación explícita de negación. En otras palabras, las autoridades negaban los cambios paradigmáticos que se estaban produciendo y los nuevos instrumentos que ofrecían una alternativa al dominio del mercado sobre la financiación estatal. Solo veían estas herramientas como un medio para garantizar la estabilidad financiera, nunca como palancas para la transformación social o ecológica.
El plan de rearme de la Unión Europea incluye una flexibilización de las restricciones al endeudamiento de los Estados miembros para gastos de defensa. ¿Cómo encaja esto en el papel de la deuda en la política de la UE?
Se trata de una clara extensión del «orden de la deuda». Es una forma de arbitraje que favorece abiertamente lo que Pierre Bourdieu denominaba la «mano derecha» del Estado a expensas de los servicios sociales. Las estructuras de poder europeas crearon efectivamente una excepción para Alemania, permitiendo que los gastos militares queden excluidos de los objetivos de déficit que, por lo demás, se controlan estrictamente. Pero cada aumento del gasto en defensa debe compensarse con recortes en la «mano izquierda» del Estado, es decir, en los servicios públicos y el gasto social. Una vez más, los presupuestos europeos —y la consideración de qué tipos de gasto se consideran legítimos— son un campo de batalla clave en la lucha de clases.
En el debate sobre el rearme en Francia, también estamos asistiendo al resurgimiento de una vieja idea, que se remonta a principios del siglo XX, antes de que el Estado del bienestar tomara realmente forma: que el ahorro popular debe movilizarse directamente, sin pasar por los mercados de capitales. En otras palabras, qie el Estado emitiría nueva deuda pero, en lugar de dirigirse a la estrecha clase de tenedores de bonos —es decir, a los estratos más ricos que ya concentran la mayor parte de los activos financieros—, recurriría al ahorro de un segmento más amplio de la población. Obviamente, esta movilización más amplia no tiene nada que ver con la «inclusión» en ningún sentido emancipador. Se trata de fabricar un consenso: conseguir que la gente corriente acepte, e incluso respalde, un nuevo orden financiero-militar que inevitablemente irá acompañado de mayores sacrificios en términos de servicios públicos.
Uno de los hilos conductores de tu investigación son las contradicciones políticas que se derivan de la doble función de la deuda soberana: su uso por parte de los Estados para recaudar fondos y su condición de activo invertible. ¿Podrías explicarlo?
La deuda es la moneda del sistema financiero en general. Es muy líquida y desempeña un papel equivalente al del efectivo. La fortaleza del dólar reside tanto en el poder del «billete verde» como en el atractivo de los bonos del Tesoro «amarillos». En Europa, el punto de referencia son los bonos del Tesoro alemán. Este tipo de deuda puede revenderse en cualquier momento porque siempre hay demanda. El papel del Banco Central Europeo es mantener esa función, es decir, el papel monetario de la deuda [como moneda de los mercados financieros]. Cuando los banqueros centrales dicen que están dispuestos a hacer «lo que sea necesario», eso significa preservar esta función de garantía mediante inyecciones de liquidez en los mercados de deuda y preservar los bonos soberanos como activos seguros para los mercados financieros.
Pero, al mismo tiempo, la filosofía del BCE es que los bonos no deben considerarse seguros, sino fabricarse como seguros mediante la austeridad de los Estados miembros y políticas que le garanticen a los mercados que la deuda es segura. Los poderes de compra de deuda del banco central son una herramienta muy poderosa para las finanzas. Pero se considera ampliamente que sus intervenciones no deben realizarse con la intención de reforzar el estado del bienestar o las redes de seguridad social, ni de realizar inversiones ambiciosas en ámbitos como la transición ecológica, la educación y la cultura. La justificación de la intervención del banco central es un campo de batalla que, por el momento, está dominado por las finanzas.
El poder político que conlleva la propiedad de la deuda no es nuevo. En tu trabajo te basas en el trabajo de Sandy Hager, quien revivió las ideas del economista estadounidense del siglo XIX Henry Carter Adams, autor de un estudio de 1887 sobre el poder de la llamada «clase bonista».
Karl Marx también se dio cuenta de esto. Describió a una clase de rentistas capaces de utilizar los préstamos como acicate para la acumulación de capital y como herramienta para gobernar los regímenes políticos, al igual que lo hacen los «accionistas» en una empresa privada. El poder de esta clase se basa en la seguridad que el aparato coercitivo del Estado (la policía y el sistema judicial) le otorga a su deuda.
Tomemos el ejemplo de la Rebelión del Whisky en Estados Unidos, en la década de 1790. Cuando los redactores de la Constitución estadounidense —que en su mayoría eran tenedores de bonos— decidieron que la deuda de la Guerra de Independencia no se cancelaría, impusieron un impuesto sobre el whisky, lo que provocó una revuelta popular. No es solo algo del pasado lejano. El impuesto sobre las ventas de la TVA (taxe sur la valeur ajoutée o impuesto al valor agregado, IVA) es hoy en día la principal fuente de ingresos del Estado francés, a pesar de ser un impuesto extremadamente injusto, sin diferenciación progresiva en función de los ingresos, que se utiliza para pagar los ingresos de la clase bonista. Marx sabía que el presupuesto y la deuda son un lugar de arbitraje entre las clases sociales.
En tu último libro, abordas la que quizás sea la forma más extrema del poder del mercado de la deuda: la explotación de la legislación del estado de Nueva York por parte de los llamados «fondos buitre» en sus disputas globales con países endeudados, en su mayoría del Sur Global. ¿Qué son estos fondos?
Describo todos los golpes legales, deliberadamente humillantes para los Estados soberanos, que forman parte de una estrategia orquestada por financieros que buscan recuperar sus deudas. Cada vez, el objetivo es utilizar medios legales para obligar a los soberanos a pagar sus deudas. Este poder judicial para llevar a los Estados a los tribunales y confiscar sus activos es también una forma de reducción del riesgo de los financistas privados que tiene su origen en los Estados Unidos en el contexto de la guerra fría y la descolonización. Ante las nacionalizaciones y expropiaciones en los nuevos Estados soberanos, los inversores estadounidenses, de la mano de la diplomacia económica de Estados Unidos, se aseguraron de que las alternativas [en el diseño de nuevas leyes internacionales] promovidas por los países del Sur Global fueran derrotadas y de que la ley y el orden financiero de Nueva York se convirtieran en la norma mundial para los acuerdos y las disputas.
En cuanto a la resolución de disputas sobre la deuda soberana, ¿este cambio marcó el fin de la «diplomacia de las cañoneras» y el comienzo de la «diplomacia de los tribunales»?
El auge de Nueva York como centro jurídico y financiero supuso, en muchos sentidos, una fragmentación de la autoridad soberana, el surgimiento de un enclave cuasi soberano dentro de los propios Estados Unidos. Este cambio conllevó una forma de despojo, en particular para el Departamento de Estado, que anteriormente había desempeñado un papel central en la politización de las decisiones sobre el mantenimiento de la inmunidad soberana de los Estados deudores. Antes, los gobiernos extranjeros involucrados en disputas con inversores estadounidenses podían recurrir al Departamento de Estado, apelando a intereses geopolíticos comunes en apoyo de las reclamaciones de inmunidad. Sin embargo, a partir de la década de 1970, esta función diplomática discrecional se vio restringida y judicializada, transfiriéndose a los tribunales en nombre de la neutralidad jurídica y, en última instancia, para garantizar mejor la inviolabilidad del capital frente a las contingencias políticas y el poder discrecional.
Este sistema podría estar en peligro. Aunque es poco probable que se adopte en su totalidad, actualmente hay un proyecto de ley ante la legislatura del estado de Nueva York para diluir los poderes de la jurisdicción. A nivel internacional, ¿cómo impacta esta «despolitización» de las reclamaciones de deuda soberana?
Desde el principio hubo fricciones entre, por un lado, la defensa del valor del dólar como moneda de reserva mundial y, por otro, los derechos de los acreedores a recurrir a los tribunales de Nueva York para demandar a actores soberanos y embargar activos. Las reservas de los bancos centrales extranjeros se depositan en el Banco de la Reserva Federal de Nueva York [a través de la suscripción de letras del Tesoro de EE. UU., lo que facilita la financiación del Gobierno federal]. Por lo tanto, si se le concede demasiado poder a los tribunales y a los acreedores, y si la inmunidad soberana de los bancos centrales comienza a resquebrajarse, los inversores extranjeros pueden empezar a desconfiar de un entorno jurídico que se utiliza cada vez más como plataforma para la incautación de activos y una aplicación agresiva de la ley. La asertividad jurídica radical puede, en última instancia, socavar el atractivo del dólar como moneda mundial segura.
Esto pone de manifiesto una tensión estructural dentro del poder estadounidense y sus modos de hegemonía. Por un lado, está la ambición de construir un orden jurídico normalizado —un modelo global al servicio de los intereses de los acreedores privados— que, en cierta medida, funciona de forma autónoma respecto al poder ejecutivo y atiende a un enclave financiero transnacional [anclado en gran medida en Estados Unidos].
Por otro lado, persiste el impulso de preservar palancas de acción discrecionales, a menudo arbitrarias: sanciones unilaterales o acuerdos bilaterales que eluden esta infraestructura jurídica siempre que los intereses estratégicos del Estado estadounidense lo exijan. La administración Trump parece dispuesta a ampliar el alcance de la discrecionalidad ejecutiva, incluso mediante medidas coercitivas destinadas a defender el valor del dólar. Sin embargo, esa asertividad puede corroer un pilar fundamental de la hegemonía estadounidense: la percepción de la legislación estadounidense como un punto de referencia estable y predecible para los financieros de todo el mundo.
El orden de la deuda mundial se basa en la centralidad de los mercados financieros occidentales. ¿Está eso en peligro hoy en día?
El Sur Global lleva mucho tiempo buscando alternativas regionales y colectivas a la hegemonía del derecho y las finanzas estadounidenses. El mundo en desarrollo está dividido entre dos potencias imperiales. De hecho, la propia China está experimentando el mismo dilema hegemónico: el deseo de construir un estándar de referencia mundial con transparencia en las normas, al tiempo que se mantiene la arbitrariedad soberana. Estos dos polos volvieron a poner de moda los mecanismos de consulta internacional como alternativas al derecho globalizado.
El auge de China revitalizó foros multilaterales como el Club de París, que gestiona la deuda oficial entre Estados. Este foro informal de debate entre acreedores oficiales, que había quedado obsoleto por el predominio de los préstamos privados en los mercados emergentes, desempeñó un papel decisivo en la reestructuración de la deuda de Zambia, al establecer un diálogo continuo con el acreedor chino. Negociaciones de este tipo entre acreedores estatales, se impusieron por sobre el sector privado y a sus leyes. Sin embargo, los acreedores estatales y sus departamentos financieros siguen bajo la influencia de los sectores financieros nacionales. Esto deja pocas esperanzas de una revolución en la reestructuración de la deuda.
Tu análisis más amplio del papel político de la deuda conduce a un terreno similar al del sociólogo alemán Wolfgang Streeck. En su libro de 2014, Buying Time (Comprando tiempo), Streeck postulaba que el endeudamiento que sustentaba la supervivencia del «capitalismo democrático» estaba llegando a su fin…
La idea de Streeck con la que discrepo es precisamente el discurso que subyace a esta noción de «ganar tiempo», que implica que la deuda autoriza el aplazamiento de los conflictos sociales y no es una compensación, en el presente, entre clases sociales. Pero lo que dice Streeck sobre cómo esquematizar la política es muy útil: hay ciudadanos que votan en las elecciones y luego hay ciudadanos que «votan» con los pies, prestando o no prestando y acudiendo o no a las subastas de deuda soberana. Son dos medios de acción política.
Mi argumento es que la deuda soberana y el modo actual de financiación no son una tecnología neutral. Esta tecnología de mercado favorece a unos intereses frente a otros. En mi opinión, las compensaciones sociales que implica la deuda nunca se pospusieron. Siempre realizamos ajustes sociales incrementales con esta tecnología. A principios de la década de 2000, por ejemplo, la agencia de calificación Moody’s identificó que el incumplimiento de los compromisos de gasto social era necesario para evitar lo que a sus ojos era mucho más terrible: los incumplimientos de pago financieros. Existe un conjunto de especificaciones sociales y políticas para mantener la liquidez y el atractivo de la deuda soberana: con el fin de promover sus activos, los departamentos del Tesoro le están vendiendo muchas promesas a los inversores potenciales sobre cómo se tomarán las decisiones económicas presentes y futuras.
En medio de todo este debate sobre la crisis de la deuda, no puedo evitar identificar un cierto pesimismo en tu análisis de la cuestión. Pareces insistir en las formas en que se fue adaptando sucesivamente lo que denominaste como «orden de la deuda».
Pesimismo, no sé, quizá sea realismo, para construir alternativas coherentes. En cualquier caso, lo que ocurrió en la política monetaria es nada menos que una revolución silenciosa, que comenzó con la flexibilización cuantitativa y se reforzó tras la crisis de la COVID. Por supuesto, existe la tentación de suponer que el sistema se autodestruirá por sus propias contradicciones y que las crisis pueden traer cambios. Sin embargo, cada vez veo que las contradicciones se resuelven con una mayor disciplina de la sociedad y del debate público, un proceso que consigue reajustar las expectativas sociales a un orden que exige rendimiento y acumulación a través de la deuda.
Hoy esto se puede ver con el giro del debate político francés en torno a la inmigración, en el que las cuestiones económicas y sociales son completamente invisibles. El fascismo es una extensión, a través de medios políticos actualizados, de la acumulación en el sistema capitalista. Existe un proceso institucional para ajustar las expectativas a las exigencias del capital, y ese proceso está en marcha.
Pasemos a Francia. En febrero, el Gobierno del primer ministro François Bayrou consiguió que el Parlamento francés, en situación de empate, aprobara el presupuesto para 2025. Este presupuesto prevé amplios recortes del gasto, pero la mayor parte de la reducción del déficit proviene de aumentos temporales de los impuestos. ¿Se trata de una estrategia política de Bayrou para preparar el terreno para una mayor austeridad?
Estoy de acuerdo en que las medidas fiscales presentadas por Bayrou fueron un gesto de tacto político, ya que necesitaba ganarse el apoyo del Partido Socialista. Pero lo más destacable de este presupuesto es que volvemos a ver un arbitraje entre clases. En otras palabras, todos los recortes del gasto se producen en cultura, educación e investigación, la «mano izquierda» del Estado. Las únicas partidas presupuestarias que se salvaron de los recortes pertenecen a la «mano derecha»: la policía y la justicia.
¿Está perdiendo la izquierda el debate sobre la austeridad?
La etiqueta que me gusta utilizar para describir un tipo de estado de ánimo en la izquierda es «reassurance-ism» (reaseguro). Ante la ansiedad generalizada que rodea el estado de las finanzas públicas, los economistas heterodoxos quieren restar importancia a las cosas y calmar las preocupaciones. En otras palabras, su objeción es considerar que, después de todo, la deuda no es mala. Desde las voces críticas de la izquierda, se oye que todo esto es un drama falso, junto con la afirmación de que hay abundancia de ahorros imponibles. Así que no hay problema. Pero esto deja de lado el hecho de que el ahorro significa desigualdad y poder del mercado de bonos.
Por supuesto, si la deuda forma parte de un sistema de redistribución y va acompañada de una ruptura general con las políticas de oferta y el fin de las rebajas fiscales a las empresas, la deuda soberana estaría bien. Sin embargo, sin eso, el ahorro es desigual y significa salarios más bajos para la mayoría y endeudamiento privado para que mucha gente pueda mantener su estilo de vida. En estas condiciones, la deuda es profundamente injusta y desigual.
El consenso mínimo que existía entre el Nuevo Frente Popular era sobre la fiscalidad. Se podía observar que la regulación financiera, el retorno del sector bancario al control público, la deuda perpetua y la intervención del banco central habían desaparecido del programa de la alianza de izquierda. Sin duda, esto era necesario para construir una coalición, pero entonces la izquierda quedó como algo ingenua en la cuestión de la deuda.
Marine Le Pen, por su parte, se movió activamente para mejorar la reputación de la extrema derecha entre los acreedores. ¿Cómo?
Hubo un giro radical en la extrema derecha. Entre 2012 y 2017, Le Pen criticó duramente el sistema de Maastricht y afirmó defender una especie de plataforma a favor de los servicios públicos, por muy insincera que fuera. Todo eso desapareció por completo. En el período previo a las elecciones anticipadas del verano pasado, muchos actores del mercado de la deuda esperaban que el Rassemblement National de Le Pen obtuviera una mayoría relativa y preveían que el diferencial entre los bonos franceses y los alemanes se iba a mantener contenido.
¿Por qué? Porque, entretanto, el Rassemblement National había dado un importante giro a favor del capital. Se podría llamar la «melonización» de Marine Le Pen, que ahora quiere demostrar su compatibilidad con la tecnocracia europea. Sobre todo, hay una tendencia en el capitalismo y las finanzas francesas hacia un nuevo espíritu libertariano que encaja bien con la extrema derecha, al tiempo que Le Pen fue capaz de ganarse el apoyo de los sectores más dominantes del capital.
En tu caso, abogas por un mayor control público sobre la financiación del Estado. ¿Cómo sería eso?
Lo que describo en mi primer libro, L’ordre de la dette, se inspira en la alternativa posterior a la Segunda Guerra Mundial, que no era específica de Francia. Se trataba de una forma de autofinanciación del Tesoro, con un recurso limitado al mercado. Agrupados en torno al Estado, existían bancos públicos y cuasi públicos que tenían la obligación de depositar su efectivo en el Tesoro. Creo que una hipótesis como esta hoy en día significaría alguna forma de Banco Popular para socializar la financiación estatal.
Un circuito bancario cerrado como este se ha vuelto aún más esencial en una época de recursos menguantes y en la que el crecimiento económico es cada vez más cosa del pasado. Esto podría muy bien tener lugar a escala europea, partiendo de la ambigüedad estratégica ya existente en la UE sobre los déficits y rechazando el trabajo político de negación institucional de las alternativas a la financiación del capital.
Benjamin Lemoine es sociólogo de la École Normale Supérieure.
Traducción: Pedro Perucca
Fuente: https://jacobinlat.com/2025/06/la-deuda-una-herramienta-para-aplastar-la-democracia/