En teoría, los trabajadores del conocimiento iban a ser los beneficiarios del neoliberalismo y la globalización. Sin embargo, la IA generativa y un mercado laboral hipercompetitivo están empobreciéndolos también a ellos.
En una reciente reunión de líderes empresariales y funcionarios del Gobierno estadounidense organizada por la empresa de capital riesgo Andreessen Horowitz, el vicepresidente J. D. Vance presentó un sorprendente y sincero análisis de los últimos cincuenta años de política económica estadounidense. «La idea», afirmó, «era que los países ricos ascenderían en la cadena de valor, mientras que los países más pobres se encargarían de las tareas más sencillas».
Lo que quería decir con esto es que, desde la década de 1970, los defensores de la globalización asumieron que, aunque algunos trabajadores de lugares como Estados Unidos podrían perder sus empleos en la industria manufacturera, la mayoría se adaptaría. Lo harían, por usar una frase que se convirtió en un meme en la década de 2010, «aprendiendo a programar». Al cambiar las minas de carbón por los ordenadores portátiles, los trabajadores de Estados Unidos, donde se concentrarían los empleos de alto valor, ocuparían una posición más alta en la cadena de valor mundial que sus homólogos del Sur Global. En cambio, lamentó Vance, lo que ocurrió fue que «a medida que mejoraban en el extremo inferior, también empezaron a ponerse al día en el extremo superior».
La descripción que hace Vance de esta tendencia es, en cierto sentido, más honesta que lo que el mundo ha llegado a esperar de los políticos estadounidenses. Desde la Guerra Fría, los líderes estadounidenses han vendido la globalización con expresiones ingeniosas como «progreso», «integración» y «modernización», una forma de economía de goteo para los Estados-nación que enriquecería aún más a los ricos y elevaría a los «subdesarrollados». Y aunque es cierto que el nivel de vida ha aumentado desde entonces, sobre todo en Asia Oriental, la realidad del resto del mundo ha sido un crecimiento mediocre, acompañado del desastroso colapso de las instituciones estatales y de bienestar.
Criticando los males de la globalización, Vance postula un mundo moldeado por una carrera de suma cero por la supremacía entre los Estados-nación. Sin embargo, en este relato falta —o se omite convenientemente— un análisis serio de las clases, a pesar de que son el eje principal que determina quién se beneficia de la globalización. Bajo el nombre de nación se agrupan los explotadores y los explotados, los que buscan sin piedad maximizar sus beneficios en todos los sectores y geografías, y los que soportan el peso de este insaciable afán de acumulación.
Presentándose como defensores de la clase trabajadora estadounidense, Vance y otros políticos como él desvían la atención de sus patrocinadores multimillonarios hacia los trabajadores extranjeros y una élite urbana liberal vagamente definida, aprovechando en gran medida la división entre los trabajadores manuales y los trabajadores de cuello blanco.
Fordismo y posfordismo
El sistema económico por el que Vance y otros miembros de la derecha populista sienten nostalgia es lo que a menudo se denomina la era fordista del capitalismo. Durante su apogeo, la llamada edad de oro del capitalismo, aproximadamente uno de cada seis trabajadores estadounidenses estaba empleado, directa o indirectamente, en la industria automovilística; hoy en día, la cifra es de poco menos del 3%.
El fordismo se caracterizaba por el consumo masivo en toda la sociedad y la producción en masa en fábricas organizadas según los principios tayloristas de hiperestandarización de los métodos de trabajo, las herramientas y los equipos para maximizar la eficiencia. Representó un período particularmente exitoso del crecimiento capitalista. En Estados Unidos, por ejemplo, entre 1947 y 1979, el salario medio de los trabajadores sin funciones de supervisión aumentó un 2% anual, mientras que el PIB real creció un 7,3%. En comparación, a partir de 1979, los salarios solo crecieron un 0,3% anual, mientras que el PIB real creció apenas un 4,9%.
La desaparición del fordismo, que comenzó en la década de 1970, fue provocada por la intensificación de la competencia internacional. Otros países capitalistas avanzados, como Alemania Occidental y Japón, comenzaron a producir bienes similares a los de Estados Unidos. Los salarios más bajos en esos países, combinados con la duplicación de la capacidad productiva, acabaron ejerciendo una presión a la baja sobre los precios y, en última instancia, sobre los beneficios.
Los efectos de este colapso se manifestaron en cambios tanto en la producción de bienes como en los patrones de consumo de los estadounidenses. Las fábricas ajustadas, coordinadas por cadenas de suministro globalizadas cada vez más complejas, sustituyeron a la fabricación nacional masiva de productos estandarizados. Los avances en la automatización, la informática y las tecnologías de la comunicación facilitaron esta transición al permitir la gestión de una mano de obra más flexible y distribuida geográficamente.
Los patrones de consumo de la población también cambiaron: los estadounidenses de a pie obtuvieron acceso a una amplia gama de productos cada vez más individualizados a precios más baratos, desde prendas de ropa diversas adaptadas a las subculturas emergentes hasta Funko Pops infinitamente personalizables. Este modo de consumo pronto se convirtió en la norma aspiracional de las clases medias de todo el mundo.
Pero el declive del fordismo también provocó la erosión del movimiento obrero en la mayor parte del Norte Global. La causa inmediata fue la deslocalización de las fábricas y los despidos masivos de trabajadores sindicalizados. A medida que estos trabajadores fueron desplazados a espacios de trabajo más pequeños y dispersos que exigía el sector servicios, su capacidad de organización se vio más limitada.
Este periodo acabó provocando derrotas aplastantes para el movimiento sindical, y los antiguos centros productivos —el Rust Belt estadounidense, el norte de Inglaterra, el norte de Francia— sufrieron una rápida desindustrialización a medida que las fábricas se trasladaban al extranjero, ayudadas por los contenedores de transporte estandarizados, los inventarios informatizados, las redes de comunicación más rápidas y otras innovaciones tecnológicas.
Esto creó una división cartesiana dentro de la economía mundial entre una mente del Norte, donde se realizaba el trabajo intelectual, creativo y directivo, y un cuerpo del Sur, responsable de la producción de bienes físicos. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), un acuerdo de libre comercio entre Estados Unidos, Canadá y México, firmado en 1994, y la entrada de China en la Organización Mundial del Comercio en 2001 exacerbaron estas tendencias. La producción se trasladó en su mayor parte a Asia, inicialmente a Corea del Sur y Taiwán, y finalmente a China continental.
Allí, las naciones con grandes poblaciones campesinas y formas innovadoras de gobernanza práctica ofrecían tanto mano de obra siempre disponible como una disciplina laboral rígida. China, por ejemplo, con diferencia el mayor ejemplo de este tipo de centro de fabricación, introdujo lo que se ha dado en llamar el «régimen de trabajo dormitorio», que agrupaba a los trabajadores en alojamientos densos en su lugar de trabajo, lo que permitía a la dirección de las fábricas un control sin precedentes sobre la rutina diaria de sus empleados.
Mientras que un pequeño grupo de países subdesarrollados de Asia oriental pudo beneficiarse de la globalización, la gran mayoría de los países que se integraron en estas redes —desde Egipto hasta Sudáfrica e Indonesia— sufrieron el deterioro tanto de la capacidad del Estado como del bienestar bajo la disciplina del capital financiero, y quedaron atrapados en servicios de bajo valor y en la producción de productos básicos.
El auge de la economía del conocimiento
Al mismo tiempo, los rápidos avances en las tecnologías de la informática y las comunicaciones contribuyeron al nacimiento de una nueva clase de trabajadores del conocimiento: modeladores de datos, desarrolladores de software, diseñadores de sistemas, analistas financieros e ingenieros de redes. Esta nueva clase sirvió de intermediario para los flujos cada vez más desagregados de capital, recursos, información y materias primas. Los miembros de esta clase disfrutaban de una relativa estabilidad al recibir una mayor parte de los beneficios de las empresas, ya fuera directamente a través de salarios más altos o mediante la propiedad de acciones. Este subconjunto de la mano de obra se convirtió en los gestores y facilitadores del capitalismo posfordista y vio cómo su nivel de vida y su capacidad de consumo aumentaban cómodamente.
En la mente de los defensores de la globalización, estos nuevos puestos de trabajo debían compensar las pérdidas resultantes de la desindustrialización. Sin embargo, las ganancias distribuidas por estos empleos fueron muy desiguales, y un pequeño sector de hogares con ingresos altos se llevó la mayor parte de los beneficios: el índice de Gini de desigualdad de ingresos en Estados Unidos, por ejemplo, pasó de 0,45 en 1971 a 0,59 en 2023, un nivel que solo se había visto antes de la Segunda Guerra Mundial.
En Estados Unidos, esta élite de trabajadores se llevó la mayor parte de los beneficios de la globalización; en Europa, la mayor fiscalidad mitigó en cierta medida esta divergencia, redistribuyendo parte de las ganancias obtenidas por las nuevas clases medias a una clase más amplia de trabajadores a través de lo que quedaba del Estado de bienestar. Pero, en realidad, ambos modelos estaban bastante desconectados de donde se generaba una gran parte de los beneficios: en las fábricas de China y México y en las textiles de Bangladesh y Vietnam.
Emblemático de esta nueva economía es el minorista de moda sueco H&M. En 2024, la empresa registró un beneficio operativo de 1800 millones de dólares. Pagó un tipo impositivo medio del 24,9%, prácticamente nada en Bangladesh, donde se produce alrededor del 20% de sus prendas. Un diseñador de ropa en H&M puede ganar hasta 100.000 dólares al año, mientras que el salario mínimo mensual de un trabajador textil en Bangladesh solo se ha aumentado recientemente a 113 dólares: unos míseros 1356 dólares al año.
La IA generativa y el giro hacia el interior del capital
En los últimos años, el pequeño grupo de trabajadores que se ha beneficiado de la economía globalizada ha empezado a sentir la presión. El auge de la IA generativa y la ansiedad generalizada sobre sus efectos pueden interpretarse desde esta perspectiva. Desde el lanzamiento de ChatGPT en noviembre de 2022, cada vez es más evidente que innumerables formas de trabajo —el diseño gráfico, la redacción publicitaria, la programación— están siendo rápidamente sometidas a la misma lógica disciplinaria que antes se centraba en la fábrica.
Aunque la IA generativa ha sido objeto de un entusiasmo injustificado y la tecnología dista mucho de ser perfecta, su capacidad para escribir código informático o generar diseños de productos e imágenes de marketing está mejorando rápidamente. Ya no es del todo descabellado concluir que algo parecido a un proceso de proletarización industrial podría llegar gradualmente a formas de trabajo informativo y creativo que hasta ahora habían sido inmunes a estos cambios.
Incluso si no aceptamos las fantásticas nociones de inteligencia artificial general (una IA que podría superar la inteligencia humana) o las grandilocuentes declaraciones sobre una cuarta revolución industrial, en su forma actual los modelos de IA generativa son capaces de ayudar a los capitalistas a imponer disciplina salarial a una amplia gama de trabajadores del conocimiento. Su capacidad para buscar y procesar de manera eficiente grandes volúmenes de texto supone una amenaza particular para las profesiones basadas en el descubrimiento, la curación y la organización del conocimiento.
Estos modelos también se han implementado para automatizar ciertos aspectos del desarrollo de software y la programación informática, lo que ha provocado una descalificación de los programadores y ha reducido la influencia que antes tenían. Por ejemplo, un modelo de lenguaje generativo ahora puede producir la mayor parte del código necesario para crear un prototipo razonable de un sitio web o una aplicación móvil en una o dos horas, un trabajo que normalmente le llevaría varios días a un desarrollador de software medio.
En ámbitos como el marketing, la creación de contenidos y la publicidad, los modelos de IA generativa son capaces de sustituir una gran parte de las tareas de los empleados. Que lo hagan bien o no es irrelevante: poco impide que las fuerzas del mercado conviertan la basura de la IA en la nueva norma.
El declive de la aristocracia
El éxito de la obra Imperio, de los filósofos Michael Hardt y Antonio Negri, a principios de milenio, despertó un renovado interés por una corriente de análisis laboral contemporáneo que había sido especialmente popular entre los marxistas italianos desde la década de 1970. Estos pensadores, denominados «posobreristas», como Maurizio Lazzarato, Paolo Virno y el propio Negri, argumentaban que las formas informativas, culturales y comunicativas del trabajo en red eran más resistentes a la medición y menos susceptibles de ser absorbidas por los circuitos de la disciplina y la mercantilización. En el trabajo inmaterial y cognitivo veían las semillas de la autonomía, la cooperación y el potencial de formas de producción poscapitalistas, es decir, una forma de liberación del trabajo explotador en sí mismo.
En retrospectiva, estas ideas acabaron estando bastante desfasadas respecto a la realidad de cómo acabaron evolucionando estos patrones de trabajo «inmaterial». Al igual que otros avances recientes en diferentes tipos de trabajo intelectual —como el desarrollo ágil de software o la creación de contenidos métricos—, la IA generativa sirve para expandir la lógica de la fábrica precisamente a estos patrones de trabajo aparentemente autónomos, rutinizándolos y haciéndolos más susceptibles a la disciplina. Por ejemplo, ahora se le puede pedir a un diseñador gráfico que entregue un modelo 3D en una hora en lugar de en un día, y el empleador puede indicarle que utilice Midjourney o cualquier otra herramienta de asistencia de IA.
Hoy en día, la red del capital se está reduciendo. La malla que conecta a los productores de microchips de las fábricas de Foxconn en Shenzhen con los empleados del Genius Bar en Berlín y con los trabajadores tecnológicos de las oficinas de Apple en Cupertino es cada vez más uniforme. Si bien la posición de los trabajadores de gama baja y alta frente al capital es muy diferente, cada vez comparten más una trayectoria descendente.
En lo que es una señal reveladora para el sector tecnológico, las tasas de empleo de los programadores informáticos en Estados Unidos se han desplomado hasta su nivel más bajo desde la década de 1980. Esta presión ha erosionado visiblemente la capacidad de negociación de los trabajadores, y no solo en lo que respecta a los salarios. En 2018, los empleados de Google lograron detener la colaboración de la empresa con el Ejército estadounidense en el marco del Proyecto Maven. El año pasado, en cambio, más de cincuenta trabajadores fueron despedidos sumariamente tras protestar por la complicidad de Google en el genocidio de Gaza. La aristocracia de la economía del conocimiento, que en su día fue capaz de negociar sus condiciones, está siendo destronada poco a poco.
Ahora más que nunca, es esencial que luchemos contra la atomización que mantiene a los trabajadores separados a lo largo de las cadenas de suministro globales. A medida que se acelera el giro hacia dentro del capitalismo del Norte, se hace cada vez más crucial mirar hacia fuera, cultivar alianzas y solidaridades con los ingenieros de centros de datos, los trabajadores textiles, los trabajadores de plataformas, los mineros de cobalto y todos aquellos relegados a la parte baja, a las sombras del capitalismo global. El capital es hoy un adversario mucho más formidable que hace medio siglo, y si queremos construir un movimiento obrero exitoso, es crucial que construyamos de forma voluntaria y deliberada la solidaridad y nos organicemos en todos los nodos de su red.
Traducción: Natalia López
Fuente: https://jacobinlat.com/2025/07/auge-y-caida-del-trabajador-del-conocimiento/