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¡Adiós, homo economicus!

Fuentes: Real World Economics Review

Traducido del inglés para Rebelión por Germán Leyens

¿Fue economista Adam Smith? ¿Lo fueron Keynes, Ricardo o Schumpeter? Según los estándares de los actuales economistas académicos, la respuesta es no. Smith, Ricardo y Keynes no produjeron modelos matemáticos. Su labor carecía del «rigor analítico» y de la precisa lógica deductiva exigida por las ciencias económicas modernas. Y ninguno de ellos produjo alguna vez un pronóstico econométrico (aunque Keynes y Schumpeter fueron capaces matemáticos). Si alguno de esos gigantes de la economía hiciera una aplicación para un puesto universitario en nuestros días, sería rechazado. En cuanto a su trabajo escrito, no tendría posibilidad alguna de ser aceptado en Economic Journal o American Economic Review. Los editores, si se sintieran caritativos, aconsejarían a Smith y Keynes que probaran en una revista de historia o sociología.

Si alguien piensa que exagero, que se pregunte qué papel han jugado los economistas académicos en la actual crisis. De acuerdo, unos pocos economistas de la tendencia dominante con antecedentes prácticos -como Paul Krugman y Larry Summers en EEUU- han contribuido a explicar la crisis al público y a conformar parte de la reacción. Pero, en general, ¿cuántos economistas académicos han tenido algo útil que decir sobre la mayor conmoción en 70 años? La verdad es aún peor de lo que sugiere esta pregunta retórica: no sólo los economistas, como profesión, no han guiado al mundo para que salga de la crisis, también fueron primordialmente responsables de habernos llevado hacia ella.

Cuando digo «economistas» en este contexto no quiero decir los presentadores y comentaristas (y me incluyo) empleados por los medios y las instituciones financieras para explicar las dificultades crediticias, el colapso de los precios de las casas, el aumento del desempleo o los movimientos monetarios y de los mercados bursátiles, en general bastante tiempo después del hecho. Tampoco quiero decir los pronosticadores, cuyos modelos informáticos producen como salchichas números de apariencia científica sobre el futuro crecimiento o la inflación, cifras que tienen que ser revisadas de un modo tan drástico cada vez que sucede algo «inesperado» (como siempre sucede) que en realidad no son en nada predicciones, sino más bien descripciones de eventos recientes. Un estudio del FMI de 72 recesiones en 63 países estableció, por ejemplo, que en sólo cuatro de esos casos los pronosticadores económicos predijeron una recesión tres meses o más antes de que ocurriera. Los pronosticadores y expertos económicos no pueden predecir el futuro, por las mismas razones que los meteorólogos no pueden predecir el tiempo; la economía mundial es demasiado compleja y demasiado susceptible a choques aleatorios como para que pronósticos numéricos precisos tengan algún sentido real.

Esto no significa que las ciencias económicas sean inútiles, de la misma manera que los pronósticos poco fiables del tiempo no debieran llevarnos a ignorar las leyes del movimiento de Newton, en las que se basan. Pero las ciencias económicas deberían reconocer que, como disciplina, no pueden tener que ver con predicciones, sino más bien con la explicación y la descripción. Smith, Ricardo y Schumpeter explicaron por qué las economías de mercado funcionan en general sorprendentemente bien, a menudo desafiando las expectativas del sentido común. Otros han explicado por qué las economías capitalistas pueden fracasar terriblemente y lo que hay que hacer en ese caso. Fue la misión de Keynes, Milton Friedman, Walter Bagehot y, a su manera, Karl Marx. Y los economistas que nos metieron en este lío se consideraban como los autoproclamados sucesores de esos grandes teóricos. Muchos de ellos son los académicos que obtienen premios Nobel, o sueñan con obtenerlos, y quienes se consideran como intelectualmente superiores a los aprendices que trabajan para bancos y gobiernos, poco importa la gente común populista cuyas divagaciones aparecen en las columnas de los periódicos o en la televisión.

Por lo tanto, los economistas académicos han escapado hasta ahora de gran parte de la culpa por la crisis. El enojo público se ha concentrado en culpables más obvios: banqueros codiciosos, políticos venales, reguladores adormecidos o prestatarios de hipotecas imprudentes. ¿Pero por qué se portaron esos chivos expiatorios tal como lo hicieron? Incluso los banqueros más codiciosos odian perder dinero, ¿por qué entonces tomaron riesgos que en retrospectiva eran obviamente suicidas? La respuesta fue magníficamente expresada por Keynes hace 70 años: «Los hombres prácticos, que se creen libres de toda influencia intelectual, son usualmente esclavos de algún economista difunto. Los dementes en la autoridad, que oyen voces en el aire, destilan su frenesí de algún escritorzuelo académico de unos pocos años antes».

Lo que los «dementes en la autoridad» escucharon esta vez fue el eco distante de un debate entre economistas académicos iniciado en los años setenta sobre inversionistas «racionales» y mercados «eficientes.» Ese debate comenzó ante el trasfondo del choque del petróleo y de la estanflación y fue, en su época, un paso adelante en nuestro entendimiento del control de la inflación. Pero, en última instancia, fue un debate ganado por el lado que, casualmente, estaba equivocado. Y sobre esos dos adjetivos reconfortantes, racional y eficiente, los economistas académicos victoriosos erigieron un inmenso andamio de modelos teóricos, prescripciones reguladoras y simulaciones de computador que permitieron que banqueros y políticos prácticos construyeran las torres de la mala deuda y de la mala política.

Se reconoció siempre, claro está, que las economías pueden no satisfacer las condiciones para mercados «perfectamente eficientes»; hay frecuentemente «fallas de los mercados» por falta de competencia, revelación dispareja de la información, distorsiones tributarias, etc. Pero el énfasis en la falla del mercado por parte de políticos, especialmente Gordon Brown, quien quería justificar la intervención gubernamental, fue en sí un testimonio de fe en expectativas racionales y mercados eficientes. Porque la evidencia explícita de la falla del mercado, sea en la forma de colusión anti-competitiva, información falsa o alguna otra distorsión, llegó a verse como una condición previa necesaria para cualquier interferencia con las fuerzas del mercado. Ante la ausencia de una tal evidencia explícita de la falla del mercado se consideró como axiomático que los mercados competitivos producirían resultados racionales y eficientes. Es un punto mencionado por primera vez por John Kay en «The Failure of Market Failure,» (Prospect, agosto de 2007) y detallado por Will Hutton y Philippe Schneider en un ensayo en 2008 para National Endowment for Science Technology and the Arts.

Lo que nos lleva a las causas de la actual crisis. Los imprudentes préstamos inmobiliarios que provocaron esta crisis sólo ocurrieron porque inversionistas racionales asumieron que la probabilidad de una caída en los precios de las casas era casi nula. Entonces, mercados eficientes convirtieron esas suposiciones en señales de precio, que dijeron a los banqueros que prestar hipotecas por 100 por ciento u operar con un apalancamiento de 50 a 1 era seguro. Del mismo modo, reguladores que permitieron que los bancos determinaran sus propios requerimientos de capital y que las agencias privadas de calificación establecieron el valor en riesgo de hipotecas y bonos, consideraron axiomático que los mercados generarían automáticamente la mejor información posible y crearían los incentivos adecuados para los riesgos de administración.

Igualmente perniciosos fueron los nuevos métodos de contabilidad de «ajuste a valor de mercado» que exageraron ampliamente el boom. Permitieron que los bancos declararan beneficios en aumento permanente y que pagaran a los operadores inmensas bonificaciones, no por beneficios realmente obtenidos por la venta de activos valorizados, sino por beneficios en el papel que asumían que el Banco A podría vender sus activos en cantidades ilimitadas al último precio recientemente obtenido por el Banco B. Por cierto, cuando la manada de bancos que habían sido previamente compradores de hipotecas y otros activos dudosos se dieron vuelta repentinamente y se convirtieron en vendedores, los beneficios en el papel creados por la contabilidad de «ajuste a valor de mercado» repentinamente desaparecieron, pero las bonificaciones y dividendos que se pagaron en dinero real, sobre la base de esos beneficios ilusorios, no pudieron ser fácilmente revertidos. Hoy en día la misma contabilidad de Alicia en el País de las Maravillas funciona en la dirección opuesta, exagerando el colapso al obligar a todos los bancos a declarar inmensas pérdidas sobre la base de precios al nivel de liquidación por incendio, que no tienen relación con los verdaderos valores económicos de los activos involucrados.

Un evento final que convirtió la crisis en un desastre el año pasado fue la subida vertiginosa de los precios del petróleo y de las materias primas. Esto también tuvo que ver con la fe en mercados racionales y eficientes. La repentina escalada en los precios del petróleo y de los alimentos a comienzos de 2008 fue obviamente un pánico especulativo, pero los gobiernos de todo el mundo se negaron a aceptarlo por su suposición de que el mercado nunca se equivoca. En lugar de introducir una regulación más ajustada del mercado para controlar los precios del petróleo y los alimentos, los gobiernos y bancos centrales dieron por hecho que la especulación con los productos básicos reflejaba los riesgos de inflación y reaccionaron retardando las reducciones en tasas de interés.

El escándalo de las ciencias económicas modernas es que esas dos teorías falsas -las hipótesis de expectativas racionales y la hipótesis del mercado eficiente- qu no sólo son engañosas, sino altamente ideológicas, se han hecho tan dominantes en el mundo académico (especialmente en las escuelas de administración), en el gobierno y en los propios mercados. Aunque ninguna de las dos teorías dominaba totalmente en los departamentos de economía dominantes, ambas estaban en cada libro de texto importante, y ambas formaron parte importante de la ortodoxia «neo-keynesiana», que fue el resultado final de las convulsiones que siguieron al intento de Milton Friedman de derrocar a Keynes. El resultado es que esas dos teorías incluso tienen más poder del que imaginan sus adherentes: sí, apuntalan el pensamiento de los extremos más aventurados de la escuela de Chicago, y también, de un modo más sutil, apuntalan el análisis de economistas sensatos como Paul Samuelson.

La hipótesis de expectativas racionales (REH) desarrollada por dos economistas de Chicago, Robert Lucas y Thomas Sargent en los años setenta, afirmó que una economía de mercado debe ser considerada como un sistema mecánico que es gobernado, como un sistema físico, por leyes económicas claramente definidas que son inmutables y universalmente entendidas. A pesar de su obvia improbabilidad y de los persistentes ataques en su contra, especialmente de la izquierda, la REH ha seguido siendo considerada por universidades y organismos de financiamiento como el fundamento más aceptable para una investigación académica seria. En su reciente libro «Imperfect Knowledge Economics,» dos profesores estadounidenses: Roman Frydman y Michael Goldberg, se quejan de que «todos los graduados de economía – y cada vez más también los estudiantes- aprenden que para capturar la conducta racional de un modo científico deben utilizar la REH.» En Gran Bretaña también la ortodoxia REH ha seguido siendo mucho más poderosa de lo que a menudo se comprende. Como ha señalado David Hendry, hasta hace poco jefe del departamento de ciencias económicas de Oxford: «Los economistas críticos hacia el enfoque basado en expectativas racionales han tenido grandes dificultades incluso para publicar esos puntos de vista, o para mantener el financiamiento de su investigación. Por ejemplo, recientes intentos de obtener fondos del ESRC [Consejo de Investigación Económica y Social] para un proyecto para probar las fallas en modelos basados en expectativas racionales han fallado. Creo que algunas de las fallas de la política británica se han debido a que el Bank of England ha aceptado las implicaciones [de modelos de la REH] y por ello le ha tomado cerca de un año de más para reaccionar a la crisis crediticia.»

¿Por qué esa teoría abstracta llegó a ser tan poderosa y por qué su influencia sigue siendo tan dañina? La respuesta yace en la interacción de las ciencias económicas y de la ideología política. La REH fue desarrollada originalmente por los discípulos en Chicago de Milton Friedman como una consumación y afianzamiento de la contrarrevolución contra la economía keynesiana. La REH postuló un mundo en el cual las políticas keynesianas nunca podrían funcionar porque cada cual había llegado a creer la doctrina monetarista de que los gastos gubernamentales terminarían por generar inflación, y porque todos lo creyeron, siguieron sus expectativas racionales aumentando inmediatamente precios y salarios, imposibilitando al hacerlo incluso un aumento pasajero en los puestos de trabajo.

Aunque nunca ha habido alguna evidencia empírica de la REH, la teoría cautivó las ciencias económicas académicas por dos motivos. Primero, la asunción de leyes claramente definidas y de expectativas idénticas era fácilmente traducida en simples modelos matemáticos, y esa conveniencia matemática pronto llegó a ser considerada como un objetivo académico más importante que la correspondencia con la realidad o el poder predictivo. Modelos basados en expectativas racionales, en la medida en que pudieron ser confrontados con la realidad, usualmente fallaron en los test estadísticos. Pero esto no fue un disuasivo en la profesión económica. En otras palabras, si la teoría no se ajusta a los hechos, ignora los hechos. ¿Cómo pudo el mundo haber permitido que semejantes actitudes insensatamente anticientíficas dominaran una seria disciplina académica, especialmente si es tan importante para la sociedad como la economía?

La respuesta reside, irónicamente, en el hecho de que la economía tiene tanta importancia política: el segundo gran mérito de las expectativas racionales radica en su conclusión ideológica clave, que políticas deliberadas de estímulo macroeconómico por gobiernos y bancos centrales nunca podrían reducir el desempleo y sólo exacerbarían la inflación. Que el activismo gubernamental estaba condenado al fracaso era exactamente lo que querían oír políticos, banqueros centrales y dirigentes empresariales de los períodos de Thatcher y Reagan. Por lo tanto fue rápidamente establecida como la doctrina oficial de los establishment políticos y económicos en EEUU. y desde esa poderosa posición pudo conquistar todo el mundo académico.

Para empeorar las cosas, las expectativas racionales se fusionaron gradualmente con la teoría relacionada de los mercados financieros «eficientes». Ésta fue ganando terreno en los años setenta por motivos similares -una combinación atractiva de docilidad matemática e ideológica. Ésta fue la hipótesis del mercado eficiente (EMH). Desarrollada por otro grupo de académicos influenciados por Chicago, todos los cuales recibieron premios Nobel precisamente cuando sus teorías se desintegraban. La EMH, como las expectativas racionales, suponía que existía un modelo bien definido de conducta económica y que los inversionistas racionales la seguirían todos; pero agregaba otro paso. En la versión fuerte de la teoría, los mercados financieros, porque estaban poblados por una multitud de protagonistas racionales y competitivos, siempre fijarían precios que reflejaban toda la información disponible del modo más exacto posible. Porque el precio de mercado siempre reflejaría el conocimiento más perfecto a la disposición de cualquier individuo, ningún inversionista podría «derrotar al mercado» -menos todavía podría esperar algún día un regulador mejorar las señales del mercado mediante la sustitución de su propio criterio. Pero si los precios reflejaban perfectamente toda la información, ¿por qué fluctuaban constantemente esos precios y qué significaban esos movimientos? La EMH cortaba ese nudo gordiano con una simple suposición: los movimientos del mercado con fluctuaciones aleatorias sin significado, equivalentes a echar una moneda o a la «marcha aleatoria» de un marinero borracho.

Ese punto de vista que suena a anárquico era realmente muy reconfortante. Si los movimientos de mercado eran realmente como jugar a cara o cruz, podrían ser totalmente irregulares a corto plazo, pero muy predecibles en períodos más largos, como los ingresos de un casino. Específicamente, se podría decir que las analogías de jugar a cara o cruz o de la marcha aleatoria implican los que los estadísticos llaman una distribución «normal» o gaussiana. Y la matemática de las distribuciones gaussianas (más lo que es llamada «ley de los números grandes») revela que la probabilidad de que ocurran perturbaciones catastróficas es extremadamente baja. Por ejemplo, si las fluctuaciones diarias en Wall Street siguen una distribución normal, es posible «probar» que la probabilidad de movimiento de un día de más de un 25% es aproximadamente una en tres billones. El hecho de que por lo menos cuatro eventos financieros estadísticamente «imposibles» ocurran en sólo 20 años -en los mercados bursátiles en 1987, en los bonos en 1994, en las divisas en 1998 y en los mercados crediticios en 2008- habría significado, según estándares normales, el fin de la EMH. Pero como en el caso de las expectativas racionales, los hechos fueron rechazados mientras la teoría seguía reinando suprema, pero con una cierta recalibración.

¿Por qué florecieron semejantes teorías desacreditadas? En gran parte porque justificaban cualesquiera resultados decretados casualmente por los mercados -ideología de laissez-faire, grandes salarios para los máximos ejecutivos y miles de millones en bonificaciones para los operadores. Y, convenientemente, esas teorías fueron aceptadas como si fueran el patrón oro por economistas académicos que obtuvieron los premios Nobel.

¿Qué hacer entonces? Hay dos opciones: o abandonar la economía como disciplina académica, para convertirse en un simple apéndice de una colección de estadísticas industriales y sociales, o tiene que sufrir una revolución intelectual. Los programas dominantes de investigación deben ser reconocidos como fracasos y en lugar de utilizar suposiciones demasiado simplificadas para crear modelos matemáticos que pretenden llevar a conclusiones numéricas precisas, los economistas deben reabrir su tema a una serie de enfoques especulativos, sacando perspectivas de la historia, la psicología y la sociología y aplicando los métodos de historiadores, politólogos e incluso periodistas, no sólo de matemáticos y estadísticos. Al mismo tiempo, tienen que limitar sus ambiciones a explicar sólo lo que permiten comprender los instrumentos de la economía.

Se han intentado muchos enfoques semejantes -basados en psicología, sociología, ingeniería de control, teoría del caos e incluso análisis freudiano-. La más ampliamente publicitada recientemente ha sido la economía conductual. Popularizada por Robert Shiller, de quien se dice que su libro éxito de ventas, «Irrational Exuberance» predijo la caída de punto.com y la crisis del alto riesgo, la economía conductual, considera un mundo en el cual los inversionistas y los negocios son motivados por una psicología de grupo y por los «espíritus» animales» de Keynes más que por el cálculo cuidadoso de expectativas racionales. Es, sin embargo, el menos radical de los enfoques alternativos, ya que no cuestiona las suposiciones ideológicas de la REH -que los boom, los crash y las recesiones son todos causados por diversos tipos de fallas del mercado y por ello que los fracasos en el capitalismo de laissez-faire podrían evitarse, por lo menos en principio, impedirlos haciendo que los mercados sean aún más «perfectos». En parte por esta compatibilidad ideológica, las ciencias económicas académicas no han tenido demasiadas dificultades para adoptar el enfoque conductual.

Un mayor desafío a la ortodoxia de las ciencias económicas académicas han sido los métodos que rechazaron el principio de que la conducta económica pueda ser descrita del todo por relaciones matemáticas precisas. Benoit Mandelbrot, uno de los grandes matemáticos del Siglo XX, quien marcó nuevos rumbos en el análisis de sistemas caóticos y complejos, describe en «The (Mis) behaviour of Markets,» cómo los economistas ignoraron 40 años de progreso en el estudio de terremotos, el tiempo, la ecología y otros sistemas complejos, en parte porque las matemáticas no-gaussianas utilizadas para estudiar el caos no ofrecían las respuestas precisas de la EMH. El hecho de que las respuestas suministradas por la EMH eran erróneas no parecía representar un disuasivo para la economía «científica».

Ejemplos aún más impactantes de la disonancia cognitiva en los intentos académicos de utilizar la matemática como base para la economía «científica» son suministrados por Frydman y Goldberg en «Imperfect Knowledge Economics.» IKE, como los autores llaman su programa de investigación, cuestiona explícitamente la suposición de expectativas racionales de que exista, por lo menos en teoría, un modelo «correcto» de cómo funciona la economía. En su lugar, IKE se basa en la percepción de Keynes y Hayek de que los problemas fundamentales de la macroeconomía derivan todos en última instancia de un hecho inexorable: una economía capitalista es de lejos demasiado compleja para que alguno de sus participantes tenga un conocimiento exacto, especialmente sobre eventos futuros, incluso si los mercados son perfectamente eficientes. Esto significa que negocios e inversionistas operarán de modo bastante racional sobre una amplia variedad de diferentes suposiciones económicas, y lejos de ser irracional, una conducta tan divergente es el ingrediente esencial del capitalismo que hace que funcionen el espíritu empresarial y los mercados financieros. Basándose en el concepto de «reflexibilidad» popularizado por George Soros -que las expectativas del mercado que inicialmente parecen falsas puedan realmente cambiar la realidad y realizarse a sí mismas- IKE discute un mundo en el cual los participantes en el mercado con diferentes puntos de vista sobre las leyes de la economía cambian condiciones macroeconómicas cambiando esos puntos de vista. Al formalizar semejantes percepciones, IKE genera pronósticos «cualitativos» de movimientos monetarios, y esas cifras «borrosas» resultan estar más cerca de los movimientos reales en las tasas de cambio que las predicciones «bien definidas» de modelos de expectativas racionales, que son precisas pero invariablemente de una precisión errónea.

Todos esos enfoques heterodoxos tienen dos características en común, rechazan las ortodoxias ideológicas de expectativas racionales y mercados eficientes y la exigencia metodológica igualmente sofocante de que las percepciones económicas deban ser expresadas en fórmulas matemáticas.

Las ciencias económicas actuales son una disciplina que deberá morir o sufrir un cambio de paradigma, hacerse más tolerante, y más modesta. Debe ampliar sus horizontes para reconocer las percepciones de otras ciencias sociales y estudios históricos y volver a sus raíces. Smith, Keynes, Hayek, Schumpeter y todos los demás economistas verdaderamente grandes se interesaron por la realidad económica. Estudiaron la verdadera conducta humana en mercados realmente existentes. Sus percepciones provinieron del conocimiento histórico, de la intuición psicológica y del entendimiento político. Sus instrumentos analíticos fueron palabras, no la matemática. Persuadieron con elocuencia, no sólo mediante la lógica formal. Se puede ver el motivo por el cual muchos académicos actuales pueden temer un retorno semejante de la economía a sus raíces.

Los establishment académicos luchan enérgicamente por resistir semejantes giros de paradigma, como demostró Thomas Kuhn, el historiador de la ciencia que acuñó la frase en los años sesenta. Un giro semejante no será fácil, a pesar del fracaso obvio de la economía académica. Pero los economistas enfrentan ahora una clara alternativa: abrazar nuevas ideas o devolver su financiamiento público y sus premios Nobel, junto con las bonificaciones bancarias que justificaron e inspiraron.

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1 Este artículo apareció en la edición 157 de Prospect Magazine

Anatole Kaletsky, «Goodbye, homo economicus», real-world economics review, edición 50, 8 de septiembre de 2009, pp. 151-156,

Fuente: http://www.paecon.net/PAEReview/issue50/Kaletsky50.pdf