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Sobre racionalismo, irracionalismo y el concepto de hombre nuevo en Sacristán

Goya razón
Fuentes: Rebelión [Imagen: 'El sueño de la razón produce muertos' (1799), grabado con el que Goya quiso expresar que cuando la razón se adormece aparecen las visiones fantasmagóricas, las alucinaciones con seres monstruosos salidos de la oscuridad. Créditos: Museo del Prado]

En esta nueva entrega del Centenario Manuel Sacristán Salvador López Arnal reúne varios textos de Manuel Sacristán en los que reflexiona sobre los conceptos de racionalismo, irracionalismo y el concepto de ‘hombre nuevo’.


El profesor Miguel Candel abría «Las ideas gnoseológicas de Manuel Sacristán», su aportación al especial que mientras tanto dedicó al autor de Panfletos y materiales en 1987, con el segundo párrafo de la Introducción de la tesis doctoral del que fuera su maestro y amigo.

La lucha moderna contra el pensamiento racional y sus frutos institucionalizados, la obra de «destrucción de la razón», señala Sacristán, «comenzó probablemente a finales del mismo siglo XVIII y sin duda desde los primeros años del siglo XIX con ciertas manifestaciones románticas vertebradas por una especie de teorema general que atraviesa decenios y escuelas y dice poco más o menos así: la razón no comprende la vida del hombre ni su pasado ni su futuro y lo convierte todo en cosificado presente». Ese axioma articulaba también el antirracionalismo contemporáneo hasta Bergson y Heidegger.

Para el autor de Metafísica de cercanías quedaba claro, desde la más superficial aproximación a la obra de Sacristán, que su lucha intelectual (y sociopolítica) podía «compendiarse adecuadamente como una defensa pluriforme de la razón y la racionalidad contra las mil variantes del irracionalismo que pueblan el universo alienado de la “razón burguesa”.» Coincidimos con la consideración del profesor Candel.

En la presentación de su tesis doctoral (Las ideas gnoseológicas de Heidegger, pp. 23-27), comentaba Sacristán:

«Los grandes filósofos antirracionalistas del siglo XX, tanto Bergson como Jaspers o Heidegger, enseñan además una doctrina más o menos coherente sobre el conocimiento, sobre la verdad, el pensamiento verdadero, la razón, la abstracción, la lógica, etc. Cuando no plenas teorías, sí es posible encontrar en ellas abundantes ideas gnoseológicas. El presente estudio tiene su principal motivo en la creencia de que la ocupación con las ideas gnoseológicas del pensamiento antirracionalista es el primer deber de la razón en sus consideraciones de esa filosofía; y tiene como objeto el estudio de las ideas gnoseológicas del filósofo más importante desde un punto de vista cultural, y acaso también más “profundo” del antirracionalismo contemporáneo: Martin Heidegger. Su motivo y su objeto permitirán acaso cifrar la tarea de este estudio en la contestación a la siguiente pregunta: ¿Qué puede aprender el pensamiento racional de las ideas gnoseológicas de Heidegger?».

Por otra parte, en Lógica elemental, pp. 298-299, Sacristán explicaba la diferencia entre racionalidad y logicidad del siguiente modo:

«Ocurre, en efecto, que los usos de la voz ‘racional’ no coinciden con los usos admisibles de la voz ‘lógico’ o, más propiamente, ‘lógico-formal’. La racionalidad de un discurso es cosa mucho más compleja, rica e importante que su logicidad formal. Para que un discurso sea correcto lógico-formalmente, basta con que no tenga inconsistencias. Para que sea racional, se le exige además la aspiración crítica a la verdad. Y esta aspiración impone a su vez la capacidad autocrítica y el sometimiento a unos criterios que rebasan la mera consistencia (por otra parte necesaria): son criterios que sirven para comparar fragmentos de discurso con la realidad, Incluyen desde la observación hasta el examen de las consecuencias prácticas de una conducta regida por aquel discurso».

En esta entrega los textos recopilados son:

  1. Irracionalismo y el hombre nuevo
  2. Sobre el uso de las nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács
  3. Bruno y Galileo: creer y saber
  4. Un problema para tesina en filosofía
  5. La conversión

1. Irracionalismo y el hombre nuevo

Nota del editor.- Sacristán participó en 1967 tal vez en 1966 en unas jornadas sobre «Irracionalismo y el hombre nuevo» que contaron también con la presencia, entre otros participantes, de J. L. López Aranguren, José María Recalde, Valeriano Bozal, Xavier Rubert de Ventós y Manuel Ballestero. Ignoramos el lugar del encuentro.

No hemos podido localizar el guion original de la ponencia de Sacristán, pero sí la transcripción (no corregida por él) de sus intervenciones (Pueden verse ahora entre documentación depositada en la Biblioteca de la Facultad de Economía de la UB).

Hemos agrupado sus consideraciones en siete bloques y hemos corregido algunas erratas del texto fotocopiado.

(Dicho sea entre paréntesis: en una nota de reflexión no fechada escribía Sacristán: «La reducción de “realidad” a términos formales es otra notable coincidencia de irracionalismo y positivismo»).

1.

Querría, más que nada para abrir fuego que me consta que es útil, suscitar una cuestión, en parte crítica y en parte más bien pura interrogación, que en mi intención, y por las notas que yo he tomado, la relaciona fundamentalmente con las intervenciones de Aranguren y de Ballestero. Arranca de una breve anotación de Aranguren que era del tenor siguiente: si la categoría «sociedad industrial» no es más importante que la categoría «sociedad burguesa» lo que explicaría, decía Aranguren, los fenómenos de aburguesamiento en la sociedad soviética.

Creo, sinceramente, que por debajo de un paralogismo superficial hay aquí una cuestión seria que se relaciona también con la intervención de Bozal. El paralogismo que yo criticaría a Aranguren es el siguiente: si se empieza diciendo los fenómenos sociales tal vez tengan que explicarse en base a la categoría ‘sociedad industrial’, que es más importante que la categoría ‘sociedad burguesa’, lo que implica también que [es más importante que] la categoría ‘sociedad socialista’, entonces, suponiendo la conclusión, supuesta que la interpretación de ciertos fenómenos de la sociedad soviética fuera correcta, debería llevar a la conclusión de que esos fenómenos no son de sociedad burguesa sino de sociedad industrial, puesto que primero se ha substituido la categoría ‘sociedad burguesa’ por ‘sociedad industrial’.

Hay un paralogismo, dicho sea sin ánimo muy polémico, que me parece que tiene una punta ideológica y propagandística: primero se dice sociedad industrial pero, cuando luego se trata de echársela a los rusos encima, ya no se dice industrial sino que se dice burguesa.

Pero esto, por debajo del paralogismo de expresión, me parece en cambio que atañe a un problema que Aranguren se limitó a rozar en este momento y que estaba bastante en el centro de la intervención de Ballestero, con el que se llega al plano en el que me parece que la cosa es importante.

Creo que el fenómeno aludido por Aranguren se podría describir así: uno no ve en la sociedad soviética eso que durante tantos años se llamó «el hombre nuevo»[1]. Entonces uno se hace la siguiente reflexión: seguramente todo el interés de Ballestero en oponerse a la recusación lukácsiana, tan primaria, de contenidos de pensamiento presentes en Pascal o en Kierkegaard, apunta también en ese sentido, en el sentido de que la revolución, además de tener el nivel fundamental de una intervención en el régimen de propiedad de los medios de producción, tiene también otros planos que son éticos, si se quiere usar la palabra tradicional, o antropológicos o como se los quiera llamar.

Ante lo cual creo que hay que hacer la siguiente observación: polémicamente, para abrir discusión, yo me enfrentaría con esta cuestión en dos planos: primero, constatación del hecho de que, efectivamente, no se ve al «hombre nuevo», y de que además ciertas maneras simplistas de plantear el problema, como las de Lukács, excluyen la idea misma de un hombre nuevo, como se aprecia en el hecho, por no dar más que un ejemplo, de que Lukács sea tan absolutamente incapaz de desprenderse del gusto estético tradicional, esa antipatía suya a la cámara lenta o a la vanguardia, que es realmente característica del hombre viejo, no del hombre nuevo.

Por lo tanto, la admisión de que no hay hombre nuevo en las sociedades socialistas me parece el primer punto de una posible respuesta polémica. El segundo, en cambio, casi es antitético: es recordar, tanto a Aranguren como a Ballestero, que Lukács pertenece a los cantores del hombre nuevo, es decir, a los que desde 1925 están diciendo que sí que hay hombre nuevo.

Esto nos sugiere lo siguiente: si no es perfectamente natural y sensato admitir que el hombre nuevo nace muchísimo después, que el régimen de producción nuevo y que la obsesión juvenil soviética por fabricar rápidamente el hombre nuevo, tiene gran peligro de caer en el fariseísmo en que acabó.

Yo haría pues la respuesta doble, y más bien problemática, de que un comportamiento a la vez racional y revolucionario debe tener siempre presente la idea del hombre nuevo sin mito, porque el marxismo sólo quiere decir relaciones de convivencia nuevas, relaciones sociales nuevas, no quiere decir sustancias metafísicas nuevas.

No obstante, debemos tenerlo presente y saber que lo que la experiencia de los países socialistas muestra ahora: que intentar poner la idea de hombre nuevo por delante de la idea de reconstrucción socialista de la producción, da lugar al fariseísmo estalinista (por usar palabras consagradas), da lugar a una anticipación que acaba en la represión, en el autoritarismo, porque todo el mundo tiene que producirse según un esquema abstracto puesto que no producido socialmente todavía, sino producido sólo por decreto gubernamental de lo que es el hombre nuevo.

Todavía una última observación, esta no polémica, sino en cambio positiva: a este doble reconocimiento el que no hay que olvidar el tema de los demás planos de la revolución, y el otro, el de que tiene graves defectos anteponer la idea global de la revolución integral y del hombre nuevo a la realización de la base social y del marco político, quizás se podría añadir lo siguiente: los inconvenientes conocidos de poner por delante el tema del hombre nuevo fueron sustancialmente el autoritarismo, el disfraz farisaico de la persistencia de las necesidades del hombre viejo. Y, por tanto, una política socialista coherente, que tuviera en cuenta los dos planos, debería consistir en lo siguiente: que la instrumentación del primer plano, el de la base económica, necesita los instrumentos clásicos de dictadura socialista, mientras que el segundo, el de la producción de nuevas relaciones sociales de origen o dicho más tradicional y míticamente, el del hombre nuevo, lo que requiere es más bien unos instrumentos de posibilitación, posibilitación de nuevas relaciones sociales, en el sentido de la liquidación de los tabúes familiares, sexuales, sobre la amistad, etc., más que imposición del hombre nuevo. Necesita que se rompan los tabúes y no que un gobierno decrete qué es el hombre nuevo.

Por último, sólo una observación para estar también tranquilo con la conciencia científica: el paralogismo de Aranguren, del que he tomado el punto de partida no me hace olvidar, ni creo que deba hacer olvidar a ningún socialista, que la apologética indirecta del capitalismo conseguida por esta vía tecnocrática, desde Burnham hasta Galbraith, aunque es obviamente propaganda capitalista, es de enorme interés para todo socialista. Se pueden aprender muchas cosas en ella. Esta argumentación, aunque la crea paradójica y, en el fondo, apologética del capitalismo, está cargada de una serie de hechos que la cultura socialista ha desconocido durante mucho tiempo, como el problema de la democracia técnica, etc.

Sólo pretendía con esto suscitar intervenciones de Aranguren y Ballestero.

2.

Primero, quería precisar que deducción no la había, al menos en mi intención, aunque quizá pudiera parecerlo. Quería sólo basarme en la única experiencia global hasta ahora, que es la soviética, que es la única que tiene suficientes años para que sirva como experiencia. Por lo tanto, era pura interpretación de una experiencia, no era ni mucho menos deducción.

Ahora bien, esa experiencia me parece contener datos digo datos, no interpretación. Como acaba de decir Recalde, por ejemplo, que en la sociedad soviética se tarda demasiado en plantear el problema del hombre nuevo, a mí me parece lo contrario de lo que ocurrió, porque creo que lo plantearon demasiado pronto, desde el año 1919, prácticamente, empezando por la Prolet-Kult […] mucho menos como suele hacerse en mi opinión precipitadamente y por una mala traducción de «Prolet-Kult», pues los occidentales parece que entienden muchas veces «Kult» como culto, en cambio, quiere decir, cultura, cultura proletaria, y no culturizar al proletario, como a veces he oído traducir. Una persona culturalmente tan fina como Gramsci fue, en Italia, la que estaba en relación con Lunacharski[2] para lanzar el movimiento del Prolet-Kult y no era ningún obrerista.

No desprecio aquella experiencia, pero creo que fue incluso prematura.

Creo que fue, desde luego, mucho más intenso que en Cuba el esfuerzo por la creación del hombre nuevo. En el momento fue verdaderamente frenético. Si se repasan documentos, es mucho más intenso y obsesivo que lo que pueda parecer en los documentos cubanos de hoy. Por lo tanto, pienso, al contrario que Recalde, que se precipitaron, con un optimismo desmesurado, en la creación del hombre nuevo. Creyeron que una vez establecidos «los soviets y la electrificación», no había ya más problemas de base y que los restantes problemas eran de orden moral, de creación del hombre nuevo. Yo creo más bien que se precipitaron.

El problema me parece que tiene cierto parentesco con el que se presenta en Cuba y en el que también me parece que los soviéticos ofrecen el ejemplo de precipitación y no de retraso. «El tomar medidas para la producción del hombre nuevo» es expresión, dicha así como la ha dicho Recalde, que yo no podría sino suscribir.

Lo que pasa es que la expresión misma es todavía demasiado poco precisa, depende de qué quiera decir. Si quiere decir ponerse a decretar el hombre y el arte nuevos, como hicieron los soviéticos por aquellos años, me parece ilusoriamente complejo y en sustancia poco maduro. Es una enorme confianza en la imaginación subjetiva. En el fondo, un punto de idealismo: creerse que se puede anticipar mucho más de lo que es anticipable. La vía me parece mucho más negativa. Las medidas que, como decía Recalde, también yo concibo urgentes desde el primer momento las veo por vía de destrucción de la sociedad vieja, más que por la fabricación activa del hombre nuevo en cuestión. Algunos ejemplos históricos (…)

Me parece que hay que contar por sitios la constitución del tipo humano del burgués, empezando por la aparición de la clase, como verdaderamente constituida y hasta por el dominio de esa clase que es la gran diferencia con la sociedad socialista, pero hay que contarlo por siglos. Pongamos que en el campo socialista haya que contar por siglos, pero es seguro que no va a ser posible contar por meses. Con esto de todas maneras no he hecho más que de abogado del diablo. Queda otra parte.

La verdad es que rasgos de hombre nuevo sí que, por otra parte, puestos a reconocer, aparecen en muchas sociedades socialistas, empezando por la soviética. Heidegger, que es muy agudo, lo ha visto muy claramente. En una curiosa y crítica frase de Carta sobre el Humanismo3 dice que, a la vista de la realidad actual, se ve claro que la esencia del marxismo no es el materialismo sino la teoría del trabajo. En la mayoría de los ciudadanos soviéticos, según dicen los que informan de la sociedad soviética, sorprende un rasgo poco frecuente en la sociedad burguesa que es un cierto entusiasmo por el trabajo en amplias capas de la población, una cierta aceptación del trabajo como algo positivo, como algo de lo que depende todo.

Y otro rasgo que yo añadiría, y me parece que ambos están también presentes en Cuba, es la mayoritaria adhesión de la población a la política de alfabetización y de difusión en masa de la educación base.

A mí me parece más real que aparezcan rasgos de humanidad nueva que el intento soviético de los años veinte y treinta de intentar construir positivamente, no solo por vías de remoción de tabúes y de restos, una imagen global de hombre nuevo.

3.

Una única aclaración que he de hacer para evitar equívocos entre lo que ha dicho Ballestero y lo que yo decía. Cuando decía «demasiado pronto» no me estaba refiriendo a la afloración de [nuevas relaciones] posibilitada durante los años 18, 19 y 20 [siglo XX], sino al intento sistemático de construir el hombre nuevo posterior a aquella primera época […] pero es una especie de prólogo a un intento ya político de promover el hombre nuevo que, como acaba de decir Ballestero, y con lo que estoy completamente de acuerdo, conduce a la pura ideología[4].

En mi opinión, en cierto sentido, aquellos hombres estaban creando un hombre nuevo, en el sentido de que transformaban completamente al kirguís o al tártaro; con el tártaro, sí que hicieron un hombre nuevo radicalmente. En cambio, la floración anterior había sido en Leningrado y Moscú, más bien espontánea y casi sólo entre intelectuales. Con lo cual da cuenta de la tremenda problemática de la construcción del socialismo en países atrasados y que la producción de un hombre nuevo, durante el período casi prehistórico, resultó estar en contradicción con la construcción de un hombre nuevo a partir de la sociedad burguesa.

4.

No tengo más remedio que intentar volver a deshacer el equívoco cronológico. Está claro que cogiendo la última frase de [Alexandre] Cirici la responsabilidad por los fenómenos de tipo por lo menos conservador, en cuando a la concepción del hombre y de su vida, es imputable a los que cortaron el desarrollo de los primeros años posteriores a la revolución, pero este desarrollo se cortó en nombre de la realización política del hombre nuevo.

Maiakovski[5] puede haber hablado en versos del hombre nuevo, pero no ha hecho un programa de construcción del hombre nuevo, sino que más bien ha dado pistas hacia una nueva humanidad. Fue en nombre de un programa de construcción del hombre nuevo, el cual, entre otras cosas, era tan nuevo que no tenía que gustar de la tradición presocialista de Maiakovski, por lo que se paralizaron algunas incoaciones del hombre nuevo que, justo es decirlo, afectaban de momento sólo a las zonas más cultas de las grandes capitales soviéticas y no, desde luego, a la inmensa mayoría de los hombres soviéticos.

Y por lo que hace a la inmensa mayoría de los hombres soviéticos, sólo querría decir rápidamente que estoy en completo desacuerdo con lo que ha dicho Cirici: de que el colonialismo pudiera hacer hecho con los kirguises y con los calmucos[6], lo mismo que hizo el poder soviético. Tal vez hubiera podido, aunque esto es sólo un futurible, pero de hecho ahí está el Congo, toda el África negra colonizada desde mucho antes de que los soviéticos llegaran al Kirguistán o al país de los calmucos, y ahí sigue la organización y la completa persistencia de las formas arcaicas de vida.

Claro que esto, como todas las demostraciones empíricas, no es una demostración deductiva, pero es bastante concluyente: la historia moderna prueba, muestra o sugiere que el imperialismo no ha sido capaz de hacer con los congoleños lo que el poder soviético hizo con los kirguises y calmucos.

5.

Se ha dicho que el tema más exactamente debatido en lo que llevamos en discusión ese que con un lenguaje un poco mítico se llama «hombre nuevo», lo he propuesto yo. En realidad no me parece exacta esa afirmación. Me parece que nos lo ha propuesto Lukács porque el tema ha salido, como se recordará, a través del problema siguiente: una valoración más matizada del pensamiento de los filósofos llamados «irracionalistas»[7] era necesaria para recoger dimensiones de humanidad, tema que va a confluir con el problema de la creación de una moral social, de un contexto social de la vida personal nueva, el tema del hombre nuevo. Me parece que en la discusión del tema no se ha salido nunca de la temática lukácsiana ni en aquellos puntos que han quedado más o menos claros y unánimes, ni en aquellos otros que seguramente serían susceptibles de horas de discusión. Por ejemplo, es claro que Lukács y su obra no estaban ausentes de la serie de observaciones críticas acerca de la imposición política de una imagen de lo que se llama «hombre nuevo», tanto por la biografía de Lukács como por la sequedad que casi todos hemos criticado en su obra (el tema está relacionado con él). Tampoco estaba ausente la obra de Lukács en prevenciones no suficientemente discutidas, como la que ha hecho [Joaquim] Sempere, acerca de que no basta la remoción de restos de la cultura vieja para que se produzca la cultura nueva, sino que hay que disponer además de modelos más o menos voluntaristas, modelos que luego Aranguren ha calificado de dinámicos.

Con esto desembocamos precisamente en el tema de las relaciones entre base y supraestructura, cuya visión por Lukács ha sido varias veces criticada aquí. Es claro que no existe una determinación causal unívoca entre base y supraestructura, y, por lo tanto, hace falta la mediación de modelos, de programas, etc. Lo que está en discusión es si esos programas pueden ser imágenes ideológicas, estatalmente impuestas, o han de ser imágenes sectoriales producidas por la sociedad en base a un programa político en general.

Tampoco estamos nada lejos de la obra de Lukács con la intervención de Recalde, que precisamente él ha enlazado de un modo explícito con Historia y consciencia de clase[8]: el problema de cómo se forma el hombre nuevo a partir de la sociedad vieja. Y él mismo ha dejado fuera de duda que el posible temor del idealismo está aquí fuera de lugar, puesto que no es un planteamiento idealista, el de anticiparse a la nueva sociedad, sino que es el planteamiento implícito, desde la Tesis sobre Feuerbach, en el problema de la práctica. Aquí no hay idealismo más que en el caso de deteriorización de los conceptos, no en el planteamiento mismo de la concepción de un hombre nuevo a partir de la sociedad vieja.

El mismo Recalde y me parece que es este otro de los puntos de acuerdo, pues no ha habido discusión sobre ello ha cifrado el problema en sus justos términos: en la sociedad vieja el tema de la formación del hombre nuevo es el tema de la formación de la conciencia revolucionaria, pura y simplemente, lo cual enlaza con lo que pudiera ser última categoría de nuestra discusión.

6.

En este repaso de ponencias de ayer sólo una observación breve sobre la de Aranguren.

Me pareció muy útil la explicitación de los siete usos que Aranguren consideró indicado relacionar de los términos «racional», «razonable», etc. Pero me gustaría añadir uno implicado por los siete que él dio: el uso que lleva toda la problemática de la relación entre teoría y práctica: es el uso que hacemos del término «racional» cuando decimos «conducta racional», o «práctica racional». Aquí está implicado un uso que no puede ser el uso de «racional» en sentido deductivo o en sentido teórico, y que, sin embargo, pretende ser algo más que el uso de la palabra «razonable».

«Práctica racional» puede, en una primera aproximación, querer decir práctica adecuada a unos fines. Pero, en realidad, cuando en un contexto parcial o totalmente político, se habla de «práctica racional», no se está queriendo decir sólo eso sino una elección racional de los fines. Y aquí intervienen algunos aspectos de la ponencia de Rubert [de Ventós]. Cuando decía prescindir de la ideología, quería decir que es algo perfectamente posible cuando existe una fe que facilite la elección de fines. El problema cultural de la época del socialismo en un futuro inmediato va a consistir en lo siguiente: en que una vez reconocido que la expresión y el concepto de «práctica racional» no puede querer decir práctica deducida de una ideología o de una concepción del mundo, puesto que esa deducción es falaz; puesto que, por otra parte, para un hombre que quiere ser o que quiere pensar dentro de la tradición racional, la «fe», en el sentido muy preciso en que se usa la palabra en la tradición religiosa, no puede contar ni puede ser ninguna solución, puesto que fe, en este sentido no irónico y no polémico, quiere decir reconocimiento de una instancia transcendental, entonces hay que reconocer la necesidad de reconstruir el concepto de creencia por introducir un término técnico que establezca la distinción con respecto del término «fe», para lo cual hay que empezar por reconocer que la mayoría, si no la totalidad, de las acciones prácticas de la vida, no ya sólo de las acciones prácticas de trascendencia política, están fundadas en creencias que merecen en mayor o menor medida el nombre de «creencias racionales», desde la creencia en que el sol saldrá mañana lo cual no es nunca demostrable hasta la creencia que permite una práctica revolucionaria.

Aquí hay un problema teórico que me parece fundamental para la teoría socialista en los próximos decenios: la exploración del concepto de «creencia racional» y luego el estudio más concreto de cuál es el tipo de creencia con aspiración racional que se da en la mediación entre la teoría socialista y la práctica socialista.

Es evidente que un socialista, especialmente si es marxista, no puede albergarse en una fe. Tiene que estar como decía Bernal, que ha sido en su juventud un prototipo de intelectual socialista nada metafísico conformado intelectualmente con la situación en la cual no hay fe en concepción del mundo alguna ni siquiera puede haber creencia racional en concepción del mundo de tipo clásico, sistemático y falaz, mixta de teoremas y valoraciones. Y conformándose con esta situación, se trata de explorar entonces el tipo de creencia racional que está en la parte de la práctica socialista.

Esto me parece que es una diferencia importante para determinar qué quiere decir «racional» cuando habla un pensador. Por ejemplo, un planteamiento así daría muchos puntos de racionalidad a Pascal por enlazar con un tema de Ballestero, precisamente por el hecho de que Pascal ha tenido constantemente la «tentación racional», por así decirlo, de doblar su profesión de fe de una estimación de su creencia, cosa relacionada con su dedicación al cálculo de probabilidades sin ninguna duda.

En resumen, esta pequeña observación a dos ponencias, que son las únicas sobre las cuales tenía urgencia de decir algo, consiste en lo siguiente: a la de Aranguren, añadir como uso muy importante para la teoría socialista, la expresión «creencia racional»; a la de Rubert, para declararme en completo desacuerdo y considerar caricaturesca su descripción que consiste en creer, como en la propaganda irracionalista, que no existe más que saber positivo teorético y fe. Existe, en medio, el tipo de operación racional que es la base de toda la vida, que es la »creencia racional».

7.

He dicho con énfasis, y casi con patetismo, que esta es una cuestión abierta. Existe muy poco estudio acerca del tema y el punto de vista desde el cual cada uno lo enfoca tiene que ver ciertamente con su profesión filosófica. La mía no me permite ver ninguna aproximación entre el tema de la creencia racional y el sistema de señalización UNO PRIMA de Lukács, o el tema husserliano, luego recogido por la fenomenología francesa, del «mundo prerreflexivo».

Como marxista tendría que objetar muchísimo esto a Lukács, y tendría que decirle que un filósofo no se puede inventar un concepto fisiológico sino esperar que los fisiólogos lo consideren apto o no. A los fenomenólogos tendría que objetarles que el llamado «mundo prerreflexivo» el concepto tal como ellos lo han usado, menos Husserl que otros es un concepto biologista en gran parte y, en mi opinión, habría antes que aclarar si los buenos usos y las maneras no son pura y simplemente tradición convencional, resto momificado, como tantos otros, de convenciones plenamente conscientes y conceptuales en otra época histórica.

La única aproximación hasta ahora fecunda en el tema de la «creencia racional» es la emprendida, por una parte, por el marxismo en la crítica de las ideologías y por los lógicos y teóricos del conocimiento, por otra, en el tema de la argumentación plausible. Las dos autoridades más destacadas aquí son Polya [Matemáticas y razonamiento plausible. Madrid, Tecnos 1966, traducción José Luis Abellán[9]] (un lógico de origen europeo, pero que está en los Estados Unidos) y Hintikka ([Jaakko, 1929-2015] un lógico nórdico), los cuales han estudiado el argumento meramente plausible y que no demuestra, sino que hace que una consecuencia o que una proposición sea más admisible que otras.Pero debo advertir que el intento de Polya es puramente descriptivo y el de Hintikka intentaba dar una lógica de la plausibilidad a partir del cálculo de probabilidades. Por el momento, el primer intento de formalización de esa lógica de la plausibilidad acabó en contradicción interna, en una paradoja, lo que quiere decir que el tema está en mantillas. Y si no he sido más claro ha sido, entre otras cosas, porque creo que aquí no es soportable ni por mi mismo una conferencia de epistemología sobre el tema de la creencia racional o de la argumentación plausible. Y, además, porque el tema está en mantillas, sin ninguna aportación positiva, teniendo hasta ahora sólo las aportaciones negativas contenidas en la crítica marxiana de las ideologías.

Notas edición

[1] Sobre el hombre nuevo, este paso de «Checoslovaquia y la construcción de socialismo» (Intervenciones políticas, pp. 257-258): «Entre las nuevas contradicciones hay una que no enuncia la pregunta y que ha sido, en cambio, según creo, importantísima en la degradación de varios aspectos de la vida de las sociedades pre-socialistas que se conocen en la Europa central y oriental: es la contradicción disimulada, en vez de verazmente reconocida, entre un primer proyecto sobreestructural basado en el supuesto de la rápida aparición de un “hombre nuevo” y el hecho de que el desarrollo de las fuerzas productivas y de la base social no permite aún, ni lejanamente, la generalización del tipo de humanidad nueva más allá del conato que es la vanguardia “pobre y nueva”. Por los años veinte, durante las grandes hambres, algunos escritores soviéticos sostenían olímpicamente que no era posible escribir tragedias en la URSS, por no existir ya la problemática del hombre viejo. ¿Era eso aún sincero? ¿Y era sincero Lukács cuando pese a haber reconocido ya explícitamente, tras la crítica de Zinoviev ante el Comintern, el carácter burgués e idealista de su izquierdismo juvenil reafirmaba en 1936 que el socialismo no conocía el riesgo de caer en “ilusiones heroicas” análogas a las que Marx analizó en el caso de los jacobinos? Es posible que todos fueran sinceros, aunque esto último ocurría ya después de la liquidación política de Trotski y en vísperas de los procesos de Moscú. Es posible, porque la histérica necesidad de consuelo pseudorrevolucionario es capaz de sumar dos y dos y obtener hegelianamente siete o cualquier otro número mágico. Sobre todo cuando esa historia se apodera de intelectuales burgueses en busca de salvación personal, de “autenticidad” como ya por entonces repetía Marcuse en su transcripción izquierdista de un pensamiento tan reaccionario como es el de Heidegger».

[2] Sobre Anatoly Lunacharski, apuntaba Sacristán en «El filosofar de Lenin» (Sobre Marx y marxismo, p. 140, n. 5): «(…) Pero sin las consecuencias que esas rupturas [la de Lenin y Bogdánov] tuvieron o cubrieron como pretextos en la época de Stalin. Lunacharski, el miembro más fantasioso del bolchevismo positivista de principios de siglo, inspirador de la idea del socialismo como “construcción de Dios” (y excelente ejemplo temprano de la facilidad con que el positivista depone nocturnamente su sobriedad diurna), fue en los comienzos de la URSS un dirigente muy influyente en la política cultural».

[3] En Las ideas gnoseológicas de Heidegger (pp.134-135), observaba Sacristán sobre el texto heideggeriano: «El Brief über den “Humanismus” [Carta sobre el humanismo] abunda en expresiones que retuercen literalmente las recién recordadas. Tal por ejemplo y a propósito precisamente de la coextensividad de hombre y verdad la siguiente: “el hombre es más bien ‘arrojado’ por el Ser mismo a la verdad del Ser, para que así ek-sistiendo custodie la verdad del Ser, para que a la luz del Ser aparezca el ente como lo que es” (PLW [La doctrina platónica de la verdad] 75). Bucólico redondeo de esa frase es en la misma página de la Carta la ya famosa fórmula: “el hombre es el pastor del Ser” (PLW 75). Pero la misma idea se beneficia con expresiones si no de tono teórico las formulaciones míticas de la relación Ser-hombre acaso sean las únicas posibles en el Heidegger del Brief über den “Humanismus” y obras posteriores, sí menos voluntariamente líricas: “el pensamiento…se hace reivindicar por el Ser para decir la verdad del Ser” (PLW 54). Este “decir la verdad del Ser” debe considerarse expresión más concreta de aquel ontológico pastoreo. La verdad del Ser será dicha, concretada por el hombre en medio del ente; y en esto consistirá ante todo la relación del hombre al Ser y del Ser al hombre: “el pensamiento efectúa la relación del Ser a la esencia del hombre. El pensamiento aporta esta relación exclusivamente como algo que le es conferido por el Ser” (PLW 54). Y esa aportación, la efectividad de la relación misma, el pastoreo, el decir la verdad del Ser, consiste “en que en el pensamiento llega el Ser a lenguaje. El lenguaje es la casa del Ser” (PLW 54).

Si la lectura de Sein und Zeit [Ser y tiempo] podía hacer presumir al lector que el ser “habita” en el hombre puesto que el ser sólo es en la comprensión el Brief über den “Humanismus” termina por presentar la relación Ser-hombre declarando que en aquella casa del Ser que es el lenguaje “habita el hombre” (PLW 54), pues no es el hombre el que tiene el lenguaje, sino éste el que habla por medio del hombre (SG [La proposición del fundamento]161). Las modalidades existenciales que en Sein und Zeit concretaban la proyección del ser por la existencia tienen también un eco en el nuevo lenguaje heideggeriano. Aquella custodia del Ser en que habita el hombre no es indiferente: “el hombre habita sólo la custodia de aquello que le da de pensar” (WHD [¿Qué significa pensar?] 97). No hay un ser abstracto y genérico, indiferentemente administrado por toda existencia. Pero, además, la concreción de lo custodiado no depende del hombre: “El hombre no produce la custodia” (WHD 97)».

[4] Siguiendo la tradición marxista, Sacristán usó usualmente (aunque no siempre, sí en este caso) ideología como falsa consciencia, como consciencia con contenidos falsos o mal fundamentados.

[5] Sacristán tuvo en mente escribir sobre Maiakovski y Brecht dos escritos parecidos a los que escribió sobre Goethe y Heine.

[6] Los calmucosson un pueblo mongol, parte de los oirates, que habita en Calmuquia (Rusia), Sinkiang (China), Nueva Jersey (Estados Unidos), Mongolia y Kirguistán. Su idioma es el calmuco. (Tomado de Wikipedia, 27 de mayo de 2025).

[7] Aunque recogido a continuación, recordemos que en «Sobre el uso de las nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács» (Sobre Marx y marxismo, pp. 86-87) se aproximaba Sacristán al concepto de irracionalismo en los términos siguientes: «El irracionalismo del siglo XX se enfrenta con construcciones e instituciones racionales (en sentidos y grados varios) de mucha entidad, señaladamente: la ciencia moderna, consolidada a lo largo de cuatrocientos años por el hecho de haber mostrado su capacidad de sobrevivir al cambio de los sistemas sociales mientras no se colapse la producción industrial; y el amplio intento de organizar racionalmente la sociedad que es el socialismo. Ese paralelismo histórico del socialismo y ciencia no es de por sí más que un hecho significativo, no una prueba de nada. Por eso no basta para determinar inequívocamente la complicación concreta de las actitudes políticas e ideológicas. Pero, de todos modos, no es infrecuente encontrar, en la polémica ideológica, los motivos anticientificistas estrechamente entrelazados con los antisocialistas (por ejemplo, en la forma siguiente: se imputan a la “ciencia” mencionada ambiguamente, sin distinguir entre el hecho social ciencia y la logicidad científica los fenómenos de alienación característicos de su existencia burguesa, luego se registra la continuidad del socialismo con la ciencia moderna en el plano de la historia de las ideas y se implica o se explicita al final la recusación de una y otro)».

[8] Sacristán tradujo al castellano de Historia y consciencia de clase. Lukács fue el autor del que más páginas tradujo, unas cinco mil.

[9] Para esa colección de Tecnos, «Estructura y función», dirigida por Enrique Tierno Galván, Sacristán tradujo H.B. Curry – R. Feys, Lógica combinatoria, Madrid: Tecnos, 1967.

A propósito de Xavier Rubert de Ventós [1929-2023]: al día siguiente del fallecimiento de Sacristán, 28 de agosto de 1985, el autor de El arte ensimismado publicó el siguiente artículo en La Vanguardia con el título «Un símbolo intelectual»:

«La muerte del amigo produce siempre una mezcla de dolor por su desaparición y de sensación de impotencia por no sentirlo más radicalmente. Y la produce más cuando se trata de alguien absolutamente radicado [tal vez: radicalizado], impecable e implacable como Manolo Sacristán.

Yo no sé por qué necesitaba Manolo ser tan marxista y tan analítico, luego, y tan moralista y tan ecologista por qué necesitaba, en definitiva, serlo tanto todo. Lo que sí sé es que no hubo en su pensamiento, en su actitud, un punto de facilidad o de condescendencia y que esto le constituyó, para la gente de mi generación en un símbolo intelectual y moral. Manolo Sacristán fue quien me enseñó a Heidegger y quien me dio permiso para presentarme a un premio durante el franquismo; quien censuró mi libro de moral y aprobó otro que le mostré tembloroso.

En cualquier caso, el juicio de Manolo Sacristán parece siempre tener un peso y una eficacia únicos, carismáticos, performativos, como viniendo de un más allá de los decires y los pareceres. Porque Sacristán ha representado muchas cosas en nuestro país y en mi tiempo, pero si una se me ocurre destacar ahora, a los cinco minutos de conocer la noticia de su muerte, esa es su condición de juez. Su sola presencia era una apelación al rigor y la responsabilidad. Su falta nos deja a todos un poco más libres para seguir no haciendo lo que debemos». [la cursiva es nuestra]


2. Sobre el uso de las nociones de razón e irracionalismo por G. Lukács

Nota del editor.- Artículo escrito por Sacristán en 1967, aunque «comunicado en enero de 1968» según Juan-Ramón Capella. Se publicó por vez primera diez años más tarde (ignoramos el motivo) en Materiales, n.º 1, enero-febrero de 1977, pp. 17-34. Incluido en Sobre Marx y marxismo, pp. 85-114 (aunque no está indicado en el índice).

El tema de la racionalidad del pensamiento filosófico es muy central en la obra de Lukács. En la crítica literaria, en la investigación filosófica sistemática, en la histórico-filosófica y en la estética, Lukács habla de racionalidad y de irracionalismo como de un asunto liminar y fundamental, determinante del resto del discurso. Entre los muchos ejemplos adecuados para ilustrarlo pueden recordarse como destacados los siguientes: la crítica de la interpretación de la obra de Goethe en clave vitalista; el estudio de la categoría de particularidad como fundamento de la práctica racional y del conocimiento de lo concreto, así como de su refiguración estética; la crítica de la lectura de los escritos juveniles de Hegel como piezas teológico-místicas, presuntos precedentes del vitalismo; el desarrollo del concepto de objetivación estética en sus relaciones con la científica. Esos ejemplos pertenecen, respectivamente, a los cuatro campos principales de la actividad literaria de Lukács, antes recordados. Por eso el estudio del tema de esta nota ha de tener presente toda la obra del filósofo. Sin embargo de lo cual El asalto ala razón (Die Zerstorung der Vernunft) puede considerarse como el documento principal del dossier lukácsiano contra el irracionalismo; primero, porque el extenso libro es una monografía sobre el tema; segundo, porque su colocación en la obra de Lukács muestra que ese libro representa el momento culminante del tema en la reflexión del filósofo: cronológicamente, El asalto a la razón es la reordenación documental de los anteriores sumarios críticos de Lukács en el proceso al irracionalismo.

El asalto a la razón es la requisitoria del acusador en ese largo proceso. Eso le convierte en una pieza capital, a la que principalmente se presta atención en esta nota. Por ello era obligado recordar antes que el tema está también presente en el resto de la obra de Lukács. El irracionalismo del siglo XX se enfrenta con construcciones e instituciones racionales (en sentidos y grados varios) de mucha entidad, señaladamente: la ciencia moderna, consolidada a lo largo de cuatrocientos años por el hecho de haber mostrado su capacidad de sobrevivir al cambio de los sistemas sociales mientras no se colapse la producción industrial; y el amplio intento de organizar racionalmente la sociedad que es el socialismo. Ese paralelismo histórico de socialismo y ciencia no es de por sí más que un hecho significativo, no una prueba de nada. Por eso no basta para determinar inequívocamente la complicación concreta de las actitudes políticas e ideológicas. Pero, de todos modos, no es infrecuente encontrar, en la polémica ideológica, los motivos anticientíficos estrechamente entrelazados con los antisocialistas (por ejemplo, en la forma siguiente: se imputan a la «ciencia» mencionada ambiguamente, sin distinguir entre el hecho social ciencia y la logicidad científica los fenómenos de alienación característicos de su existencia burguesa, luego se registra la continuidad del socialismo con la ciencia moderna en el plano de la historia de las ideas, y se implica o se explicita al final la recusación de una y otro). Lukács percibe esa situación, y toda su obra madura, no sólo El asalto a la razón, tiende, entre otras cosas, a comentar ese hecho ideológico y a instruir al pensamiento progresivo acerca de los peligros de involución política que tradicionalmente represen ta la tendencia irracionalista. Eso acarrea a Lukács la hostilidad del irracionalismo verbalmente crítico-revolucionario, y hasta el insulto en algunos casos, como el de Adorno. Este exquisito escritor se sintió probablemente afectado por la crítica de Lukács, el cual, aunque no se ocupa de él en El asalto a la razón, percibe y afirma rotundamente el carácter reaccionario del utopismo irracional y totalmente pasivo en la lucha de clases que es la tradición del sutil inconformista tan sólidamente instalado en su cátedra de Frankfurt. Quizá valga la pena recordar el tenor literal del exabrupto de Adorno, sobre todo porque su argumentación estaba ya previa y agudamente destruída por Lukács en la página y media de El asalto a la razón que dedica a la «apologética indirecta» del capitalismo. Adorno, pues, escribió acerca de esta obra: «Del modo más craso, probablemente, se manifestó en el libro La destrucción de la razón la de la del propio Lukács. Muy poco dialécticamente, el dialéctico patentado pone todas las corrientes irracionalistas de la filosofía moderna en el haber de la reacción y del fascismo, sin detenerse mucho a pensar, al hacer así tabla rasa, en el hecho de que, en aquellas corrientes y frente al idealismo académico, el pensamiento se sublevaba también precisamente contra la cosificación de la existencia y del pensamiento, cuya crítica había sido tarea propia de Lukács. […]. Bajo la capa de una crítica radical de la sociedad, [Lukács] reintrodujo de contrabando los más míseros clichés de aquel conformismo contra el cual se había dirigido en otro tiempo la crítica social». Adorno no es el único inconformista utópico que siente la tentación del insulto al referirse a Lukács. Otro más joven le ha llamado no hace mucho «viejo cabrón» (Hans Magnus Enzensberger), expresión, de todos modos, bastante menos precisa en alemán que en castellano. Es notable que Lukács haya contestado por anticipado a la crítica de los utópicos. En el paso antes aludido de El asalto a la razón puede leerse este logrado retrato de Adorno (y de tantos otros): «En el terreno de la moral, la apologética indirecta [del capitalismo] difama, ante todo, la actuación social en su conjunto y, muy especialmente, toda tendencia encaminada a transformar la sociedad. Y consigue lo que se propone mediante el aislamiento del individuo y la proclamación de ideales éticos tan altos que ante su sublimidad parece palidecer y esfumarse en la nada la mezquindad de todas las aspiraciones sociales. Ahora bien, para que esta clase de ética llegue a adquirir una influencia real, extensa y profunda, no basta con que proclame ese ideal sublime, sino que es necesario, además, que dispense a los hombres del deber de abrazarlo (recurriendo también, para ello, a la ayuda de argumentos éticos sublimes). Pues, de otro modo la realización de aquel ideal podría colocar al individuo burgués decadente ante una misión que se le antojara, personalmente, tan difícil como la misma actuación social. Y esto convertiría en problemática la influencia de la función desviadora de la apologética indirecta. El burgués decadente y, sobre todo, el intelectual decadente, necesita que se le predique una elevación aristocrática moral que no le obligue a nada y quiere además al tiempo que disfruta de hecho de todos los privilegios del ser burgués, para realzar ese goce, experimentar el sentimiento halagador de la excepción y hasta de la rebeldía, de la excepción ‘no conformista’» (p. 247).

Ningún truco moral así, desvelable por esa especie de psicoanálisis clasista lukácsiano, puede nunca verse en las posiciones de Lukács. La integridad de Lukács, con sesenta años (de sus ochenta y dos [Lukács vivió en total 86 años: 1885-1971]) que abundan, hasta la vejez misma, en dramas y tragedias provocados por el no conformarse real, práctico, con ninguna forma de mal social, tampoco con las que se producen en la construcción del socialismo, se encuentra entre los motivos que tenemos muchos para citar con respecto al filósofo húngaro. También a propósito del tema del irracionalismo. Pero es obligado añadir sobre todo al tomar temáticamente dicha cuestión que el tratamiento lukácsiano de varios problemas éste entre ellos se mantiene filosóficamente en un estadio del conocimiento y de la crítica del mismo que hay que considerar en parte inadecuado. Esa es, al menos, la afirmación conclusiva de esta nota. En ella se empezará por describir y analizar brevemente los datos de interés, refiriendo, como queda dicho, la discusión sobre todo a El asalto a la razón.

(El libro se cita según la traducción de Roces, 2ª ed., Barcelona-México, Grijalbo, 1968. El título alemán de la obra es literalmente, como se sabe, «La destrucción de la razón»).

Una decena larga de rasgos caracterizadores del irracionalismo se encuentran desperdigados por las setecientas páginas de El asalto a la razón. Son todos ellos rasgos que aceptarán como propios del irracionalismo cuantos practiquen la crítica de la cultura, y probablemente también la mayoría de los cultivadores de la filosofía académica. Son: el «desprecio del entendimiento y la razón» (pág. 9); la «glorificación lisa y llana de la intuición» (págs. 9, 344), formulación en la cual hay que entender ‘intuición’ en el sentido técnico-filosófico de intuición intelectual: cognición directa no-sensible, sin necesidad de proceso ni posibilidad de fundamentación discursivos; la «teoría aristocrática del conocimiento» (págs. 9, 335), que suele ser compañera de la afirmación de la intuición intelectual, porque generalmente el filósofo intuitivista no reconoce esa facultad a todo el mundo o, por lo menos (como en el caso de Platón, padre de la doctrina), no la reconoce a todos sino como potencia que sólo una educación ético-intelectual puede actualizar; la «repulsa del progreso social» (pág. 9, passim); la «mitomanía» (pág. 9, passim); el «imperio de los instintos sobre el entendimiento y la razón» (pág. 321); el «abandono de [el principio de] la causalidad» (pág. 342); la postulación de un tertium quid entre el ser y la consciencia (pág. 358), que sería «la vida»; la consagración filosófica del estado de ánimo como fuente de conocimiento (pág. 364); el subjetivismo (pág. 411); la valoración positiva del misterio como tal (pág. 427), esto es, la negación de que sea tarea del pensamiento el enfrentarse pugnazmente con el enigma y la incertidumbre.

Algunas de esas caracterizaciones pueden estar ya algo cargadas polémicamente. Por ejemplo, es de suponer que ningún vitalista admitirá como descripción correcta de su noción de «la vida» la afirmación de que ésta sea una tercera cosa entre el ser y la consciencia, como dice Lukács. Pero probablemente basta con sustituir en esa descripción lukácsiana ‘ser’ por ‘materia’ que es lo que en realidad está polémicamente pensando el filósofo húngaro para que el vitalista se declare bien interpretado en principio.

En sustancia, pues, se trata de un catálogo plausible. Pero algo sorprendente: se observará, en efecto, que el catálogo no se encuentra formalmente dispuesto en unas primeras páginas de introducción sino que sus voces andan dispersas por todo el libro, hasta el punto de que algunas no aparecen sino pasada su mitad. Tampoco hay en ningún lugar una definición de ‘irracionalismo’, ni siquiera (pues que la metodología de Lukács, como se aprecia en la Estética, recusa siguiendo cierto motivo de Lenin las definiciones previas), una descripción general heurística de las que él llama «determinaciones». En la lectura del libro eso produce cierto desasosiego: el objeto de la larga requisitoria no aparece nunca inequívocamente identificado. Pues no pueden valer como identificación ni la página y media dedicadas a la historia del término (págs. 75-76) ni la única y parcial determinación algo ampliamente dado al principio, a saber, que el irracionalismo ha implicado, primero, en el siglo XIX, oposición a la idea burguesa de progreso, y luego, en el siglo XX, oposición al socialismo (pág. 6). Para que eso fuera una determinación suficiente por no hablar ya de definición habría que asentar antes la tesis de que racionalidad implica compatibilidad al menos con el progresismo en el siglo XIX y con el socialismo en el XX. Y, aparte de que sentar esa tesis tendría que ser objeto de otra investigación, hay que reconocer que la laxitud del criterio de compatibilidad iba a hacer muy difícil la delimitación entre pensamiento racional y pensamiento irracionalista. Por lo demás, lo decisivo aquí es que esa tesis, aparte de lo escasamente útil que sería, no está temáticamente tratada ni argumentada en El asalto a la razón ni en el resto de la obra de Lukács. Por eso, como queda dicho, la lectura de la requisitoria lukácsiana deja perplejos, si no en cuanto a las personas de los acusados pues muchos de éstos se relacionan por sus nombres, sí en cuanto al delito de cuya autoría son suspectos: el irracionalismo. Tanto más perplejos cuanto más interesados estén los lectores por la importante tarea de terminar en su propio pensamiento con los restos, muchas veces renovados, de las tradiciones mixtificadoras que corrientemente se llama irracionalismos.

Mas la insatisfacción inicial que provoca en un lector así la falta de un intento al menos de determinación suficiente de lo que Lukács entiende por irracionalismo se acentúa en el curso de la lectura por una acumulación de afirmaciones, giros argumentativos, lagunas e ignorationes elenchi que resultan emparentados, precisamente, con elementos de las tradiciones irracionalistas impugnadas por el propio escritor. Un repaso de estos elementos de El asalto a la razón, en tan contradictorio contraste con la sensatez del catálogo de rasgos irracionalistas antes recordado, puede ser de alguna ayuda para explicar la falta de una determinación general suficiente del concepto de irracionalismo en la investigación lukácsiana.

Sorprende (para empezar por algún cabo) que un afirmador tan resuelto de la racionalidad objetiva de la historia y de la determinación social de los hechos filosóficos estime los efectos del irracionalismo de un modo tan idealista como puede indicarlo el paso siguiente: «[…] la demagogia y la tiranía fascistas fueron la culminación extrema de un largo proceso, al principio considerado como “inofensivo” (como un proceso puramente filosófico o, a lo sumo, ideológico): el proceso de destrucción de la razón» (pág. 72). Sorprende esa versión idealista de la génesis de la tiranía fascista porque el lector sabe que Lukács conoce perfectamente y lo ha enunciado en otros lugares la fundamentación económica, social y política del fascismo. ¿Qué motivo, sin duda sumamente ideológico, le hace afirmar aquí un nexo de causación entre un hecho ideológico como causa y un régimen político-social como efecto? La pregunta está justificada porque el paso citado no es único en ese sentido y, por lo tanto, no debe ser un lapsus. Abundan, por el contrario en El asalto a la razón concepciones de un extremado ideologismo que ven, por ejemplo, la génesis de investigaciones científicas especiales, de nuevas acotaciones del conocer positivo, en necesidades exclusivamente ideológicas del sistema social. Así entiende Lukács el nacimiento del análisis económico matemático en ciertas sociedades burguesas muy industrializadas. Escribe Lukács: «[…] Surge, en uno de los polos; la economía burguesa vulgar, y, más tarde, la llamada economía subjetiva, disciplina profesional de estrecha especialización y temática muy limitada, que renuncia de antemano a explicar los fenómenos sociales y se propone como misión esencial hacer desaparecer del campo de la economía el problema de la plusvalía […]» (pág. 470). Lukács no parece ver más que la función ideológica (desde luego innegable) de la economía matemática (especialmente de la microeconomía) nacida en los países aludidos; no se pregunta siquiera si esa disciplina teórica tiene alguna función técnica medianamente material, productiva, determinada más por la base del sistema (por la producción en ese sistema) que por las necesidades ideológicas. Parece verosímil que el análisis económico nacido en las sociedades burguesas más maduras haya tenido y tenga además de su eficacia ideológica una función nada despreciable por su eficacia para la comprensión de ciertos mecanismos capitalistas en la estabilización relativa del capitalismo tras la crisis de los años treinta; en ese análisis han confluido, además, probablemente experiencias socialistas (como la técnica soviética de balances) que los escritores marxistas de formación exclusivamente filosófica (en el sentido académico por el cual «la» filosofía es una especialidad sistematizada) no supieron entender ni valorar.

Por ese camino de ideologización de todo hecho de conocimiento, llega Lukács a posiciones parcialmente infectadas por cierto irracionalismo, esto es, a posiciones de recusación implícita de la actividad científica, actitudes de reacción intelectual que consideran implícitamente concluso el universo de los conceptos y del conocimiento empírico. Un ejemplo suelto, pero muy característico, es la recusación de la semántica, vista como fenómeno puramente ideológico, en las últimas páginas del libro (pág. 630). Pero no se trata sólo de casos extremados y singulares. Se trata de una verdadera tendencia del libro. Por ejemplo: es sabido que los primeros años del siglo XX han visto un renacimiento de la investigación epistemológica, con la renovación de la lógica y la investigación de los fundamentos de la matemática. Este tipo de investigación, cuyos requisitos técnicos han facilitado el camino a disciplinas muy próximas a los intereses de la producción, como la cibernética o la investigación operativa, no es para Lukács más que un bizantinismo formalista acerca del cual escribe: «Y así, debido precisamente a la hegemonía casi indisputada que el idealismo subjetivo ejerce en la filosofía burguesa de este período, asistimos a un profundo declive de la teoría del conocimiento. Cierto que ésta se ve cada vez más dominada por el contenido y el método filosóficos, y hasta parece como si la filosofía se redujera exclusivamente a ella; pero, en realidad, lo que surge es una escolástica académica; las grandes luchas de tendencias entre las diversas concepciones del mundo dejan el puesto a mezquinas disputas de profesores en torno a matices y nimiedades carentes de toda significación» (pág. 311). Análogamente es para Lukács, como se ha indicado, toda la teoría económica burguesa posterior a Ricardo mera ideología apologética (pág. 249), y lo mismo es para él, en general, toda disciplina teórica especializada que no incluya explícitamente una concepción del mundo. Pero éste es, precisamente, el caso de toda teoría especial. Por tanto, la comprensión exacerbadamente ideológica de Lukács apunta inconscientemente a la recusación de la teoría científica positiva como tal. (En el extremismo de su juventud ese mismo motivo era explícito, se manifestaba como condena de la «science en sentido francés», lo cual quería decir en sentido empírico y se contraponía a la «Wissenschaft» de los demiurgos idealistas alemanes. Hoy día, desesperados por la evidente crisis del pensamiento revolucionario, bastantes sectores, por lo demás muy valiosos, del movimiento socialista tienden a reproducir este esquema ideologizante que construyó Lukács por los años 20 y no ha abandonado nunca, aunque ahora no lo explicite y hasta lo someta a crítica cuando lo trata como objeto.)

Es natural que esa actitud lukácsiana no pueda proceder sin autocontradicciones. Así, por ejemplo, afirma Lukács en la pág. 539, más o menos claramente, que la biología, pese a ser tomada por algunos irracionalismos como pretexto de su concepción del mundo, no es ella misma una concepción del mundo: «El biologismo ha dado siempre pie, en filosofía y en sociología, a tendencias reaccionarias en cuanto a la concepción del mundo. Claro que ello nada tiene que ver con la biología como ciencia». Pero esta acertada observación no pasa de ser una inconsecuencia si se atiende a la orientación general de Lukács a ver en la positividad de la teoría científica en sentido fuerte un fenómeno no ya sólo sobreestructural como evidentemente lo es sino esencialmente ideológico y hasta apologético.

Es muy posible que, como ya se ha sugerido antes, la drástica reducción lukácsiana de la teoría o la investigación positivas a ideología sea a menudo resultado de mera ignoratio elenchi. Eso parece manifiesto en el caso de la lógica formal y del uso por Lukács del concepto de formalismo. También la diatriba de Lukács contra la lógica formal le acarrea autocontradicciones, pues nadie puede ignorar impunemente lo que Gramsci (nunca muy interesado por la lógica, pero realmente racional y razonable) llamó «la necesaria logicidad formal». Así, por ejemplo, Lukács llega en cierta ocasión a dar implícitamente como criterio de irracionalismo la violación del principio lógico-formal de no contradicción: «[…] es evidente que sólo una concepción del mundo radicalmente irracionalista podía prestarse para fraguar la “fusión” demagógica de tales tendencias contradictorias entre sí» (p. 64). Pero eso no le impide sentar repetidamente, como una de las tesis básicas del libro, que «[…] la lógica formal constituye siempre el complemento interior, el principio de ordenación formal de los materiales para todo irracionalismo […]» (p. 119), «[…] porque todo irracionalismo requiere, como complemento lógico gnoseológico, como fundamentación del pensamiento metafísico, la apelación a un formalismo lógico» (p. 192). Está claro que esa tesis se debe en gran parte a ignorancia de la cuestión: Lukács trata la lógica formal no como una disciplina positiva o especial, sino como una ideología. ‘Formalismo lógico’ quiere decir para él no lo que esa expresión significa en el léxico de los profesionales a saber, cálculo lógico, sino un «ismo» cultural o ideológico. Sólo así se explica que pueda dar como característica del irracionalismo la presencia de la lógica formal para la ordenación formal de los materiales: pues los criterios lógico-formales ordenados formalmente, como es obvio, todo material conceptual que haya de hacerse intersubjetivamente comprensible con cierta aproximación a la univocidad. Por lo demás, y dicho sea de paso, la imputación de aficiones lógico-formales a los filósofos irracionalistas es poco plausible. Puede valer para algunos aspectos del pensamiento de Wittgenstein, ciertamente. Pero uno de los filósofos irracionalistas más severamente considerados por Lukács, Heidegger, se ha expresado siempre sobre la lógica con no menor indignación ni menor ignorancia que Lukács mismo, considerándola enterradora del pensamiento «esencial» y de nocividad sólo superada por «su consecuente degeneración, la logística» (Martin Heidegger, Was ist Metaphysik?, 6.ª ed., Frankfurt/Main, 1951 [1ª ed. 1929], p. 4).

En el contexto de la requisitoria lukácsiana contra la lógica formal aparece un motivo muy ampliamente utilizado por el filósofo para explicar la génesis del irracionalismo. Es una observación que describe plausiblemente numerosos hechos de la historia de de la filosofía: tal o cual irracionalista empieza por poner como única vía de conocimiento racional la lógica formal; luego muestra que innumerables problemas son inaccesibles por esa vía; y acaba postulando una facultad supra-racional de conocer (la intuición, el sentimiento, etc.). He aquí el tenor literal de esa argumentación en una de sus formulaciones más completas: «[…] lógica formal e irracionalismo, filosóficamente considerados, aunque sean términos antinómicos entre sí, son, no obstante, dos modos polarmente coordinados de una actitud ante la realidad. El nacimiento del irracionalismo guarda siempre una estrecha relación con los límites de la captación del mundo desde el punto de vista de la lógica formal» (p. 390). Pero la plausibilidad descriptiva de esas palabras se debe sólo a que Lukács toma al pie de la letra y reproduce el sofisma con el que varios filósofos han justificado conclusiones de tipo intuicionista o explícitamente oscurantista. Así puede apreciarse con un breve examen epistemológico de ese discurso. Hay en él, por de pronto, la consabida ignorancia de la cuestión, que Lukács comparte en este punto con los filósofos por él criticados: la lógica formal no puede ser un punto de vista para la captación del mundo por la sencilla razón de que no es una ciencia real, sino una ciencia formal; no se refiere directamente a la realidad, sino a la captación de la realidad, o a modelos materiales muy simples que pueden construirse en la realidad recortando ésta de un modo muy artificial. En segundo lugar, hay una simplificación que da en falsedad: para mostrar la insuficiencia de la razón, lo que interesa al intuicionista o irracionalista en general no es poner de manifiesto los límites de la lógica formal los cuales son, por definición, estrechísimos, sino los límites del conocimiento científico. Por tanto, Lukács tendría la misma razón para decir que ciencia e irracionalismo son dos polos de una misma actitud, etc. En tercer lugar hay que precisar algo que interesa para examinar otro punto insatisfactorio del análisis lukácsiano: esa idea de que la postulación de una facultad no-racional se basa en la afirmación de los límites de las facultades racionales paralogismo que es él mismo parte de la propaganda irracionalista tradicional contiene residuos de una teoría del conocimiento insuficientemente fundada: la teoría del conocimiento que implica una «psicología de las facultades». Declarativamente se opone siempre Lukács a esa psicología, y la imputa, con Hegel, a Kant. Pero está claro que Lukács, aparte de hablar frecuentemente de «entendimiento», «razón» y «determinaciones de la reflexión», se atiene a esa psicología o, por lo menos, a la consiguiente teoría del ‘conocimiento’; al dar aquella explicación genética del irracionalismo, la cual se repite en otros lugares (en El joven Hegel, por ejemplo, y aquí, en El asalto a la razón, en la p. 77). La psicológica expresión «los límites del entendimiento» (p. 332), contrapuestos a la amplitud de la «razón», es inadmisible en teoría del conocimiento mientras la psicología del conocer no pruebe que hay una entidad funcional especial llamada entendimiento, distinta de otra llamada razón. Y la psicología no parece estar hoy cerca de sostener eso. El problema epistemológico real que hay detrás de esa infundada distinción mitificada, además; por Hegel más aún que por Kant entre entendimiento, «determinaciones de la reflexión» (aplicación adecuada, «exacta» y estática de las categorías «lógicas») y «razón» o discurso «dialéctico», es la distinción entre proposiciones demostrables dentro de una teoría en sentido estricto (o argumentables con el mismo tipo no grado de validez en el seno del conocimiento vulgar pre-teorético) y proposiciones no susceptibles de demostración en sentido fuerte. La comprensión hegeliana del problema consiste en creer que lo que no se demuestra con el «entendimiento» se demuestra (alcanzando un modo y grado de validez no menos fuertes) con otra actividad superior, la «razón». La concepción irracionalista del problema consiste en creer que lo que no se demuestra con el «entendimiento» es accesible irracionalmente, suprarracionalmente. La modesta realidad consiste en esto: que racional es toda argumentación correcta demostrativa en sentido fuerte o meramente probable o plausible, que fuera de esa racionalidad no hay ninguna otra forma («suprarracional») de argüir, y que la «facultad» que demuestra lo demostrable y meramente arguye lo argüible es una y la misma: sus instrumentos, simplemente, dan unas veces un resultado de determinada validez y otras veces un resultado de otro tipo de validez. Las diferencias en cuestión no están determinadas por la «facultad», sino por el objeto abstracto o formal al que se aplique (cuyas características dependerán en mayor o menor grado de los objetos materiales de la investigación); y esas diferencias no se pueden interpretar psicológicamente (al menos en el estadio actual de la psicología), sino desde el punto de vista de la teoría del conocimiento y del método.

Por triviales que sean esas generalidades, es útil aludir a ellas, porque el notar su ausencia ayuda a comprender por qué un escritor que tan agudamente descubre en otros el vicio de pensamiento meramente declarativo, retórico, demagógico y no-realizador es él mismo a menudo declarativo en sus estimaciones de racionalidad e irracionalismo. En efecto: Lukács se mantiene dentro de la conceptualización clásica y romántica que ve en la diferencia entre la proposición fundamentada exactamente y la proposición más o menos plausiblemente argüida (propia del filosofar, del pensamiento político y, en general, de todo discurso no teorizable en sentido fuerte) una diferencia como de naturaleza: una diferencia debida no a las características de los campos objetivos estudiados, sino al tipo de potencia intelectual utilizada, el «entendimiento» o la «razón». Así le bastará, para calificar a un pensador o a un pensamiento de irracionalista, el mero hecho de que ese pensador no admita (o sea, no declare) la existencia de una facultad racional distinta del entendimiento categorial, pero tan demostrativa como éste; o le bastará la mera declaración de que existe tal facultad y de que todo es cognoscible con el mismo tipo de fundamentación para conceder al declarante el beneficio de racionalidad. Y todo ello con olvido o desprecio de las concretas y particulares realizaciones intelectuales de los varios autores. Hegel, propuesto como paradigma de racionalidad, es el mayor beneficiario de este procedimiento que acepta las meras declaraciones o intenciones por su valor facial. He aquí un ejemplo: «[…] pese a su carácter conservador, a sus vacilaciones y a sus concesiones hacia la derecha y a sus equívocos ideológico-teológicos, no cabe duda de que la esencia del método dialéctico hegeliano se halla en el automovimiento del concepto, en la cohesión interior y regida por leyes de las determinaciones terrenales, del más acá, que no dejan margen para nada trascendental, nien la naturaleza ni en la historia» (p. 146). ¿Qué puede significar eso de que «la esencia» de algo equívocamente teológico es precisamente la negación de lo teológico? Pura y simplemente, que Hegel habla de concepto, de espíritu, y de razón, en vez de hablar de Dios. Pura cuestión de léxico, tomada por realización intelectual, pasando por alto que el «Concepto» hegeliano y, desde luego, el Espíritu puede merecer el nombre de Dios tan justamente como su verdadera madre, la Natura spinoziana.

También el joven Schelling se beneficia de ese modo de estimar la racionalidad de un autor por sus meras declaraciones o slogans: basta con que un filósofo diga que la realidad es cognoscible, que hay un «reflejo» de la realidad, para que El asalto a la razón reconozca plena racionalidad a su especulación, aunque el filósofo en cuestión entienda por «cognoscible» accesible a la intuición y, por «realidad», Dios: «Por muy mística que sea [la] fundamentación schellingiana de la objetividad del arte [… ], por mucho que apele a Dios y deduzca en su nombre la objetividad del arte, la identidad de la verdad y la belleza, se percibe en ella, sin embargo, la tendencia hacia la teoría del reflejo, y no sólo se percibe, sino que esta tendencia ocupa, incluso, el centro de su fundamentación de la estética, y ello hace que Schelling se remonte en este punto, realmente, por sobre el idealismo subjetivo de Kant y de Fichte» (p. 124). De modo que una «tendencia», el mero decir o proclamar que el arte es objetivo por obra de la naturaleza y la voluntad de Dios, es ya, aunque la realidad «reflejada» por el arte se entienda como una mística procesión divina, superar, por ejemplo, la laboriosa construcción kantiana del juicio reflexionante (estético), la cual, por lo menos, no apela a nada que el filósofo no crea ser la capacidad reflexiva del hombre. Con esto la resolución de problemas se reduce a la proclamación vacía del deseo de que todos los problemas estén ya siempre resueltos. Lo considerado y juzgado como racional o irracional no es ya la concreción realizada del pensamiento de un filósofo en el caso del joven Schelling, su mística intuitivista, verdadero paroxismo irracionalista, sino los slogans de la declaración de intenciones o la hueca coincidencia lexicográfica con autores no irracionalistas. Antes de cualquier búsqueda ulterior vale la pena observar que todos los motivos críticos apuntados hasta ahora muestran una cierta coherencia: del idealismo en la concepción de los efectos del irracionalismo primer punto de los examinados se pasa fácilmente a una comprensión puramente ideológica de la historia del conocimiento; ese panideologismo es muy compatible con la implícita recusación de la ciencia empírica; y de todo eso se pasa sin grandes saltos a una apreciación ideológica de los simples slogans de los filósofos. Ahora debe añadirse que por ese camino se llega a verbalismos ya escasamente significativos. ¿Qué puede querer decir, por ejemplo, que Simmel tiene como tendencia fundamental en su teoría del conocimiento «la de una enérgica lucha contra toda clase de reflejo, contra toda suerte de reproducción discursiva de la realidad, en su modo de ser real»? (p. 357). La intención polémica de ese párrafo de Lukács se entiende perfectamente o, al menos, la entendemos perfectamente cuantos coincidimos con las aspiraciones de Lukács y nos oponemos a las que fueron de Simmel. Pero eso se debe simplemente a que Lukács está diciendo que Simmel es un conservador, y a que en eso estamos de acuerdo con Lukács; no a que tenga ningún sentido preciso la frase de la «lucha contra todo reflejo».

Al final, arrastrado por ese modo de hablar que no significa, sino que insinúa otras cosas distintas de las que confusamente dice, «lo racional» mismo se convierte en una incomprensible entidad: así resulta que no es «lo racional» lo que da fundamentación al pensamiento correcto, aunque se trate sólo y al menos de fundamentación formal, sino al revés: «No en vano el materialismo dialéctico e histórico es […] la única concepción del mundo capaz de fundamentar filosóficamente lo progresivo y lo racional» (p. 416). De un pensamiento marxista aunque sólo sea elementalmente crítico se puede esperar que se considere él mismo como fundado en razón y, sobre todo, que no considere la razón como algo susceptible de fundamentación teórica ulterior. Por último, la pérdida verbalista de toda denotación mínimamente clara y consistente para los términos «razón», «racional», «irracionalismo», etc., acaba por tener consecuencias tan catastróficas como la negación del carácter científico de los trabajos de Poincaré y Duhem en un contexto que glorifica la irracional impostura de Lysenko (p. 22).

Otros libros de Lukács y el mismo Asalto a la razón abundan en observaciones y análisis de gran agudeza. Además, todas sus obras, y especialmente la aquí más considerada, documentan la gran erudición del filósofo húngaro. Erudición y agudeza son instrumentos necesarios y suficientes para que un escritor sea capaz de descubrir, interpretar y comunicar con precisión no ya sólo los grandes hechos ideológicos, sino también los menores, y los matices de unos y otros. ¿Por qué, entonces, Lukács, que ya a los veintitrés años, en una época bastante menos pródiga en galardones literarios, era titular de uno de los premios más prestigiosos de su país y que a los veinticinco era, con sus primeras obras, una de las «promesas» más respetadas de una tradición tan refinada como la de Dilthey y de Rickert, por qué este escritor erudito y agudo no revela, en el tratamiento de un tema para él mismo fundamental, ningún esfuerzo por obtener claridad de conceptos ni tampoco precisión concreta, respeto y valoración de la constelación de matices que determina la individualidad de los hechos culturales? La respuesta que se impone al lector es la misma con que se da al preguntarse por la análoga ignorancia de los matices que es tan característica del filosofar de Lenin: Lukács no es claro ni preciso, por de pronto, porque no quiere serlo. Más de un paso del Asalto a la razón lo dice explícitamente. He aquí uno, que añade a la declaración del hecho una primera explicación de la premeditada rudeza técnica: «[…] la historia del neohegelianismo revela claramente cuán estériles son siempre las transacciones en materia de filosofía, cómo se entrega el débil movimiento de resistencia, indefenso, en manos de las corrientes reaccionarias fundamentales y cuán poco cuentan, en los grandes cambios de la historia universal, los matices y las reservas» (p. 470).

Esas líneas que la vida de Lukács permite interpretar como bastante dramáticas son reflejo de la mala consciencia del intelectual que para ayudar prácticamente al «gran cambio de la historia universal» no ve más procedimiento que el expeditivo de la simplificación del discurso teórico o doctrinal, no ya sólo por la implícita y paternalista convicción de que las masas explotadas necesitan un discurso simplista, sino, además, por el explícito temor de que toda detención ante la complejidad del «matiz» tenga las mismas consecuencias que la vacilación en el campo de batalla, aprovechable por el enemigo en su asalto. Eso puede explicar parcialmente el hecho, antes recordado, de que Lukács, cuando formula explícitamente una noción algo general de irracionalismo, no vaya más allá de la indicación de los campos de lucha social: el irracionalismo «es» un algo que combate, primero, la idea burguesa de progreso, y, luego, la idea proletaria de socialismo y su fundamentación (p. 6).

Ahora bien: cuando se trata de conceptos, la pérdida del llamado «matiz» es pérdida del concepto mismo. Y cuando se trata de la comprensión de un escritor, la pérdida del «matiz» es pérdida de la individualidad del pensamiento o la obra. Por ello en El asalto a la razón se pierden, o no se ganan, los conceptos de razón y de irracionalismo y se pierde también la concreción del pensamiento de Kierkegaard (tan profunda y tempranamente conocido por Lukács), o de Nietzsche, etc.

Aun más: el balance final de esas pérdidas es la nulidad práctica de los criterios aplicados. En efecto: es muy plausible la tesis de que la oposición al progresismo y luego al socialismo sea un rasgo histórico del irracionalismo europeo. Pero lo será con ciertas peculiaridades, pues también otras corrientes de pensamiento y, sobre todo, otros pensamientos concretos presentan ese mismo rasgo, empezando por el socialismo de Lukács, que tan sólidas críticas contiene del progresismo. O, por tomar un ejemplo extremo, se puede perfectamente imaginar una ideología reaccionaria de raíces marxianas o análogas a las marxianas, o sea, basada en el mismo análisis clasista: un sistema, por ejemplo que añadiera al análisis marxiano de las clases el postulado político de que no hay por qué promover la organización de la producción al servicio de la libertad, y obtuviera de ese conjunto una práctica antiproletaria y antisocialista que utilizara a su vez la comprensión marxiana de la lucha de clases. Esta construcción no es puramente especulativa: corresponde aproximadamente a la actitud sociológica y política del barón von Stein y, con otros matices, corresponde acaso al proyecto de un científico como Schumpeter.

No parece que un hecho así sea accesible con los métodos de Lukács. Como tampoco lo parece el hecho de que El Capital fuera, precisamente, el «libro de cabecera» de los capitalistas rusos, como decía Gramsci (hecho, dicho sea de paso, que debería dar qué pensar al ansia de virginidad siempre temerosa de «integraciones»). Esos hechos son difícilmente explicables con los métodos de Lukács por algo que se adelantó al principio, a saber: por el hecho de que la formulación de Lukács, su mundo filosófico, la tradición en que se mueve, el ambiente, en suma, del culturalismo de las ciencias del espíritu y de la recuperación revolucionaria de Hegel a principios de siglo, le dirige la atención casi exclusivamente a las cuestiones de la ideología, de la concepción más o menos sistemática del mundo, con cierta insensibilidad para los problemas del conocimiento positivo. Es una tendencia característica de una atmósfera intelectual basada, explícita o implícitamente, en los prejuicios acerca del hiato metodológicamente insalvable entre las ciencias de la naturaleza y las sociales y acerca de la función intelectualmente primaria de la concepción del mundo o ideología respecto del conocimiento positivo. Para Lukács igual que para Dilthey o Spengler o sea, para un socialista igual que para un semifascista, formados todos en esa tradición, los enunciados científico-positivos no son más que muletas de la ideología. Desde luego que Lukács querría entender esa vinculación al revés, en beneficio de la racionalidad. Pero siempre desemboca en la «concepción del mundo» como instancia decisiva, única que tiene trascendencia histórica para él: «[… ] si el método científico no se generaliza filosóficamente ni se pone en contraposición respecto de las concepciones antropomorfizadoras del mundo, sus resultados sueltos pueden adaptarse a las diversas concepciones generales mágicas y religiosas, incrustarse en ellas, con lo que el efecto del proceso científico de los diversos campos especiales sobre la vida cotidiana será prácticamente nulo» (Asthetik, l. Teil, l. Halbband, p. 140). En esas líneas está aludiendo Lukács a algo sin duda importante: a la racionalidad científica o cientificidad como principio de cultura y práctica. Pero, también aquí, lo hace perdiendo un matiz decisivo, a saber: que «generalizar», operación bien definida siempre que se practique dentrode una ciencia especial, sin rebasar su campo de validez, está en cambio por definir, es término oscuro cuando se trata de pasar de la ciencia a la consciencia de la realidad. Si Lukács no atiende a un problema así, decisivo para la noción de «racionalidad de una concepción del mundo», ello se debe a que el medio filosófico culturalista, diltheyano, del que procede ignora la diferencia en cuestión, no ve «saber» relevante más que en la ideología y toma así como resuelto el problema teórico central de la práctica que es el problema central del marxismo: la tarea de fundar la práctica en la crítica de los fenómenos sociales básicos y de los fenómenos sobrestructurales, incluidos los ideológicos.

El texto de Lukács abunda en ejemplos de esa evitación de la problemática del conocimiento real mediante la reducción de los mismos al ámbito ideológico. Así escribe, por ejemplo, hablando de la fórmula weberiana de la «desvinculación axiológica» o «libertad de valores» (Wertfreiheit)de la teoría científica positiva: «[…] su [de Max Weber] rigurosa cientificidad no es más que un camino hacia la definitiva instauración del irracionalismo en la concepción del mundo […]» (p. 500). No le interesa a Lukács saber si esa «rigurosa cientificidad» es en sí misma un valor social, un servicio posible a la producción, corno lo fue la sistematización del silogismo por el «esclavista» Aristóteles. Le basta con saber que la aplicación del criterio weberiano en la ciencia social de su época y sobre todo por obra de sus seguidores burgueses es en gran parte un expediente de la lucha de clases. Le basta con saber, por otra parte, que Max Weber tendió, en su ideología, a cierto misticismo más o menos ateo y reaccionario. Y como el mundo filosófico culturalista le mueve a creer que todo contenido doctrinal es de la misma naturaleza, igual la epistemología que los ideales personales o culturales, Lukács comete el paso a otro género, el sofisma característico del pan-ideologismo: deducir la concepción del mundo de un pensador a partir de su ciencia, o su ciencia a partir de su concepción del mundo, considerando las diversas proposiciones como pertenecientes todas a un medio intelectual homogéneo. Y sin duda existe un medio homogéneo para toda clase de proposiciones: pero ese medio no es el sistema o la teoría, sino el producto cultural (mixto) concreto o la consciencia individual y, en definitiva, el medio de la práctica: éste es el medio homogéneo de unas y otras proposiciones cuando ya no son meros enunciados, sino «ideas-fuerza», práctica in statu nascendi; no un supuesto edificio teórico sistemático hecho de proposiciones cuyos modos de validez son diferentes por definición. El ejemplo escogido sugiere, de todos modos, varias cosas más. Y alguna de ellas tiene que recordarse para entender las motivaciones de Lukács: señaladamente, la frecuente tendencia de muchos científicos de esta época de «grandes cambios históricos» a refugiarse en una mística sinrazón una vez cumplidas las horas de laboratorio, pizarra o mesa de trabajo. Lukács cita los casos de Max Weber y de Wittgenstein, el cual, además del regalo que es su hermosa y temprana presentación del principio de extensionalidad y de sus agudos análisis lingüísticos, ha dejado una pintoresca leyenda mística biográfica. Y a esos casos se pueden añadir tantos otros, como el muy notable de Schrödinger, capaz desumar a su obra en mecánica ondulatoria la incoherente y asustada confesión de fe atea y crédula, cristiana y budista, espiritista, yogui y talmúdica con la que cierra What is Life? También es verdad, y lleva razón Lukács al observarlo y comentarlo con una dureza verbal en nada inferior a la de Engels en contextos semejantes, que el mismo tema de la caducidad de las ideologías se concreta desde el primer momento, en las plumas de Burnham y de Bell, en la ideología reaccionaria del «final de las ideologías», en la ideología, esto es, del fatalismo tecnológico. Todo eso es verdad, y frente a ello y por ello se explica la prisa intelectual de Lukács (apoyada en su pan-ideologismo culturalista), su desprecio del «matiz», por creer que sólo de ese modo puede servir a «la defensa de la razón como movimiento de masas» (p. 69).

Pero queda el hecho de que la consciencia crítica no puede ser albergada por la magnificencia sin cimientos de las «concepciones del mundo» estructuralmente románticas, de esos megalitos especulativos viciados por el paralogismo que no distingue entre el modo de validez de los conocimientos positivos y el de las estimaciones globales, entre la gran firmeza cohesiva de la teoría positiva y el arenoso barro que sólo ficticiamente une lo adobes de los grandes sistemas filosóficos. Lukács, por cierto, es escritor demasiado agudo para no percibir de vez en cuando, pese al mundo filosófico del que proceden sus conceptuaciones, esa situación intelectual. Y en un paso de El asalto a la razón ha dejado incluso una confesión explícita de que «concepción del mundo» es verbalismo que no significa lo que dice, sino que indica indirectamente en favor de qué está el que lo afirma: «No deja de ser característico el que Gumplowicz, que desde el punto de vista objetivo, es decir, a cuanto a la esencia, abandona por completo […] la teoría social de la raza, la mantenga en pie terminológicamente, lo que significa que sigue manteniéndose fiel a ella en cuanto a las consecuencias que entraña con respecto a la concepción del mundo» (p. 562).

Ya eso está bastante claro como identificación de la «concepción del mundo» con el verbalismo y la demagogia. Pero hay más: ocurre que, por la debilidad de la idea misma romántica de «concepción del mundo» ante el pensamiento científico, el prescindir de ese modo de presentar los intereses de clase es un indicio incluso de situación hegemónica moderna. La penetración de Lukács llega a la indicación explícita de esa circunstancia: «La seguridad social de la burguesía, su confianza inquebrantable en la «perennidad« del auge capitalista, conduce a una repulsa y eliminación de los problemas relacionados con la concepción del mundo: la filosofía se circunscribe a la lógica, a la teoría del conocimiento y, cuando más, a la psicología» (p. 328). Vale la pena recordar de paso que ése es con exclusión de la psicología el tenor de la previsión y del programa filosóficos de Engels en una página célebre del Anti-Dühring, una de las varias que le han valido la acusación de positivismo por parte de representantes del irracionalismo antiguo y del moderno, como el jesuita Gustav Wetter y el filósofo Jean-Paul Sartre: «[…] es este materialismo sencillamente dialéctico, y no necesita filosofía alguna que esté por encima de las demás ciencias […] De toda la anterior filosofía no subsiste al final con independencia más que la doctrina del pensamiento y sus leyes, la lógica formal y la dialéctica» (Anti-Dühring, Introducción, I).

De una observación como la última transcrita de Lukács y aún más de una previsión tan categórica como la de Engels se desprende que el desinterés por la ideología sistemática, por la concepción del mundo en el sentido tradicional de esta expresión (es decir, en el sentido de un sistema presuntamente deductivo-sistemático y al mismo tiempo omnicomprensivo de la experiencia), es precisamente, en los tiempos modernos, indicio de hegemonía. Y este hecho social da finalmente cuerpo de posibilidad histórica a la superación, hasta ahora meramente científica, epistemológica, de la idea o sistema de las concepciones del mundo en el sentido tradicional indicado. ¿Por qué, entonces, la observación no da frutos, sino que queda aislada y perdida, en el análisis lukácsiano? Verosímilmente, porque el filósofo piensa que la hegemonía que a él le interesa, la del proletariado, está aún por conseguir, y que para esa consecución se necesita algo más que conocimiento positivo, incluso en el terreno del pensamiento. Lo cual es evidente: se necesita además un programa, el programa de una determinada práctica. Pero ocurre que, para Lukács, programa y concepción del mundo tienden a confundirse, como se han confundido en épocas anteriores. En un paso de las primeras páginas de El asalto a la razón, por ejemplo, Lukács habla de tendencias filosóficas que evitan ser concepciones del mundo, y las caracteriza diciendo que «rehúyen toda actitud ante una concepción del mundo o un programa» (p. 82). La confusión de la noción de programa (propuesta crítica, de objetivos y medios) con la de concepción del mundo (síntesis especulativa de incierta validez teórica con valoraciones pragmáticas no explícitas como tales) no es, ni mucho menos, un trivial fallo del pensamiento. Obedece a una problemática real, que puede describirse brevemente así: un programa práctico racional tiene que estar vinculado con el conocimiento positivo, con las teorías científicas, pero no puede deducirse de ellas con medios puramente teóricos, porque el programa presupone unas valoraciones; unas finalidades y unas decisiones que, como es natural, no pueden estar ya dados por la teoría, por el conocimiento positivo. Por tanto, la fundamentación del programa práctico en la teoría, en el conocimiento positivo fundamentación que se produce en el seno de una. interrelación dialéctica de la que sabemos poco requiere una mediación. Pues bien: la concepción del mundo propiamente dicha, pseudoteoría mezclada con valoraciones y finalidades, cumple esa función mediadora con engañosa eficacia: su vaga naturaleza intelectual y su escaso rigor discusivo permiten transiciones, casi no sentidas por el sujeto, a través de las cuales van sumándose a los conocimientos positivos especulaciones valorativas que parecen conducir con necesidad lógica al programa, a la práctica. El único defecto de esa mediación es definitivo; consiste en que resulta científicamente insostenible y se hunde en cuanto que se la examina con los medios de la crítica epistemológica. Esa crítica muestra en seguida los pasos de falacia naturalista en sentido estricto en el seno de la concepción del mundo propiamente dicha (esto es, de los pseudosistemas de corte romántico): pasos en que la argumentación aparentemente teórica desliza juicios pragmáticos de valor o de finalidad no reconocidos como tales. No hay duda de que entre el conocimiento y el programa, entre la teoría y la formulación de la práctica, hay una relación dialéctica integradora que exige una mediación no menos dialéctica. Esa mediación no puede ser la inconsistente fusión de conocimientos, valoraciones y finalidades sofísticamente tomados todos como elementos intelectuales homogéneos. La mediación tiene que ser producida entre una clara consciencia de la realidad tal como ésta se presenta a la luz del conocimiento positivo de cada época, una consciencia clara del juicio valorativo que nos merece esa realidad, y una consciencia clara de las finalidades entrelazadas con esa valoración, finalidades que han de ser vistas como tales, no como afirmaciones (pseudo)-teóricas. Se puede seguir llamando si la expresión ha arraigado ya definitivamente «concepción del mundo» a la consciencia de esa mediación dialéctica. Pero acaso fuera más conveniente terminar incluso en el léxico con el lastre especulativo romántico. Algunos historiadores de la ciencia han usado otros términos menos ambiciosos y que tal vez serían útiles para separarse de la tradición romántica: por ejemplo, visión previa, hipótesis generales, etc.

Dicho sea incidentalmente, sólo esa claridad epistemológica puede explicar que, con los mismos conocimientos positivos, un hombre sea reaccionario y otro revolucionario. Sólo un análisis epistemológico suficiente ofrece con claridad una inserción adecuada al análisis que busca las posiciones de clase del pensamiento. Ese problema ha sido, en realidad, siempre irresoluble para la tradición culturalista, cuyo pan-ideologismo, al homogeneizar todo el campo de la consciencia reflexiva, suprime en él toda dialecticidad. Desde el punto de vista epistemológico lo que ahora quiere decir: ignorando el otro aspecto de la cuestión, el movimiento que va del programa práctico a la teoría, la zona de mediación que vincula, sin homogeneizarlos, el campo de la teoría con el de la práctica y su formulación es el punto de inserción de la influencia de las posiciones de clase, el ámbito de estudio para lo que Gramsci, sensible espectador del nacimiento de nuevos problemas teóricos, llamó «la teoría [social] del error».

El dilatado esfuerzo de Lukács en torno al problema del irracionalismo se encuentra histórico-culturalmente en un período anterior a esa nueva problemática teórica. Ese esfuerzo es parte de una obra que se presenta ya hoy como la de un clásico del socialismo: irrenunciable en sus finalidades entre ellas «la defensa de la razón como movimiento de masas», pero sin olvidar que ellas mismas tienen que formularse siempre con el léxico de los problemas realmente planteados en cada época y caso.

Se ha visto que el uso de las nociones de «razón» e «irracionalismo» por Lukács no se basa en ninguna definición ni determinación precisa. Eso implica en la práctica la adopción de un uso tradicional de dichas nociones. De este modo un filosofar es racional para El asalto a la razón cuando está suficientemente dotado de la armonía o el equilibrio entre los elementos especulativos, empíricos y motivacionales que caracteriza los grandes sistemas filosóficos clásicos, señaladamente (para Lukács) el de Hegel. El consiguiente «conservadurismo» u «optimismo» cultural es en sustancia (o sea, desde el punto de vista de la lucha de clases) una respuesta al desequilibrado irracionalismo que totaliza y concreta varios racionalismos sectoriales de la civilización burguesa moderna, del capitalismo monopolista e imperialista. Lukács ha construido esa respuesta, en su juventud, con instrumentos intelectuales neo-kantianos, diltheyanos y hegelianos, hasta desembocar en Historia y consciencia de clase. Luego, en su madurez y en su vejez admirable, basándose también en la epistemología excesivamente simple de Materialismo y empiriocriticismo y del mecanicismo del período de Stalin.

La función inmediatamente clasista de la guerra declarada por Lukács a la microrrazón y macrodesrazón de la cultura burguesa moderna explica que el filósofo húngaro haya sido siempre tan congenial con la izquierda marxista, desde los años veinte hasta hoy mismo, cuando algún autor trotskista lo esgrime, por ejemplo, contra Louis Althusser, tomado vicariamente por el Partido Comunista Francés. Pero, para librar esa batalla, Lukács, bajo el efecto de las dos guerras mundiales (tan irracionalmente científicas) desencadenadas por el imperialismo, tiende a apoyarse en el pasado: la razón-armonía que contrapone al racionalismo sectorial globalmente irracional de los monopolios muestra el corte de la utopía que animó a los clásicos de la burguesía ascendente y, sobre todo, al joven Hegel. Es poco probable que la lucha de clases en los países capitalistas y la victoria proletaria donde y cuando se produzca puedan evitar la catástrofe a que tiende la irracionalidad burguesa final contraponiéndole una imagen de la razón que no llegó a realizarse cuando parecían dados sus presupuestos básicos.

Pero la tarea sí que es la señalada por Lukács.

Rectificación añadida en agosto de 1971

La afirmación, hecha en la nota, de que Lukács no determina suficientemente los conceptos de «racionalidad» e «irracionalismo» se tiene que corregir, para los últimos años de su vida, con la observación de que en las Conversaciones de 1966 con Abendroth, Holz y Kofler, Lukács insiste en la racionalidad condicional o interna a cada estructura (el sentido de «racionalidad» en la expresión, por ejemplo «racionalidad capitalista») y apunta a fundamentar la idea general no ya condicional de «racionalidad» en la de «implicación del ejercicio del trabajo productivo» en sentido marxista. Esta segunda indicación tiene sin duda mucha importancia.


3. Bruno y Galileo: creer y saber

Nota del editor.- Ese mismo año de 1967, Sacristán impartió una conferencia el 13 de febrero en la Residencia (o Escuela) San Antón con el título «Bruno y Galileo: creer y saber». Existen dos esquemas muy similares de su intervención. Hemos incorporado los textos seleccionados por el propio autor para su conferencia:

0

1. Esta intervención aislada [de 45 m.] en un curso de tantas lecciones como el que están dando ustedes no puede proponerse hacerlo adelantar, contribuir directamente al mismo. Por el contrario, sólo puede ser un paréntesis dentro de él.

2. Ocupa ese paréntesis un tema que es un lugar común de la historia de la filosofía y del pensamiento científico: es corriente poner a Bruno y a Galileo como ejemplos, respectivamente, del saber y el creer[1].

3. La forma más reciente y difundida de ese lugar común es la que le ha dado Jaspers en Der philosophische Glaube [La creencia filosófica], 1948: «Giordano Bruno creía y Galileo sabía. Externamente se encontraban los dos en la misma situación. Un tribunal de la Inquisición exigía bajo amenaza de muerte la abjuración. Bruno estaba dispuesto a retractarse de muchas proposiciones, pero no de las que eran decisivas para él; murió de muerte de mártir. Galileo renegó la doctrina de que la Tierra gira alrededor del Sol; y se inventó luego la aguda anécdota según la cual Galileo habría murmurado a continuación las célebres palabras: “ sin embargo se mueve”» (Jaspers, K., Der philosophische Glaube, Zurich 1947, pp.9-10).

I

0. La comparación tópica de Bruno con Galileo se basa en la semejanza supuesta entre las situaciones y la contraria resolución de las mismas por ambos personajes. Vale la pena examinar ambos supuestos.

1. La semejanza de la situación externa, como la llama Jaspers, es a primera vista llamativa:

1.1. Ambos, Galileo y Bruno, han tenido previas dificultades con la Inquisición:

1.1.1. Galileo por el Decreto de 24-II-1616, que declaraba «absurda y falsa en filosofía, y por lo menos errónea en la fe» la tesis copernicana.

1.1.2. Bruno desde que huyó, colgando los hábitos dominicos, del proceso de 1576 para caer en el proceso calvinista de 1579.

1.2. Ambos han creído haber superado esas primeras dificultades por estar fuera del territorio pontificio.

1.2.1. Bruno en Venecia, ante cuya Inquisición consigue defenderse discretamente.

1.3. De tal modo que durante años han creído poder salirse en paz.

1.3.1. Galileo durante los años que van del Edicto de 1616 hasta la publicación del Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo (febrero de 1632).

1.3.2. Bruno durante sus 9 años de cárcel (1592-1600).

1.4. En cuanto a las tesis condenadas de uno y otro, la coincidencia es profunda, aunque no es identidad.

1.4.1. En Galileo se trata de la inmovilidad del Sol y el movimiento de la Tierra en torno suyo.

1.4.2. En el caso de Bruno, el proceso es menos conocido porque los documentos siguen siendo secretos. Se sabe que eran ocho tesis principales, pero sólo se conocen exactamente cuatro:

1.4.2.1. El repudio del dogma de la Transubstanciación (Borrador de sentencia del 8-II- 1600).

1.4.2.2. La herejía novaciana (Sumaria del 24-VIII-1597).

1.4.2.3. La pluralidad de los mundos (Sumaria del 24-III-1599).

1.4.2.4. El alma-piloto (Sumaria del 24-VIII-1597).

1.4.3. La tesis de la pluralidad de los mundos está emparentada con la heliocéntrica, es consecuencia de la obra del «magnánimo Copérnico».

2. La contradictoria actitud:

2.1. La abjuración de Galileo [Texto de la abjuración]

2.2. La actitud de Bruno

[Bruno ante los jueces:

– «Ch´i cadrò morto a terra ben m’accorgo;

Ma qual vita pareggia al morir mio?» (Transillo).

– «Majori forsitan cum timore sententiam in me fertis quam ego accipiam»].

II

1. La heterogeneidad de las actitudes finales de los dos ha sido el fundamento de la distinción tópica entre el creer del uno y el saber del otro.

1.1. La verdad de Galileo no sufriría por abjuración.

1.2. La de Bruno sí.

«Esa es la diferencia: una verdad que sufre por la abjuración, y una verdad cuya abjuración no la afecta. Ambos hicieron algo adecuado al sentido de la verdad que representaban» (Jaspers, K: Der ph. Gl., p.10).

2. Llegados a este punto hay que ponerse en guardia porque el filósofo nos esté deslizando, sin que nos demos cuenta acaso, una doctrina de la verdad que quizá no estemos obligados a aceptar. Con ella además y esto es lo más grave va a introducir a priori un concepto de creencia y otro de saber. No habrá investigación, ni siquiera honrada fijación convencional de esos términos. (Este es el vicio característico de la filosofía clásica).

3. En efecto, a continuación escribe Jaspers:

«La verdad de la cual vivo no es sino en la medida en que me identifico con ella; es histórica en su aparición, no es universalmente válida en su formulabilidad objetiva, pero es incondicionada. La verdad cuya corrección puedo probar subsiste sin mí; es universalmente válida, atemporal, pero no incondicionada, sino más bien vinculada a presupuestos y métodos del conocimiento en conexión con lo finito. Sería inadecuado querer morir por una verdad que se puede probar» (Jaspers, K., Der ph. Gl, p.10).

4. Esa doctrina parece clara, pero no lo es y hay mucho que decir:

4.1.1. Hasta Einstein, no ha habido ‘prueba’ física del heliocentrismo. Y la prueba supone muchos conceptos teóricos.

4.1.2. La ley de caída libre de los graves no se ha demostrado ni se «demostrará» nunca en el sentido de Jaspers. El caso Cremonini.

4.1.3. El criterio de racionalidad no es la demostrabilidad, sino la práctica crítica intersubjetiva, colectiva.

4.2.1. No está en absoluto claro que verdades objetivas (pero que no son «demostrables» en el tranquilizador sentido de Jaspers) no necesiten ni merezcan, ni de hecho produzcan, el esfuerzo personal.

4.2.1.1. Copérnico y Galileo no han muerto, pero han luchado y sufrido.

4.2.1.2. Y es que, al no haber demostrabilidad absoluta, también es necesaria una decisión para imponer el modo de pensar y aún más de vivir racional. Se puede no poder vivir sin cientificidad, y éste va a ser el caso cada día más.

4.3. Por último, en el caso concreto de Bruno, la tesis no aclara los hechos: las verdades por las que es oportuno morir, tal como las describe Jaspers y tal como las concibe, en general, el tópico son propiamente verdades de fe. Deberían ser las proposiciones teológicas de Bruno.

4.3.1. Ahora bien: Bruno estaba dispuesto, en Venecia y luego en Roma, a abjurar precisamente de sus tesis teológicas. Uno de los mejores conocedores de Bruno, Rodolfo Mondolfo, ha explicado del modo siguiente el cambio de Bruno en la fase final de su proceso:

«Ignoramos sí entre las restantes cuatro proposiciones heréticas había otras de contenido netamente filosófico; sin embargo, las dos mencionadas eran de importancia capital en la filosofía de Bruno; especialmente la pluralidad de los mundos, que mientras podía preocupar a sus jueces por implicar aún problemas teológicos (como el de la Encarnación que tendría que realizarse en cada uno de los mundos innumerables), significaba para él las doctrinas filosóficas de la infinitud y unidad universales y de la correspondencia entre potencia y acto divinos… Lo cual explica la sensación inmediata que tuvo Bruno de una diferencia sustancial entre el tribunal romano y el véneto, a cuyas exhortaciones a retractarse había accedido. El tribunal véneto le exigía únicamente una retractación sobre el terreno de la fe religiosa, a la cual podía someterse en virtud de su convicción y afirmación constante de la misión práctica (moral y social) de la religión. En cambio el tribunal romano le pedía además un repudio de su misma filosofía, por considerarla condenada por toda la tradición católica, y sobre este terreno él no podía retractarse sin renegar de todo lo que había tomado más a pecho» (Rodolfo Mondolfo, Tres filósofos del Renacimiento, Buenos Aires, 1947, p.31).

4.4. La situación resulta todavía mucho más complicada si se tiene en cuenta que aquí no puede recurrirse a una distinción tajante entre ciencia positiva y filosofía: en la época también para Galileo ciencia es filosofía y viceversa.

4.5. Con todo eso no se trata de negar la diferencia entre Galileo, que es un gran científico, y Bruno, que no lo es.

4.6. Pero es evidente que hay que revisar la tesis, aparentemente tan clara, de las dos verdades heterogéneas.

III

1.1. La demostrabilidad es interna al sistema científico teórico, más o menos teórico, por lo demás.

1.1.1. Y la relación a presupuestos y métodos también.

1.2. Pero la decisión de hacer ciencia y creerla en algún sentido, considerándola básica para la conducta, es externa a todo eso. Por tanto, tan incondicionada como cualquier otra.

1.3. Lo mismo vale para el sentido común razonable. La frase de Einstein sobre la bomba.

1.4. Por tanto, también el comportamiento racional, o incluso el científico, se basa en creencia. Sólo los teoremas formales son ajenos a la creencia, pero en cuanto tales carecen de significación.

2.1. La contraposición (jaspersiana, por ejemplo) saber-creer esconde la verdadera: creencia racional-creencia irracional. Es verdad que «racional» es muy problemático y no ha recibido aún aclaración, ni quizá la reciba nunca del todo, y sea asintótico. Lo cual haría más sólida esta argumentación. Pero la tesis contraria es peor:

2.2. La falsa contraposición es ideológica:

2.2.1. Construye un concepto de saber idealizado y falso, por extrapolación al exterior del sistema de lo que es interior (no hay saber racional, hay conocimiento racional).

2.2.1.1. De este modo hace creer que es inadecuado comprometerse y luchar por verdades racionales, porque la seguridad de éstas sería obvia: cosa, como hemos visto, falsa.

2.2.1.1.1. El teorema es certeza interna al sistema. La aplicación del teorema es asunto tan moral como la de dogmas. Por eso hay responsabilidad moral del científico.

2.2.2. Y así puede contraponerle una creencia absoluta y personal.

2.2.2.1. Que no puede existir más que renunciado a la crítica.

2.2.2.2. Y sería accesible por otros supuestos procedimientos (el método filosófico, etc.) que no existen sino con la misma condición.

2.2.3. Todo lo cual tiene una función conservadora de la irracionalidad de la cultura, al hacer de la conducta racional algo de resultados tan claros y obvios cuanto sin importancia.

3.1. Ahora bien: por debajo de todas las diferencias, Galileo y Bruno coinciden en afirmar precisamente la conducta racional y crítica, frente a la autoridad, la tradición y el lugar común.

3.1.1. Galileo lo dice con su hermoso estilo tranquilo de trabajador de la razón. Tan contrario a toda autoridad que hasta desconfía de la suya propia.

«Mi inquieto espíritu no puede evitar el ir dando vueltas como rueda de molino y con gran gasto de tiempo, porque el último pensamiento que se me ocurre a propósito de alguna novedad me hace mandar al agua todos los descubrimientos anteriores».

3.1.2. Bruno con la violencia del propagandista:

«No valga como argumento ninguna autoridad de varón, por excelente e ilustre que sea»

«Es inicuo sentir por obediencia a otro, es mercenario, servil y contrario a la dignidad de la libertad humana sujetarse y someterse; es estupidísimo creer por costumbre, irracional admitir algo por la muchedumbre de los que así opinan…»

«Hay que escuchar el clamor de la naturaleza»

Bruno, Articuli 160 adversos mathematicos. Dedicatoria Ad divum Rodolphum II imperatorem.

3.2. Ambos son en ese sentido típicos renovadores de la razón en la Edad Moderna, proclamadores de lo que Ortega llamó la naturaleza luciferina de ésta, que proclama su ‘non serviam’ frente a cualquier autoridad.

3.2.1. Porque la experiencia enseña (no demuestra) que para servir, la razón tiene que no ser sierva.

3.2.1.1. Para servir al progresivo descubrimiento de verdades y a la progresiva destrucción de viejas falsedades.

3.2.1.2. Lo cual supone decisión, vivir-en.

3.3. Contra lo que dice Jaspers, Bruno y Galileo han vivido de lo mismo: del renacimiento de la razón en los comienzos de la Edad burguesa. Tesis de la doble verdad.

4. Con eso hemos despejado el terreno de interpretaciones ideológicas disimuladas. El caso de Bruno y Galileo nos confirma que toda actitud racional salvo en las ciencias formales puras es creencia. No es verdad que la actividad intelectual racional sea un mero juego infalible, frente al cual exista, con sus fuentes, otro modo de conocer y conducirse que sea también filosófico. Eso es afirmación ideológica. No es que lo uno sea saber y lo otro creer. Son dos creencias.

Ahora, por redondear, vamos a recuperar la diferencia Bruno Galileo.

IV

1. Muchas diferencias

1.1.1. Galileo era un viejo de 70 años cuando abjuró

1.1.2. Bruno tenía 53 años cuando murió en la hoguera, 44 cuando empezó.

1.2.1. Galileo es científico en acto, aunque sus grandes descubrimientos arranquen alguna vez de razonamientos incorrectos.

1.2.2. Bruno es más un propagandista de la libertad de investigación de enseñanza.

2. Pero esta última diferencia, que parecería explicarlo todo, no explica nada.

2.1. El caso Bacon.

«Que el ánimo se acomode prudentemente a las ocasiones y oportunidades, en vez de hacer las cosas dura y obstinadamente» (Bacon, De dignitate et augmento scientiarum).

2.2. Bruno en cambio.

«Si alguna razón, por nueva que sea, nos estimula y obliga, sea lícito a todo el mundo opinar libre y filosóficamente en filosofía y manifestar su doctrina» (Bruno, Acrotismus camoeracensis. Forma epistulae ad Rectorem Universitatis Parisiensis, Opera latina I,1, 57).

3. La comparación con Bacon es muy instructiva.

3.1.1. La lucha contra los «ídolos» lo es también de Bruno.

3.1.2. Y en más de un respecto se considera a éste precursor de aquel.

3.2. Hay casi identidad de misión, con diversidad de conducta, de «táctica».

4. No es pues diferencia de verdades, sino de personas.

4.1. Sin juzgar.

4.1.1. Por la diversidad de las circunstancias. (Contra el tópico).

4.2. Registrar.

5.1. Y no olvidar, como científicos, que no hay por un lado creencia, decisiva existencialmente y ni necesitada ni susceptible de justificación racional; y, por otro lado, un saber totalmente justificado, pero que no sirve moralmente para nada.

5.2. La situación es que todo es creencia, y que la que se esfuerza por ser racional requiere tanto esfuerzo moral como la irracionalista seguramente más, porque exige espíritu crítico y autocrítico.

5.3. Observar el mecanicismo de los espiritualismos irracionalistas.


4. Un problema para tesina en filosofia

Nota del editor.- También sobre la contraposición creer-saber: texto escrito por el autor para una revista de estudiantes de Filosofía de la Universidad de Barcelona (entonces La Central). Con fecha 3 de diciembre de 1967.

La contraposición entre saber y creer es un viejo tema filosófico. En el curso de los estudios de filosofía se tropieza con él varias veces: inevitablemente en tercero, al estudiar a Platón; y luego, probablemente (aunque eso depende de cómo conciba el profesor la filosofía moderna), en quinto, al hablar de Bruno y de Galileo. Las conductas de Bruno y Galileo encarnan de un modo ya suficientemente moderno la contraposición entre creer y saber. Por eso uno de los tratamientos más típicos del tema en este siglo (el de Jaspers en Der philosophische Glaube (La creencia filosófica), Zürich, 1947) arranca de una comparación entre esos dos grandes perseguidos:

«Giordano Bruno creía y Galileo sabía. Externamente se encontraban los dos en la misma situación. Un tribunal de la Inquisición exigía bajo amenaza de muerte la abjuración. Bruno estaba dispuesto a retractarse de muchas proposiciones, pero no de lasque eran decisivas para él: murió de muerte de mártir. Galileo renegó de la doctrina de que la Tierra gira alrededor del Sol (…)» Jaspers, op. cit., página 9).

De esa contraposición moral obtiene Jaspers otra entre dos «verdades»: una, la verdad vital, que se anula por la abjuración: es la verdad de la creencia; otra, la verdad científica, racional u objetiva, que no quedaría afectada por el comportamiento del sujeto ni, en general, depende de él: es la verdad sabida. Jaspers que en esto es representante de toda una manera tradicional y común de ver el problema resume su tesis como sigue:

«La verdad de la cual vivo no es sino en la medida en que me identifico con ella; es histórica en su aparición, no es universalmente válida, pero es incondicionada. La verdad cuya corrección puedo probar subsiste sin mí; es universalmente válida, atemporal, pero no incondicionada, sino más bien vinculada a presupuestos y métodos del conocimiento en conexión con lo finito. Sería inadecuado querer morir por una verdad que se puede probar.» (ibid., pág. 19).

Esa doctrina parece clara, pero no resuelve el problema, porque ignora consecuencias decisivas de lo que ella misma dice: la penúltima frase del párrafo recién citado contiene una acertada afirmación que la verdad científica está «vinculada a presupuestos y métodos del conocimiento», la cual complica las cosas mucho más de lo que Jaspers parece admitirlo. Y esa penúltima frase refuta la última incluso en su aplicación a Galileo. Pues Galileo no probó ni podía probar el heliocentrismo. Tampoco se ha probado, ni se probará nunca en el absoluto sentido de Jaspers, la ley de caída libre de los graves, por ejemplo: el escolástico Cremonini pudo sostener con toda «razón» contra los galileanos que esa ley «no se cumple» nunca en la realidad accesible a los hombres en la superficie de la Tierra. (En lo que no llevaba razón, como no la lleva ningún partidario de creencias irracionales destruidas por el pensamiento moderno, era en creer que eso abonara viejas y groseras tesis aristotélico-escolásticas para las cuales no tiene siquiera sentido suscitar la cuestión de la puesta a prueba, no ya de la prueba estricta: pues la ciencia moderna es criticable sólo con criterios que ella misma ha creado y cuya exigencia basta para destruir previamente los antiguos criterios de sentido y prueba.)

Ocurre, en sustancia, que el criterio de la cientificidad de una proposición no es su «demostrabilidad» en sentido absoluto: el criterio es más bien una cierta racionalidad crítica, intersubjetiva e interna a la teoría, «vinculada a supuestos y métodos», razón por la cual la racionalidad de cada proposición se manifiesta en la eficacia global de la teoría (que las contiene a todas) sobre la realidad.

Por otra parte, no está en absoluto claro que las verdades objetivas no produzcan jamás esfuerzo moral: Copérnico y Galileo no han muerto, como Bruno, en la hoguera, pero han luchado y sufrido por verdades así. Yes que, al no haber demostrabilidad absoluta, también es necesaria una decisión para imponerse el modo de pensar y aún más el de vivir racional. Puede, por cierto, observarse de paso que la tajante contraposición de Jaspers no aclara tampoco el caso de Bruno. Uno de los estudiosos de Bruno que gozan de más prestigio, Rodolfo Mondolfo, ha argüido convincentemente que el mártir estaba dispuesto a abjurar precisamente de sus tesis teológicas, no de las cosmológicas, y que fue la fidelidad a estas últimas tesis, filosóficas en general, la que le costó lavida (ved Rodolfo Mondolfo, Tres filósofos del Renacimiento, Buenos Aires, 1947, pág. 31).

Lo esencial en todo esto es que en la ciencia real, no en la formal, no hay demostrabilidad absoluta. Yno la hay porque la relación de fundamentación o «demostrabilidad» es interna al sistema científico teórico (más o menos teórico, por lo demás, lo que quiere decir que la relación de fundamentación estará más o menos determinada según los casos). En cambio, la decisión de hacer ciencia y de creerla (en algún sentido de «creer» que habría que precisar), considerándola así básica para la conducta, es externa al sistema teórico. Por tanto, es tan incondicionada como cualquier otra decisión. Nótese que lo mismo vale para todas las decisiones vitales del sentido común: según una célebre observación de Einstein no se puede demostrar la proposición «No hay que exterminar a la humanidad», sino que la gente, por decisión absoluta, como dice Jaspers, nos dividimos en los que somos contrarios al uso de la bomba atómica y los que le son favorables. En suma: también el comportamiento racional, un ápice del cual es el científico, se basa en creencia, no, en «prueba». Sólo los teoremas formales (interpretados en el sentido genialmente anticipado por Kant como, lo que hoy llamamos implicaciones estrictas con la prótasis expresa) son independientes de la creencia y carecen al mismo tiempo de significación real.

La contraposición saber-creer esconde, en realidad, la contraposición verdadera, que es la que se da entre la creencia racional y la irracional. Es verdad que «racional» es un adjetivo muy problemático que no ha recibido aún aclaración satisfactoria y que acaso no la reciba nunca, sino que sea una de esas nociones reguladoras a las cuales no podemos sino acercamos asintóticamente, según una útil metáfora de Engels. Pero aun en este caso, es un hecho que ese movimiento asintótico ha recorrido ya bastante camino, como «prueba» el que «racional» mismo o, más frecuentemente, «plausible», sean términos aplicados a expedientes utilizados con éxito heurístico en disciplinas tan constrictivas como la matemática, por no hablar ya de las ciencias empíricas naturales y sociales. Ahora bien: mientras que en las ciencias positivas bien constituidas, especialmente en las exactas, el uso de hipótesis o hasta de argumentaciones netamente plausibles, razonables racionales compensan, como dice Mario Bunge (Scientific Research, cap. 14, sec. 14.6), su «debilidad lógica» con su «fuerza heurística», éste no parece ser el caso para el campo de la creencia racional más característico del filósofo: el de lo que suele llamarse «la concepción del mundo». Pues las afirmaciones, muy generales, de la concepción del mundo que no pueden ser argüibles sino plausiblemente, puesto que rebasan todo sistema teórico propiamente dicho no tienen una función heurística manifiesta, ni siquiera indiscutible, a causa de su lejanía de la experiencia. Tienen, en cambio, una función práctica, individual y social, pues, como cultura dominante en una época, influyen en las decisiones que los individuos y en las de la colectividad.

Problema para tesina: intentar construir con precisión el conjunto de las deficiencias gnoseológicas de la idea reguladora «creencia racional».


5. La conversión

Nota del editor.- En su conferencia de 3 de noviembre de 1983 sobre «Tradición marxista y nuevos problemas», observaba Sacristán:

Al final de este repaso tengo interés en indicar un denominador común de una razonable y vital respuesta socialista a los problemas nuevos y que tal vez pueda parecerles un poco demasiado filosófica y poco científica, pero que, en cambio, me parece muy arraigada en la tradición marxista. Todos estos problemas tienen un denominador común que es la transformación de la vida cotidiana y de la consciencia de la vida cotidiana. Un sujeto que no sea ni opresor de la mujer, ni violento culturalmente, ni destructor de la naturaleza, no nos engañemos, es un individuo que tiene que haber sufrido un cambio importante. Si les parece para llamarles la atención, aunque sea un poco provocador, tiene que ser un individuo que haya experimentado lo que en las tradiciones religiosas se llamaba una conversión. Es un terreno en el que no hay más remedio que expresarse en términos que les pueden parecer un poco utópicos, pero hay que tener la decisión de no ponerse colorado por ello: mientras la gente siga pensando que tener un automóvil es fundamental, esa gente es incapaz de construir una sociedad comunista, una sociedad no opresora, una sociedad pacífica y una sociedad no destructora de la naturaleza. ¿Por qué? Porque se trata de bienes esencialmente no comunistas, como diría Harich. Imagínense ustedes a 1.000 millones de chinos, cada familia, con su coche; a 4.000 millones de habitantes de la tierra, cada familia, con su coche. Eso es insostenible. La Tierra sólo puede soportar eso, si muchos no tienen coche.

Por tomar el ejemplo del coche, que podría tomar muchos otros como es obvio, podría tomar el decisivo, el consumo de energía per capita de los Estados Unidos, que ése es el dato decisivo; pero, en fin, tomamos el coche: el automóvil sólo puede funcionar en la Tierra, digámoslo así, si sólo tienen automóvil una parte de los pueblos privilegiados. Pero si llenan ustedes África, Asia, América y Oceanía de automóviles es obvio que la Tierra no lo soporta, no lo soporta el recambio atmosférico. Y así todos los ejemplos que ustedes quieran.

Luego, los cambios necesarios requieren, pues, una conversión, un cambio del individuo. Y debo hacer observar, para no alimentar la sospecha de que me ido muy lejos, muy lejos de la tradición marxista, que eso está negro sobre blanco en la obra de Marx desde los Grundrisse, la idea fundamental de que el punto, el fulcro de la revolución es la transformación del individuo. En los Grundrisse se dice que lo esencial de la nueva sociedad es que ha transformado materialmente a su poseedor en otro sujeto y la base de esa transformación, ya más analítica, más científicamente, es la idea de que en una sociedad en la que lo que predomine no sea el valor de cambio sino el valor de uso, las necesidades no pueden expandirse indefinidamente, que uno puede tener indefinida necesidad del dinero, por ejemplo, o en general de valores de cambio, de ser rico, de poder más, pero no puede tener indefinidamente necesidad de objetos de uso, de valores de uso.

De modo que esta reflexión final que me permitía hacer, en un terreno que podía parecer utópico, lo sea o no, en todo caso está muy abiertamente en el clásico iniciador de la tradición marxista, es decir, en el mismo Marx. Con lo que termino y les agradezco la atención que han prestado.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.