Una intervención en el seminario Uninomade en Roma 26/10/2012. Traducción de Nemoniente.
Organizaré mi intervención en tres puntos fundamentales. Intentaré definir inicialmente la convención financiera actualmente dominante y como la misma ha modificado la relación entre privado y público. En segundo lugar intentaré analizar como lo privado y lo público fueron fijados en la constitución de 1948, pero sobre todo como se presentan en la constitución europea. Finalmente, trataré de pensar cómo, en nombre del común, pueda romperse la convención constitucional que nos sujeta, oponiendo dispositivos antagonistas al ejercicio del poder financiero, construyendo una «moneda del común» – en fin, qué significa, dentro/contra la actual convención financiera europea, proceder a la construcción del común.
1.1
La convención colectiva que hoy domina la relación constitucional es una convención financiera. Donde existía el valor-trabajo como norma reguladora y medida de la actividad social y productiva, ahora está presente la regla financiera.
Por tanto analizamos la relación capital financiero/constitución material. El capital financiero, en la situación actual, se erige como autoridad legitimante de la constitución efectiva de la sociedad postindustrial. Si en la época fordista la Constitución organizaba la sociedad sobre la base de la medida del valor trabajo, y era tal el esquema de organización de la sociedad industrial, ahora, aquel standard es sustituido por una medida financiera. Se siguen de inmediato algunas consecuencias. Mientras la medida-trabajo, en la constitución fordista, era duradera y relativamente estable, directamente dependiente de la relación de fuerza entre las clases (tal fue la condición de toda constitución en el «siglo breve»), la convención financiera cuando se materializa en forma constitucional, es decir, cuando encarna de manera hegemónica la relación política capitalista, se presenta como potencia independiente y excedente. Los trabajos de André Orléan y Christian Marazzi han insistido oportunamente sobre esta eventualidad institucional. Se trata de una independencia que, desde el punto de vista del valor, consolida y fija un «signo propietario» (en los términos de la «propiedad privada»: véase sobre todo Leo Specht) pero que contemporáneamente se presenta también como «crisis», come «excedencia» no simplemente respecto a las viejas y estáticas determinaciones del valor-trabajo sino sobre todo en referencia a aquella «anticipación» y a aquel «incremento» continuo que son propios al confrontarse con la captación financiera del valor socialmente producido y al operar en su extensión a nivel global. Por tanto, la convención financiera se presenta, institucionalmente, como governance global, porque la crisis es permanente, en cuanto orgánica al régimen del capital financiero. Mejor hablar, en estas condiciones, de varias fases del business cycle, más que de crisis.
Está claro que, en esta nueva configuración de la regla constitucional, permanece la base material de la ley del valore: ya no trabajo individual que deviene abstracto, sino trabajo inmediatamente social, común, directamente explotado por el capital. La regla financiera puede imponerse de manera hegemónica porque en el nuevo modo de producción el común emerge como potencia eminente, como sustancia de relaciones de producción, y va invadiendo cada vez más todo espacio social como norma de valorización. El capital financiero persigue esta excedencia, intenta anticiparla, apremia el beneficio y lo anticipa como renta financiera. Como bien dice Harribey, discutiendo con Orléan, el valor no se presenta ya aquí en términos sustanciales, ni siquiera como una simple fantasmagoría contable: es el signo de un común productivo, mistificado pero efectivo, que se desarrolla cada vez más intensivamente y extensamente.
Repasemos. Por un lado podemos subrayar que, en la sociedad contemporánea, en los procesos de subsunción de la sociedad en el capital, valor de uso y valor de cambio se superponen. Por otro lado, se advierte que el trabajo abstracto no se diferencia del trabajo concreto solo porque representa la abstracción de la forma concreta del trabajo: esta es, por así decirlo, una diferencia puramente epistemológica. La verdadera diferencia -la positiva- consiste en que, en el trabajo abstracto, se igualan actualmente todas las formas del trabajo, y esto sucede en el marco de un cambio multilateral y cooperativo de actividades singulares productivas.
Sobre esta base se sacan dos consecuencias:
la primera es que la subsunción de la vida, cuando se presenta como comando sobre la actividad productiva a través de los medios de las finanzas, encarna un biopoder, es decir la capacidad de explotar, de extraer plusvalor, de acumularlo sobre el conjunto de la vida social. El dinero, los productos financieros, la Banca se convierten en medios de producción, no como fuerzas productivas sino como instrumentos de extorsión de plusvalor. (Por ejemplo, actualmente en Francia todo el impuesto sobre la renta está al servicio del pago de la deuda);
la segunda consecuencia es que el valor se presenta en el mercado no tanto como sustancia, no tanto como mera cantidad de mercancías, sino como conjunto de actividades y de servicios, cada vez más cooperativos, siendo subsumida la vida por el poder en su totalidad y en todas de sus singulares expresiones; en definitiva, que las relaciones de producción ponen en contradicción los mercados y/o las finanzas con el común productivo.
1.2
A partir de los años 90 -después de larga crisis iniciada en los años 70 con la demolición del standard Bretton-Woods- se determina, de manera siempre menos caótica, un nuevo estándar global que sustituye al laborista.
Dos condiciones permiten su desarrollo. La primera es el desarrollo de la globalización: es confrontándose a la globalización que la convención fordista cede un elemento central de su legitimidad y función, el Estado-nación, como base soberana. La convención monetaria se sustrae al Estado-nación y llevada a estándar global. La deuda pública se sustrae a la regulación soberana (llevada a cabo conjuntamente por el capital y por los Estados-nación) y se somete a los mecanismos de valor determinados, en el mercado global, por los sujetos detentadores del capital financiero. La competencia entre estos actores provoca siempre solidaridad en los enfrentamientos de los explotados.
La segunda condición consiste en el hecho de que, con la crisis de la soberanía (nacional), lo público es patrimonializado sustancialmente de manera privada, antes incluso de serlo jurídicamente. Quiero decir que las finalidades de la acumulación se pliegan a las reglas de la apropiación privada directa de todo bien público. En esta situación, la función de mediación entre los intereses de clase que el poder y la propiedad pública (a partir de los años 30) ejercitaban (y aquí convendría que la propia representación política democrática no se confunda con aquella función de mediación), se debilita profundamente cuando no desaparece (la propiedad pública se debilita tanto como la representación política porque ésta ya no finaliza en el gobierno ni en la propiedad de lo público, después de haber sido cada vez más vaciada de la soberanía en la globalización).
A la búsqueda de nuevas convenciones se suceden las burbujas (new ecomonics, asiática, argentina, etc…). «Los mercados, por así decir, enloquecen -observan Marazzi y Orléan- pero esto es del todo coherente con el principio de la competencia aplicado a las finanzas». De hecho, una mercancía no se busca porque sea rara, sino paradójicamente cada vez es más solicitada cuanto más sea necesaria. La crisis no se «debe al hecho de que las reglas del juego financiero se omitan sino a que se cumplen.» La crisis, en otras palabras, es endógena. Depende exclusivamente de la desregulación de los mercados de capitales y de la privatización creciente de los bienes públicos. Todo valor de uso se transforma así en bienes (títulos) financieros sujetos a especulación. La subsunción real de la sociedad en el capital actúa a través de la financiarización. «En este proceso, la financiarización ha impuesto su lógica al mundo entero, haciendo de la crisis el fundamento de su propio modo de funcionar. La financiarización es un proceso de inclusión de la cooperación, del común cognitivo y social, y después de exclusión, es decir de extensión del modo capitalista de producción a mercados pre-capitalistas, y de sucesiva expulsión y pauperización de los que en este proceso son privados del acceso a los bienes comunes. Una especia de reedición continua de la acumulación primitiva, de cercados de las tierras (bienes) comunes y de proletarización de masas crecientes de ciudadanos».
Mejor dicho:
1) el dispositivo constitucional en la madurez capitalista subordina a la abstracción financiera del proceso de valorización la fuerza de trabajo vivo como sociedad cognitiva y cooperativa. La biopotencia del común es totalmente sometida al fetichismo de la convención financiera.
2) el dispositivo constitucional capitalista pretende medir, fijar una medida reglamentaria dentro de la crisis que hemos recorrido, donde la ruptura de la relación keynesiano-fordista exige nuevas convenciones de medida. ¿Valor-medida? Como ya hemos visto, esta medida no es aquí algo sustancial, es más bien una «convención política» determinada ocasionalmente. O mejor: aunque no está basada en un valor sustancial, lo que expresa la convención «capitalista» (es decir, adecuada a la actual organización del trabajo social para extraer beneficio o para acumular renta financiera) es de todos modos una medida, una medida de clase, un dispositivo de poder. No es necesario recordar que Marx siempre ha definido el valor subordinándolo al plusvalor. Esta medida todavía se basa en la relación entre tiempo necesario y excedente de tiempo no pagado, pero solo si esta relación social es considerada como un todo, y en esto, en la tensión de este esfuerzo indefinido, en la tendencia a aproximar un límite absoluto, en esta sucesión de muñecas rusas, consiste también la permanencia de la crisis.
3) Para fijar esta medida política, el poder constitucional capitalista (y la convención que lo rige) debe construir una nueva forma de gobierno, la governance, precisamente, la cual no actúa principalmente como «poder de excepción», sino como gobierno de una «emergencia continua» (es una excepción extendida en el tiempo que revela, negativamente, una continua inestabilidad; positivamente, captaciones imprevistas de excedencia, saltos y desmedidas, etc…) dentro de una temporalidad fracturada, una inactualidad permanente.
Añadamos que en esta fase, el carácter «constituyente» de la acción neoliberal se afianza sobre potentes estrategias «destituyentes» (la amenaza del default, los movimientos de capital como amenaza política, etc…). Y observemos también que sobre el terreno de los movimientos, la imaginación constituyente está repleta de contenidos destituyentes (solo por poner un ejemplo, el derecho a la insolvencia como primer paso para reconquistar un uso de la moneda liberado de la explotación directa).
Una reflexión «constitucional» hoy presupone también la discusión y el replanteamiento de los lenguajes y de las prácticas del movimiento sobre los que hemos basado hasta hoy nuestra reflexión. Se trata de determinar los «instrumentos con los que imponer al capital financiero una nueva relación de fuerza».
2.1
Volvamos a nosotros, a la constitución italiana, al art. 1 -la republica está fundada en el trabajo- que nos ha atormentado (o hecho reír) desde la infancia. Recordemos simplemente que el operaismo nace de las declaraciones que, en aquella fórmula, en continuidad con el estatalismo intervencionista de los años 30, había fijado la convención keynesiano-fordista, como norma de la explotación obrera y de regulación política de una sociedad en la cual -por bien que fuese- lo público estaba totalmente en función de la reproducción ampliada del capital. La constitución del 48 promovió una sociedad capitalista en términos reformistas: hacía poco que la Unión soviética había combatido al fascismo europeo, así que solo era posible el reformismo a los capitalistas. En estas condiciones de la lucha de clases se comprende cómo se llevaba a cabo la presión de los proletarios sobre el salario obrero, como instrumento de democracia, para aplicar dentro y contra la productividad del sistema: este proceso aumenta la renta (directa e indirecta) de la clase obrera y de la sociedad trabajadora.
En este marco lo público se define como función de mediación de la relación social capitalista, es decir, de la lucha de clase -y es torno a esta función que toma cuerpo la representación política burguesa (en particular, italiana). Como se sabe, la Constitución italiana nunca se ha realizado completamente. Incluso si lo hubiese sido, no sería de todas formas constitutiva de aquel mundo de maravillas socialistas que nos cuentan. No pretendiendo confundirla con el espíritu de la Resistenza ni de la Costituyente republicana, como muchos retóricos hacían y hacen, M.S. Giannini señalaba, ya en los años 60, que pensar que el espíritu de esta última estuviese todavía vivo, significaba burlarse de los ciudadanos o engañarlos. De todos modos, la Constitución del 48 fue pronto «homologada» y adaptada al desarrollo incremental del capitalismo italiano a través de la acción de regulación del Estado, como representante del capital social, es decir como mediador de la lucha de clase. Y cuando llegan la crisis de los años 70 y las reformas capitalistas de los años 80, se inicia el proceso reaccionario de restructuración general del sistema, en el que todavía estamos. ¿Qué ha ocurrido? Que las luchas obreras en el centro del imperio y las luchas de liberación del dominio colonial han roto la posibilidad de la regulación fordista. El capital recoge el desafío y promueve el biocapitalismo en la forma financiera. Y no es apelando a Foucault que, ya entonces, en los años 60, habíamos comenzado a hablar de trabajo social y de explotación del bios para definir las nuevas figuras de la regulación capitalista, en torno y después del 68. Nos referíamos simplemente al hecho de que, dentro de las repetidas crisis fiscales de la regulación pública, el capital había comenzado a utilizar los fondos de pensiones y los seguros sociales para rehacer sus cuentas. ¿Qué pasó? Que, frente a las transformaciones que las luchas de clase obrera determinan dentro del sistema industrial, frente a los efectos desastrosos del «rechazo del trabajo» fordista y en relación a la presión biopolitíca del trabajador social, frente a la crisis del Estado-plan, la respuesta capitalista viene a través de una toma de control político dentro del sistema industrial y la determinación de la hegemonía política de la esfera monetaria sobre el conjunto de la producción social. La crisis fiscal de New York está en el inicio de este nuevo ciclo político. Y lo representa ejemplarmente.
Hay que prestar mucha atención a este pasaje (por otra parte Marazzi, Offe, O’Connor, Aglietta y otros ya señalaron su caracter social) porque aquí no se verifica solo la destitución de lo público de su función como mediador de la explotación (en beneficio de los llamados «mercados») sino que comienza a desarrollarse una nueva figura de la explotación -la explotación directa del bios, la exaltación del welfare como base de valorización financiera. El mundo de la producción de sanidad, del cuidado de la niñez y la vejez, de la enseñanza y la educación, etc…, es decir, el mundo de la «producción del hombre para el hombre» deviene la materia prima, mejor, la sangre que circula en el sistema arterial del capital financiero global. El mundo del trabajo es explotado en cuanto bios, no solo en cuanto «fuerza de trabajo» sino en cuanto «fuerza viviente», no solo en cuanto máquina de producción sino en cuanto cuerpo común de la sociedad trabajadora.
Por tanto, qué pasa con lo público en el desarrollo de estas prácticas de explotación y de consecuente valorización que la nueva constitución europea contiene e impone a través de los llamados «gobiernos técnicos». Después de haber personificado la mediación del poder capitalista, en su lucha contra la clase obrera y los productores sociales, después de haber sido el instrumento a través del cual, vista la imposibilidad de desbloquear la rigidez del salario y de recuperar a través de la inflación los beneficios relativos de la renta de la clase obrera… aquí está lo público que, en nombre del capital, comienza a saquear los fondos de pensiones, a vaciar el Welfarestate de su sentido emancipatorio, a nutrirse directamente del común productivo. Todo esto sucede a través de los nuevos regímenes monetarios que se imponen a los europeos. En la moneda europea lo público es totalmente sometido, violentado por lo privado.
2.2
Si consideramos muy rápidamente cómo se configura jurídicamente lo público en la constitución europea que viene formándose, nos encontramos obviamente frente a una serie de codificaciones de cuanto hemos venido hasta aquí definiendo como el nuevo orden del biopoder capitalista.
Cuando se habla de constitución europea, se habla esencialmente de economic governance, y cuando se habla de governance económica, frecuentemente se traduce sustantivamente el concepto en el alemán Ordo-liberalismus (se ha dicho que esta traducción se ha dado también en documentos oficiales). Vale decir en una autoritaria «economía social de mercado» que, no por casualidad, bajo la presión de los mercados, ha perdido toda dimensión social y reformista para exaltar al máximo la autoritaria y despótica. Producto de una escuela que domina los actuales procesos constituyentes europeos, asumiendo distintas -y a menudo inquietantes- figuras políticas desde los años 20 hasta hoy.
Estabilidad de los precios, regulación represiva del déficit presupuestario inapropiado, unión monetaria separada de la unión política, devienen principios a los que atenerse -con algunas consecuencias negativas también para la democracia formal. El control y la supervisión burocrática de los balances carecen de toda legitimación democrática (no solo de las instituciones nacionales sino incluso de las comunitarias); las intervenciones reguladoras son individualizadas fuera de toda norma general -el carácter de justicia de la acción comunitaria ha sido totalmente vaciado; y, en tercer lugar, las políticas europeas de regulación social, distributivas y compensatorias, ciertamente han desaparecido. Por decirlo con Jörges, en la crisis de Europa se ha pasado de una construcción jurisdiscional a una constitución autoritaria y de un déficit de democracia a un default democrático.
Pero, una vez fijada la temible cara de esta nueva constitución de lo público, ¿nos vamos a dejar fascinar y aprisionar por su gorgonesca sonrisa? De ninguna manera. De nuevo descendamos al nivel de la composición material de la multitud europea, se quiera o no considerar como clase. La separación entre ordenamiento económico del poder y estructuración social de las clases trabajadoras, el primero centralizado en la Constitución europea, la segunda dejada los Estados miembros, no revela sólo una crisis democrática profunda sino que produce -de nuevo retomando a Jörges- una especie de big bang, revelando paradójicamente aquello que pretendía ocultar.
Es decir, que la confianza del desarrollo constitucional europeo a un poder monetario democráticamente incontrolable, que el despegue de un biopoder técnicamente independiente y económicamente excedente respecto a la miseria social que impone, que la construcción de un mecanismo regulador carente de cualquier equilibrio que no sea el de una austeridad social insoportable, todo esto demuestra solamente que el «nuevo» poder público encarnado por el MES (mecanismo europeo de estabilidad) y el TSCG (tratado para la estabilidad, la coordinación y la governance) representa una espantosa máquina de acumulación privada originaria contra el tejido común de cooperación social y el sustrato de actividad productiva común que las luchas de clase obrera y los movimientos sociales habían construido.
Y si es verdad que este proceso destruye toda posibilidad de una política nacional más o menos democrática (aunque ya hemos visto cuánto prevalece el «menos»); si es verdad que no ayuda a determinar nuevas potencias comunitarias, es también verdad que en el proceso de unificación en acto, paradójicamente, la aplicación de la golden rule saca a la luz, mejor, revela con fuerza una nueva consistencia multitudinaria, realmente resistente y virtualmente antagonista… ¡para ser gobernada! No será fácil gobernar este proletariado que, en la cooperación y en la producción, puede organizar su propia autonomía común.
3.1
¿Cómo se puede romper, desde el punto de vista de los trabajadores y con la fuerza del común, es decir, de la lucha de clases, la convención financiera (constitucional) que hoy nos domina? Para intentar avanzar en este terreno, recordemos algunas definiciones y, antes que nada, algunos presupuestos de nuestro análisis.
El capital financiero es capital, tout court, por tanto no es una realidad parasitaria ni un simple conjunto de instrumentos de contabilidad; más bien es una figura del capital en sentido pleno, así como lo ha sido, es y lo continuará siendo el capital industrial, y como lo han sido otras figuras patronales, históricamente dadas y/o desaparecidas en el desarrollo de la lucha de clase. Una relación social: ¿entre quiénes?
Para comprenderlo bien hay que definir con la máxima exactitud la posición del «capital constante» respecto al «capital variable», es decir, del mando capitalista respecto a la fuerza de trabajo; y recorrer las formas actuales del proceso de sumisión del segundo por parte del primero. Este proceso de sumisión -siendo «real», esto es, total- es nuevo y singular. En el pasaje que analizamos, la fuerza de trabajo efectivamente se ha reapropiado -en cuanto fuerza de trabajo cooperativa y cognitiva- de partes (fragmentos, atributos, modos, etc…) del «capital fijo».
Si por «capital constante» entendemos el conjunto de las condiciones productivas en manos del capital; si por «capital variable», el conjunto de los valores transferidos a los trabajadores para que se reproduzcan; y si por «capital fijo» entendemos las máquinas y las estructuras puestas a disposición del proceso productivo -reconocemos (en el pasaje que analizamos) que la fuerza de trabajo, lejos de funcionar simplemente como capital variable, ha venido apropiándose, mejor, incorporando cuotas de capital fijo, poniéndose así en una situación de virtual (relativa pero potencial) distancia respecto al mando, es decir a la síntesis capitalista. Se añade que, si a la revelación de la sustracción y de la incorporación de cuotas del capital fijo por parte de la multitud trabajadora, se suman los episodios o los eventos de reapropiación de «capital circulante» (en la figura, por ejemplo, de la fuerza de trabajo migrante), entonces la situación puede mostrar un umbral crítico nuevo y positivo.
En esta condición modificada se realiza en una primera figura la subsunción del trabajo vivo en el capital constante, es decir en el capital financiero, esto es en el mando capitalista en la figura principal que hoy presenta. Y si la composición técnica de la fuerza de trabajo pasa a ser muy rígida, habiendo absorbido cuotas de capital fijo y circulante, si, por tanto, la síntesis capitalista debe comandar esta composición (esto es, hacerse flexible, mejor, fragmentar, romper esta rigidez), entonces el mando capitalista no podrá darse sino verticalizándose respecto al plano de la producción, externalizando (por así decirlo) y exaltando el momento «político» del mando sobre cualquier otro elemento (ideología, funcionalidad, etc…). El capital financiero corresponde a estas características y desarrolla esta tarea.
Esta figura abstracta del mando capitalista es sometida a gran tensión -y probablemente a contradicción- por el hecho de que actualmente el proceso de valorización, y por tanto los procesos de explotación del trabajo vivo, deben cada vez más devenir internos a aquellos cuerpos que expresan directamente funciones productivas y, en la cooperación social, ejercitan funciones organizativas de la producción. Todo esto implica, a su vez, la transformación global de la vida por parte del capital que deviene biopolítico. Aparece aquí una contradicción fundamental: por un lado, el capital exige una completa interiorización del capital variable al proceso de valorización (como acabamos de describir); por otro tenemos, como función de mando, una fuerte, si no completa, abstracción del capital constante (en la forma financiera) en el capital variable (en cuanto trabajo vivo social y en cuanto trabajo cognitivo irreductible -al menos en parte- a la mercantilización). Por tanto, el capital financiero parece interpretar la relación social que constituye el concepto de capital como relación eminentemente política.
Como hemos visto, en la convención del capital financiero, el dinero toma el puesto del valor-trabajo. En la «relación política» que constituye el capital financiero, la convención de valor es monetaria. La convención monetaria sustituye a la convención valor-trabajo (es decir representa una nueva figura que sobrepasa a la «ley del valor» interpretada en la fase de la explotación industrial del trabajo, de manera individual, industrial y salarial. Ahora la convención es singular, social y deudora. Al contrario de cuanto ocurría en el keynesismo, define la parte salarial como el residuo de las unidades monetarias de cuyo trabajo abstracto es el equivalente.
¿Cómo moverse en este punto? Hemos repetido (a veces fastidiosamente) que la búsqueda de una nueva constitucionalización del trabajo constituye un intento completamente abstracto de reproposición de mediaciones públicas clásicas y hemos concluido (citando el documento de Giso Amendola, «Constitución precaria») que «hoy el sentido de la constitucionalización posible está en separar la idea misma de constitución de la mediación público-soberanista dentro de la cual se ha dado originariamente y entender la oposición a los procesos de deconstitucionalización como lucha para la apertura continua de procesos constituyentes, allí donde la governance tiende a neutralizarlos y a reducirlos en los canales de expresión constituidos. Se podría decir, provocativamente aunque no tanto, que las subjetividades ‘precarias’ -más que la defensa de la constitución como tal- están interesadas en una ‘precarización’ de la propia constitución, para abrirla al continuo desarrollo de procesos de autorganización».
Por tanto, el nuevo terreno de lucha constituyente es el de la governamentalidad. Que la misma «no excluya el derecho sino que más bien lo atraviese, provocando la progresiva descentralización y flexibilización, y al mismo tiempo restableciendo la tradicional pretensión de autonomía de las otras ciencias sociales», me parece el punto sobre el que insistir. Rechazar, en función de la governance, la ilusión de que se pueda dar una suerte de «dualismo de poder» que ponga en tensión hasta su ruptura el proceso constituyente. No, no estamos seguramente en una situación insurreccional, no son repetibles hazañas bolcheviques porque no estamos frente a un dualismo simétrico de poderes en lucha; estamos sin embargo frente a la asimetría potente de la nueva figura de la fuerza de trabajo cognitiva -su «rica pobreza» – que se confronta, ciertamente, con el dominio del patrón, del capital constante, pero no se precipita al combate, puesto que es al mismo tiempo irreductiblemente resistente, rígida también en la precariedad, incorporando cuotas de capital fijo y circulante.
Llegamos así al verdadero problema, liberado de todo presupuesto catastrófico o palingenésico: ¿qué significa asumir los procesos constituyentes (a partir de las siempre nuevas producciones de subjetividad y de incorporaciones de cuotas de capital fijo) no como definitivas sino como coesenciales a un nuevo proceso constitucional? Ciertamente, una nueva constitucionalización del trabajo resulta ser una idea del todo reaccionaria, pura nostalgia de la mediación pública-soberanista: pero de nuevo, ¿qué significa un proceso constituyente en la aceptación de la fragmentación, del pluralismo multitudinario del trabajo y de la sociedad? ¿qué significa constituir un «nosotros» común dentro de una realidad social en la que toda identidad ha sido destruida y toda recomposición no pueda ser, precisamente, sino «constituyente»?
En este punto nos permitimos insistir nuevamente sobre la extraordinaria oportunidad que la convención constitucional monetaria, impuesta por el capital, nos ofrece: la de revelar inmediatamente que el antagonismo anticapitalista no concierne a sectores limitados de la fuerza de trabajo social (no concierne al trabajo vivo asumido de manera individual, localizada y salarial) sino que lo asume como multitud, por tanto como realidad singularizada, social y en una relación de dependencia (es decir, endeudada) pero que sin embargo se confirma en la reapropiación de la riqueza, a través del reconocimiento y la construcción del común. Realidad multitudinaria: ciertamente, endeudada, sometida a la alienación mediática, invadida por las pasiones tristes de la inseguridad, reprimida en la representación democrática por el malestar que produce y por la impotencia política que muestra -pero que también impulsa y expresa una fuerte voluntad de lucha. Los movimientos «indignados» y «occupy» han avanzado ampliamente estos comportamientos constituyentes. Los movimientos italianos sobre «bienes comunes» también se mueven sobre este terreno. Lo que ahora es esencial es asumir la dimensión «constituyente» para romper con todo momento «corporativo», identitario y/o localista de lucha. No pretendemos negar que todo momento de lucha está ligado a intereses y/o lugares específicos, pero la lucha hoy, o se construye contra la imagen universal del dominio financiero, o no es posible. No somos ya ludistas enfrentándonos a las máquinas sino más bien saboteadores de la explotación que proviene de la organización del trabajo. Así que hoy no destrozamos los cajeros automáticos sino que saboteamos el sistema de dominio financiero porque queremos constitucionalizar -es decir, apropiarnos- de los bancos, del poder que, a través de la moneda, organiza y premia, separa y domina, capta y elimina el valor producido por los trabajadores, autónomamente y comúnmente.
3.2
Autónomamente y comúnmente.
Por lo que respecta a «autónomamente», nos explicamos inmediatamente. En este punto nuestro proceder enlaza con el de analistas que, en la revolución post-sesentayochesca de los saberes, comenzaron a reconocer una nueva ontología común de la sociedad y del derecho. En particular, como Claus Offe y sus compañeros en los años setenta, así hoy Teubner y su escuela nos ayudan a comprender (en la teoría del Societal Constitutionalism) como la modernidad (o la postmodernidad) capitalista muestra una tensión insoportable contra el dominio de las estériles alternativas entre centralidad de lo público (estatal) e instituciones de la propiedad privada -cuando las subjetividades no aparacen ya sobre la escena como individuos autoreflexivos sino más bien como redes de eventos sociales. Hay nuevas formas de autopoiesis colectivas que, a través de los conflictos sociales, piden acabar con los excesos de la propiedad privada y proponen nuevos procedimientos de institucionalidad política y de procesualidad social en diferentes sectores de la sociedad. [Sobre estos temas intervendrán otros compañeros]
Nosotros trataremos más bien sobre el otro término del epígrafe: «comúnmente». También aquí hay que explicarse. Si hay algo que conquistar para transformar verdaderamente esta sociedad, esto es el común. Y el común no es una totalidad sino partes de un concepto -se contrapone a lo privado y desmitifica lo público. Si se presenta como totalidad es porque el mando capitalista lo ha confiscado y lo ha organizado en la independencia del Banco Central, sustrayéndolo a la democracia del 99%.
Por contra, cuando nosotros no asumimos ya el común como la «parte cautiva » por liberar sino como una tarea a desarrollar, como dispositivo a realizar, lo oponemos a lo privado y a lo público, y lo primero denunciamos el fetichismo del dinero, porque reconocemos que en esta convención capitalista de la institución social, se nos da como símbolo y vehículo de la violencia; mientras la espectralidad de las instituciones financieras cubre y mistifica «lo común» que no es ya simplemente una fuerza de trabajo completa de la sociedad (fijada como valor objetivo en las mercancías) sino un conjunto múltiple de actividades cooperativas, creativas, excedentes [y -se sobreentiende- no ya «pueblo» sino «multitud» global]. Así -en el proyecto que emana de esta potencia, en el sujeto que lo encarna-nace el deseo de revisar el nexo entre producción y finanzas, luchando contra el empobrecimiento de aquellos que, produciendo en la cooperación social, son privados del producto común -principalmente de aquello (el welfare, el bienestar elemental) en el que se reproducen míseramente.
Por tanto, la cuestión del Banco Central y del sistema crediticio es central desde el punto de vista constitucional. El dinero se convierte en la medida constitucional de los derechos de los ciudadanos y toda decisión política -en nombre del absolutismo del dinero y de su función reguladora -es expropiada por el Banco Central. El Banco Central se ha convertido en realidad no solo en el depósito político del valor sino en el lugar donde se sitúa la cuestión de la relación de fuerza entre las clases que componen la sociedad, cuando la substancia del valor se entiende como un tejido de relaciones sociales.
El dispositivo utópico que guía nuestra práctica subversiva, consiste en imponer una convención constitucional que funde e intérprete una «moneda del común». La moneda es siempre una institución social que acompaña a los intercambios, y todo valor social puede expresarse en forma monetaria. Si la banca produce moneda y si actualmente la produce como medio de producción, la democracia, el mando del 99% debe apoderarse de la regla de las emisiones monetarias y subordinarla a la relación social en la cual, actualmente, la forma del común ha calificado la cooperación productiva.
La constitución consiste en articular la relación entre trabajo e intercambios, en fijar la circulación entre recursos y necesidades, subordinándolas a las necesidades de relaciones productivas comunes y a las funciones sociales que se derivan. Solo si llevamos a cabo este programa podremos restituir a la fuerza de trabajo social, al esfuerzo y la invención de las singularidades que componen la multitud, el producto del común. Podremos así realizar nuestra utopía consistente en arrancar el trabajo al plusvalor, a la esclavitud del la explotación capitalista, a las determinaciones corporativas de su sindicalización -poniendo por tanto la actividad humana como medida de la libertad y de la igualdad de la producción del Común en el horizonte global.
3.3
Pero todo esto es precisamente una utopía. Por otra parte, la capacidad de ruptura sobre la que hace un momento insistíamos, es el producto inmediato de nuestra indignación. ¿Es posible construir una estrategia constituyente que realmente combine la indignación y el deseo utópico? ¿Qué dispositivos políticos realmente podemos poner en acción para definir una estrategia constituyente?
O quizá mejor, ¿para tomar el poder? Frecuentemente nos recordamos a nosotros mismos que ya no existe un Palacio de Inverno que conquistar. Nos lo repetimos precisamente, no queriendo confundir el concepto de revolución con el de dictadura, la idea de democracia con la del Uno soberano. Algunas veces hemos cancelado la oportunidad de la primera por evitar las consecuencias de lo segundo. El siglo XX lo imponía. Ahora sin embargo estamos en el siglo XXI. ¿Qué quiere decir construir ese «nosotros -potencia constituyente- fuerza del común» visto como un punto realista de irrupción de las luchas, ante y contra la unidad constitucional del dinero, dentro de la nueva subjetivación común del trabajo abstracto?
Pienso que se trata de moverse evitando el recorrido utópico y finalmente trágico que ha sido el ‘siglo breve’ pero no por esto renunciando a un discurso institucional que no tenga miedo de abordar, de cambiar, de apropiarse, a través de una experiencia militante, de los elementos universales de las revoluciones transcurridas y de las actuales experiencias insurreccionales dentro/contra la democracia capitalista. Por ejemplo: el objetivo de la renta garantizada incondicional se apropia claramente de un momento universal e interpreta al mismo tiempo una instancia constituyente, adecuada a las nuevas formas de producción de las mercancías y a la nueva composición social de las subjetividades productivas. Ironizar que la montaña ha parido un ratón, significa no comprender cómo la renta garantizada universal e incondicional tiene implícito el reconocimiento de un sujeto productivo común.
Por ejemplo, de nuevo existe un Zeitgeist que en todo occidente (pero no solo) desacredita a los partidos políticos, niega la representatividad, denuncia el sentido de alienación creciente que acompaña a la denuncia de la corrupción de su poder y de la impotencia de los súbditos. Está claro que aquí, a través de la crítica de la figura pública del partido político, se discute nuevamente «lo público» -es decir, la función de la «representación política» y su pretensión de no ser dependiente de la propiedad privada, su ilusión de constituir un instrumento de decisión democrática. Ahora, retomando el tema de la síntesis de experiencias subversivas actuales y de propuestas universales, se puede concluir que solo el reconocimiento y la práctica del común, como base productiva y como objeto de la producción, como vida productiva y búsqueda de la felicidad, ambas conjuntamente, pueden hoy verdaderamente fundar la democracia. Entonces ¿cuál puede ser el deseo constituyente sino la pulsión a comenzar inmediatamente a construir estructuras comunes que permitan legalizar acciones de expropiación de lo privado, legitimar instrumentos de apropiación de lo público y reconquistar la capacidad de decidir juntos -y de organizar así, en instituciones adecuadas, la fuerza de trabajo y la inteligencia común de la multitud?
Fuente original: http://www.uninomade.org/costituzione-e-capitale-finanziario/
Fuente de la traducción: https://n-1.cc/blog/view/1528585/a-proposito-de-constitucion-y-capital-financiero