Existe entre los científicos de las inexactas ciencias sociales una tendencia nefasta a ignorar la complejidad de la vida en sociedad y de asumir tendencias hacia la elaboración de «modelos», muchos de ellos de abstracto carácter matemático, que les conducen a considerar que un elemento, un vector, o una posible causa son los únicos que […]
Existe entre los científicos de las inexactas ciencias sociales una tendencia nefasta a ignorar la complejidad de la vida en sociedad y de asumir tendencias hacia la elaboración de «modelos», muchos de ellos de abstracto carácter matemático, que les conducen a considerar que un elemento, un vector, o una posible causa son los únicos que operan en un complejo sistema que constantemente cambia. Viene esto a mi mente de viejo economista, de escasa capacidad para el análisis matemático y sus construcciones, considerando lo mucho que se habla de «economía de mercado». Naturalmente se oculta tras esta omnipresente expresión el ideológico deseo de fomentar unos concretos intereses de clase proyectando la falsa imagen de que la adopción de este sistema internacionalmente conducirá al mundo a niveles más elevados de prosperidad e igualdad. Todos los alter-mundialistas hemos venido combatiendo esas falsas opiniones durante mucho tiempo y ya, desde antes del periodo de la segunda guerra mundial, las obras de Chamberlin y de Mrs. Robinson habían complementado viejas teorizaciones sobre el fenómeno de los monopolios para mostrar la no independencia de las curvas de demanda por la manipulación de la oferta a través de la publicidad y otros medios. Se habla mucho estos días del precio del petróleo pero las referencias a las pocas grandes compañías oligopolístas «hermanas» que controlas su comercio son escasas o casi nulas. Los libros como el de Jeremy Legget : «Half gone» no son mencionados apenas, sobre todo en España cuyos debates se establecen entre casi unánimes «gurús» calificados de expertos economistas.
Hoy quiero comentar entre mis lectores varias obras que rompen con esos lamentables e interesados reflejos de rentable y cómodo monismo que prevalece en mi profesión. El primero se refiere al espectacular triunfo de la cadena de supermercados Wal-Mart escrito por Charles Fishman con el título de: «The Wal-Mart effect» con un subtítulo que dice, en inglés: «como un supermercado suburbano se convirtió en un superpoder». Pocas personas saben que esta cadena es, según ciertos indicadores la mayor compañía del mundo con más de doscientos mil empleados y unas ventas estimadas, para este año, de más de trescientos miles de millones de dólares. Los beneficios fiscales concedidos por el gobierno de Bush (II) en EE.UU. le han supuesto a la familia propietaria un ingreso suplementario de 91500 dólares por hora. Muchas cosas se podrían comentar sobre esta empresa, como su oposición a los sindicatos, su actitud contraria hacia sus empleadas, la proliferación de acciones legales de sus empleados en su contra etc. pero lo más fundamental es que opera bajo una mística de reducción de costos laborales, implacable e inflexible, que se corresponde con una abstracta imagen dieciochesca. La ética de lo barato ha llegado a constituirse como una metafísica «cosa en sí misma» ya que según nos dice el libro esa germánica idealista «Ding as sich» se desvincula de cualquier conexión con utilidad o capacidad sobre como el llevarla a cabo o sobre su utilidad social. En su interesante crítica de este libro J. Lanchester (en la revista: London Review of Books; 22-6-2006) nos revela como esa «mística del precio» conduce a que ciertas empleadas de confección en Bangla Desh que cosen bolsillos tengan una norma de 120 pares de bolsillos por hora, trabajen 14 horas al día y cobren menos de 17 céntimos de dólar por hora, o sea menos de 20 euros al largo día. Manchester nos coloca ante la disyuntiva de la ideología global-liberal advirtiéndonos de que: «Si las empresas pueden competir en sus precios y pueden subcontratar en el exterior en un mundo en el que, por vez primera, existe un casi inextinguible acceso a un barato mercado laboral, entonces la única cosa que le podemos sugerir a los que se oponen a Wal-Mart es el decirles: vete a otro planeta porque este funciona de este modo». De «ese modo» los modestos clientes estadounidenses han podido ahorrar en el año 2004 unos 30000 millones de dólares, aunque naturalmente incrementaron el nivel nacional de paro.
En contraste con la lógica económica de Wal-Mart encontramos toda una serie de sectores productivos en los que el precio del producto no es la principal consideración sino más bien el diseño, el prestigio social de un nombre de marca y otras consideraciones que le sirven
de guía para sus beneficios y resultados. Tanto Naomi Klein en su libro «No logo» (disponible en castellano), como Coussudovky en su ya viejo (1997) libro: «The globalisation of poverty» y más recientemente André Gotz en: «L’immateriel» tratan sobre este tema. Nuestro segundo autor insiste adecuadamente sobre la monopolización del conocimiento que realizan compañías como Microsoft, Nike, Coca Cola, etc. que a través de sus poderes de manipulación mediática y publicitaria, franquicias, patentes, subcontrataciones de procesos parciales (abaratándolos o desagregándolos) etc. logra apoderarse de la parte del león del valor alcanzado. Pero todo ello requiere un poder financiero muy superior al que se ha empleado en la producción y el conocimiento que les ha servido de base. Los autores del conocimiento reciben solamente una pequeña parte del valor al que contribuyeron pero lo que personalmente echo de menos en muchos de estos estudios es una cuantificación de los sectores o países que son los más beneficiados; aunque sabemos fehacientemente que son los sectores de punta, tecnológicamente hablando, y los países mayores y más ricos los que se benefician de estos mecanismos sistémicos de explotación neo-colonial. Pocos son los ejemplos «a contrario» de lo que señalamos pero una excepción la encontramos en la subcontratación de ciertos servicios (como por ejemplo las labores de contabilidad de las empresas) en países como India, en ellos ciertos sectores de servicios se han desarrollado como resultado del abaratamiento del capital físico de computadoras y parecidos elementos de transmisión y comunicación. Esto ha subvertido la tendencia generalizada hacia una mayor intensidad de empleo del capital físico productivo por persona empleada. Sobre ello e abundan los ejemplos como el que nos ofrece Suzanne Berger, («Made in monde») por lo tanto favorable y sustentadora del mito del «mercado», cuando señala que mientras que en 1980 el costo de capital para establecer una fábrica de semiconductores era de mil millones de dólares en el año 2005 casi alcanzaba un valor cinco veces mayor. El ejemplo que nos aduce Berger contrasta con el valor propagandístico de las virtudes del mercado de esta autora que exhibe una fe de carbonero en que los cambios tecnológicos estarán milagrosamente al servicio del «bienestar social». Al agotamiento tecnológico de la gran empresa, prevista por Schumpeter, sucede un canto a las virtudes del hombre de empresa que introduce en el aparato productivo nuevos productos, por ejemplo una nueva bebida (Red bull), o nuevos métodos de producción o comercialización que, a la par de enriquecerlo, restauran socialmente su categoría de héroe individual de unas supuestas inagotables nuevas tecno