En un proceso como el que vive Venezuela, las etapas plenas y placenteras son sucedidas por etapas espinosas. Y lo contrario. Empiezan y terminan unas y otras, o, simplemente, se transforman, en tandas sin fin que desconciertan, a la vez que propagan la esperanza. O se reinician, para usar un término de moda aplicable. Como […]
En un proceso como el que vive Venezuela, las etapas plenas y placenteras son sucedidas por etapas espinosas. Y lo contrario. Empiezan y terminan unas y otras, o, simplemente, se transforman, en tandas sin fin que desconciertan, a la vez que propagan la esperanza. O se reinician, para usar un término de moda aplicable. Como en cualquier sociedad, el destino se escribe a medida que se dan los pasos y se queman las etapas. Y ahí podemos hacer una deducción elemental: que las cosas quietas no determinan procesos. Sin embargo, no todo lo que se mueve configura un proceso, que, ante todo, significa avance. Y tenemos una premisa significativa: que no todo lo que se mueve avanza. Lo explica bien el escritor francés Boris Vian: «Evidentemente, cuantos más obstáculos ha vencido uno, más tentado se siente de creer que ha llegado más lejos. Eso es falso. Luchar no significa avanzar» (1).
Ya irá estando exento cada vez más el ánimo de los afanes, serán decididos los lastres e identificados mejor los ruidos en el sistema, ya se ponen en los anaqueles los adalides de las viejas causas, con su polvo y bagatelas, y se ignoran los cantos de sirenas roncas y pitos agudos de la Colomina, la Chirinos, la Angola, del Kiko o del Castillo (2). Importa la comprensión de lo que hay en juego y su valoración constante.
El siempre sinuoso devenir histórico, el tira y afloje del contexto mundial, las agridulces gracias de una cohabitación forzada con un sistema decrépito, poblado de energúmenos conserjes y siervos chiflados, y la supervivencia como si nada bajo un imperio que lo quiere todo, no hacen posible dejar la lucha, y esto a la vez hace difícil no creer que cualquier reyerta de esquina es un avance. Es el engaño. Y la meta es el desgaste. Pero elemental la manera de hacerle frente: no perder la perspectiva, esa trapisonda de las matemáticas, que desde Brunelleschi, en el Renacimiento, es un recurso de la pintura y, por analogía, del modo en que podemos desarmar una realidad engañosamente plana.
Flexión y reflexión permanentes
La profundización en la ideología socialista, la mayor claridad en lo que se pretende, la terquedad en algunos aspectos y la sincera convicción en otros, el desarrollo natural del proceso y mil elementos condicionantes más, hacen que las estrategias, las prioridades, los vínculos, incluso, los axiomas, sean reconsiderados cada cierto tiempo. Esa flexibilidad y capacidad de adaptación a las circunstancias cambiantes, también debe cruzar de manera transversal otros aspectos del proceso, para que las honduras del abismo no se vengan encima.
El modelo en obra, por ejemplo, no puede dejar de ser incluyente. Áspero con el enemigo, férreo con el desestabilizador, pero permeable a la crítica, que es un mecanismo fundamental de evaluación. La crítica no es constructiva ni destructiva, ni puede ser favorable o desfavorable. Simplemente, está bien o mal hecha. Es honesta o no. Sirve de muy poco la que nos gusta y lisonjea, y, en todo caso, no más que la que nos ataca con cándida virulencia o con perversa saña. La crítica es análisis, reflexión, examen.
Y, claro está, la mejor crítica viene de adentro, de las propias entrañas. Yo sé por qué he errado, por qué he acertado, cuánto me faltó, qué se estropeó, cómo mejoro, dónde está la cuestión. También: A quién engaño y por qué o por cuánto. Por eso es personal, familiar, grupal, comunal, barrial, municipal, regional, nacional. En ese orden. Es la revisión: la evaluación nuestra de cada día, como el pan o cualquier necesidad fisiológica. Y que, como la reflexión, la participación o la comunicación, es inherente, nace de adentro, del interior de la persona, de la comunidad, del pueblo. Si no, no sirve. La evaluación inducida sólo es útil para generar artimañas para evadirla.
La crítica: opción impajaritable
Una de las cosas que caracterizan la llamada oposición al proceso venezolano es que la crítica brilla por su ausencia. Se lanzan diatribas, emponzoñadas aseveraciones, comentarios malintencionados, frases reiteradas y vacías que se vuelven lemas o cuñas por sus medios masivos, sin sentido, sin observación, sin distanciamiento. La crítica comprometida con uno u otro lado no es crítica, es militancia. Sirve para fastidiar, para desviar la atención, o como propaganda, pero nada para edificar, y poco para corregir errores o reorientar rumbos.
Oscar Wilde, con su esteticismo característico, dijo algo así como que es muy difícil ser bueno con los amigos, pero que en cambio sí es fácil serlo con los enemigos. Nada más cierto. Qué sencillo es decirle al odioso que muy bien por donde va, darle unas palmaditas en el hombro y que siga rumbo al despeñadero. Al amigo, en cambio, cuando menos, toca pararlo y decirle que por ahí no es. Y muy idiota sería aquel amigo que en solidaridad siga caminando callado al lado. Como se dice tanto: con esos amigos, para qué enemigos.
La disensión es parte del análisis, y el cuestionamiento no puede estar aparte del reconocimiento. Es una dialéctica vieja, elemental. La uniformidad atrofia. De poco sirven los dirigentes que comen callados, los ministros que tragan entero, los jefes que no degluten y no toman decisiones, así choquen. Estos son males que se superan cuando el pueblo ya no es apenas una invención de los políticos tradicionales o de los tantos rebeldes que se quedaron sin causa. La unidad, tan necesaria, es contraste, matices, diversidad. Ahí anida el complemento y así se enriquece lo único que tiene que enriquecerse en un socialismo verdadero: el criterio.
El pueblo y el difícil ejercicio de sí mismo
El pueblo venezolano, y esa es la participación hecha a pulso y el Verbo hecho carne, ahora marcha, vota, habla, invalida o convalida. Dice sí o dice no, cuando hay que decir sí o decir no. Para no ir más lejos, acaba de decir que sí, como tantas otras veces. Sí al proceso en marcha, donde el liderazgo probado es aprobado, y tiene la puerta abierta para entrar de nuevo al ruedo. Nada más, pero eso basta y sobra para el aliento, que ha de ser duradero.
No se trata del vocablo pueblo metido a los trancazos en el discurso, para aderezarlo, buscar congracias y pescar incautos. Una cosa es avanzar codo a codo con María Engracia, la del alto, o el negro Pepe Pérez, y otra distinta tomar la palabra con pinzas y con el tapabocas puesto. Mucho media entre personajes de «taranovela», como Rosales, Ledezma, Mendoza, Borge, López, Capriles, Ocariz, y un extenso etcétera, que meten al «pueblo» en cualquier frase de cajón de sus discursos acomodados, de agencia, y Chávez, metido hasta el tuétano en las barriadas del 23 de Enero, Catia o Petare, oyendo con sus propios oídos el rosario de cuitas de fulano, mengano y zutano. Hasta las de Perencejo.
El pueblo de la oposición venezolana, el que le importa y al que se dirige, es netamente ciudadano, donde ciudadanos son específicamente los moradores de ciertos sectores privilegiados de las ciudades (v.g. «Aló, ciudadano»). No son ciudadanos los habitantes de las afueras, de los cerros, de las cañadas, de los derrumbes, que a pesar de llevar décadas en la ciudad aún llevan encima pasto llanero, musgo andino o arenas de la Guaira. ¿Qué ciudadanos pueden ser entonces los habitantes de las extensas zonas rurales del país, o los de costas al olvido, monte adentro o socavón abajo? Sencillo: No habitan la ciudad, no son ciudadanos, ergo, no existen.
Pueblo: palabra humilde, venteada, que es conjunto, que añade, que siempre tratan de quebrantar. Me decía Fernando Birri, el cineasta argentino, piedra angular del Nuevo Cine Latinoamericano, que nadie había enfermado tantas palabras del idioma español como las dictaduras militares de Sur América. Y doy un ejemplo en Colombia, donde nunca se declaró oficialmente una dictadura de este tipo, porque los militares han tenido siempre tanto poder que nunca necesitaron la Casa de Nariño para regir los destinos del país. En Colombia, la sola palabra «brigada» dio miedo durante años, pues puertas adentro de estas instituciones militares se cometían las más viles torturas y atrocidades durante los tiempos del Estatuto de Seguridad del gobierno de Turbay Ayala, un antecedente poco preclaro de la actual Seguridad Democrática de Álvaro Uribe. Una palabra enferma en Colombia, que gozaba de plena salud en Cuba, donde las brigadas de alfabetizadores, de jóvenes recolectores, de zafreros, o de lo que fuera, construían palmo a palmo la isla. La palabra «pueblo» tiene que seguir así de sana, en Venezuela y donde sea, para afrontar la peste que la asedia, sobre todo, en el campo mediático, en el que tantas bocas habría que poner en cuarentena.
De la misma manera que el pueblo asume a plenitud su capacidad para ejercer la crítica y la auto crítica, en relación con la construcción social en marcha, también refina con cuidado la palabra dulce que lo evoca y lo invoca en el anzuelo. El pueblo sabe ya harto de eso. Son años. Con los mismos, en las mismas, ejerciendo el terror, la amenaza, la falacia, la distracción y lo baladí. Porque ahí sí que no hay crítica. La palabra es espina. La frase tiene doble filo. El comentario es dentellada.
La palabrería desde la orilla opuesta
Miren que es difícil no haber logrado detener, al cabo de tantos años, la ascendente pelea de perros y la división de unos y otros en la oposición. Y hay que estar muy perdidos para creer que un personaje como el filósofo del Zulia, Manuel Rosales, sin carisma, sin proyección, sin discurso, derrotado comediante que se embrolla solo, pudiera haberle hecho algún día algún contrapeso a Chávez. Y debe estar aún más grave esa misma oposición para que, además de apostarle al hampón como su candidato presidencial, vaya gastando por estos días su mojada pólvora en escudar un gallinazo con orden de detención solicitada por la Fiscalía, edil en efugios y alcaldía en fuga.
Y que en diez años, porque la oposición en Venezuela sí que lleva el tiempo completo maquinando, urdiendo y fraguando, desde las tonterías más nimias originadas en algún té canasta, hasta el magnicidio, acariciado desde los medios, con la presta colaboración de las oligarquías de Colombia y sus muchachos, los paramilitares, que en diez años se le siga siendo fiel al lema inútil de que todos los tiempos pasados eran mejores, y conciban todo avance como un estorbo, toda señal de desarrollo como un progresismo barato, la movilización del pueblo como populismo, la soberanía como desgracia, o el liderazgo asumido y comprometido, como dictadura.
Pero, ante todo, miren que era muchísimo más fácil, a estas alturas del partido, haberse inventado alguna alternativa para plantear, y, en cambio, muy difícil llegar a lo que sí logró esta oposición: estar con las manos vacías, a una década de camino, rezando novenas para que se caiga el proceso bolivariano, poniéndole palos y puntillas a las llantas, difamando y saboteando lo que formula y cimienta, abandonando el barco como ratas, porque siempre han creído, querido y pregonado que el barco se hunde. O que ya se hundió.
Tal vez esa ausencia de verdadero análisis por parte de quienes hacen oposición en Venezuela, que ha sido bueno a la hora de dejarle tomar cuerpo al proceso en marcha, cuando estaba tan famélico desde tantos puntos de vista, ha sido negativo precisamente por la misma causa, cuando genera exceso de confianza, «sobradez», manda las preocupaciones hacia tonterías, no inquieta sobre los resbalones dados, mucho menos sobre el rumbo avante, o termina haciendo pensar que la defensa a ultranza de cualquier pifia es justa y necesaria, pues al saber que no hay análisis, que no hay crítica, sino burdo ataque, pues se defiende a capa y espada todo lo que sea señalado. Eso hace mucho daño, no porque sea una estrategia eficaz, pues es claro que ni siquiera es una táctica, sino porque se le sigue el juego, porque se termine creyendo o haciendo creer que cualquier chambonada es una virtud, o una característica.
En otras palabras, una oposición que no enciende las alarmas sobre los individuos o las cosas que no sirven en el proceso amplio de la construcción del país, sino que desvía la atención y alerta sobre quienes no le sirven a sus intereses particulares o sobre aquello que le estorba al libre desarrollo de su avidez desmedida.
La larga vida del sano juicio
En un contexto de guerra mediática como el que se vive en el país, puede que la crítica certera no se reconozca o no se acepte de manera pública, que incluso haya que negarla una y otra vez, aunque se desgañite el gallo, eso es otra cosa. Pero lo que no puede ser es que en el fuero interno no se tenga en cuenta ni se haga hasta lo imposible para desarmar los yerros que la suscitan. Ese es el desafío, ahí yace la verdadera sinceridad con lo que se arma como idea, se busca como proyecto, se funda como pueblo.
El pensamiento crítico en Venezuela tiene una tradición que se remonta a los albores del siglo XIX, con personajes de tanto peso como Simón Rodríguez, Andrés Bello, Cecilio Acosta o Fermín Toro, entre muchos otros. Una época dorada de la que no es ajeno Simón Bolívar, quien ejerció la crítica constante de su tiempo y su mundo, y una crítica despiadada contra sí mismo y sus propias realizaciones. Hugo Chávez viene de esa vena esencial que, de una parte, interpreta el espíritu de la época y del momento, y se nutre de experiencia y conocimiento, y, de otra, la aplica en la manera de actuar, pensarnos y proyectarnos. Esa herencia es la que empieza a hacerse visible en la calle, en el barrio, en la vereda. Tiene que ser así. Ese beneficio es el que tiene que sembrarse sin tregua, en todo lado y a toda hora.
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(1) Vian, Boris (1982). La hierba roja (Trad. Jordi Martí). España: Bruguera (original en francés, 1950)
(2) Periodistas de los medios opositores al proceso revolucionario venezolano.