Hace unas semanas escribía una entrada en mi blog titulada «Vergüenza ajena» en la que me refería al sueldo que había percibido en 2006 Francisco González, presidente del BBVA, y que se elevaba a la astronómica cifra de 9,7 millones de euros. En ese momento, y al ser preguntado acerca de qué opinaba de dicha […]
Hace unas semanas escribía una entrada en mi blog titulada «Vergüenza ajena» en la que me refería al sueldo que había percibido en 2006 Francisco González, presidente del BBVA, y que se elevaba a la astronómica cifra de 9,7 millones de euros.
En ese momento, y al ser preguntado acerca de qué opinaba de dicha remuneración, González afirmó que no se avergonzaba de la misma porque en su banco son muy transparentes con estas cuestiones.
Hace unos días, en la Junta de Accionistas de ese banco se supo que el sueldo de González se complementaba con un bonus trienal y un plan de pensiones que elevaban su retribución total a casi 20 millones de euros o, lo que es lo mismo, 54.795 euros al día.
Nuevamente González fue interpelado sobre su remuneración y, en este caso, ya no pudo escudarse en la transparencia de la institución que dirige y tuvo que reconocer que «puede parecer alta» y «éticamente discutible». Sin embargo, siguió defendiéndola argumentando que está en línea con las remuneraciones de los ejecutivos de otras grandes empresas y se calcula en función de los resultados, el trabajo y la creación de valor que aporta.
Que es alta es algo tan evidente en sí mismo que el «puede parecer» sobra. ¿O no les parecerá alta al más de medio millón de trabajadores perceptores del Salario Mínimo Interprofesional que sólo cobran 18,03 euros al día frente a los casi 55 mil de González? Dicho de otra forma, el valor que al parecer aporta González a la economía española es el equivalente al de 3044 perceptores del salario mínimo. ¿Tanto, tan específico y tan valioso capital humano acumula González para ser merecedor de esa remuneración? ¿Tan elevada es su contribución particular y concreta a la generación de valor añadido en este país? ¿Si su remuneración fuera la mitad, el valor añadido que creara sería también la mitad? ¿Es la única persona que puede aportar esos resultados a su institución? Yo honestamente creo que no y además pienso que si quiere defender su remuneración debería buscar argumentos en otros ámbitos de la teoría economía y no en la del valor trabajo.
Ni siquiera debería buscarla en el grado de responsabilidad de su posición porque, por ejemplo, el presidente del gobierno tiene una remuneración que apenas llega a los 340 euros diarios. ¿Tanta responsabilidad acumula González sobre sus espaldas como para cobrar diariamente más de 160 veces lo que gana Rodríguez Zapatero?
Pero, además, el presidente del BBVA muestra un grado de cinismo tan elevado como su sueldo cuando afirma que su remuneración puede parecer «éticamente discutible». No sólo es éticamente discutible sino que sobre todo es éticamente repugnante.
Algo tiene que estar funcionando muy mal en nuestro país para que quien denuncie tímidamente el disparate que representa el sueldo que están cobrando los banqueros sea Jean-Claude Trichet, presidente del Banco Central Europeo, quien declaró hace unos días que estas retribuciones «no son comprendidas por el pueblo de nuestras democracias».
¿Cómo podemos permitir que una persona, por mucho valor añadido que él cree que genera, pueda llegar a percibir esos ingresos?
La razón es que en nuestras cómodas sociedades socialdemócratas nadie se atreve a abrir un debate esencial. Y es que si hemos llegado al acuerdo generalizado de regular el salario mínimo que puede percibir una persona por su trabajo; si se ha alcanzado un cierto consenso para intervenir sobre el mercado laboral y tratar de frenar que el salario, como variable de ajuste entre la oferta y la demanda de trabajo, pueda situarse por debajo de lo que se considera un nivel de renta que permita unos niveles de satisfacción mínima -y, en muchos caso, incluso insuficiente- de las necesidades básicas de una persona; deberíamos empezar a plantear que también pudieran establecerse límites máximos al salario.
Nada hay que justifique económicamente sueldos tan astronómicos. Ningún planteamiento que no trascienda la racionalidad económica -si es que ésta existe- e incorpore la cuestión del poder que los gestores de los grandes conglomerados empresariales mantienen frente al accionariado puede encontrar razones que los expliquen.
Si entendemos, entonces, que esos salarios no son más que el abuso de una posición de poder que, además, atenta contra los principios básicos sobre los que debe construirse una sociedad más justa y solidaria nada impide que no se demande la intervención del Estado para hacerle frente. Si éste actúa cuando los grupos empresariales acuerdan modificaciones simultáneas en los precios que afectan a la competencia y perjudican a los consumidores; si lo hace cuando el mercado no produce determinados bienes sociales básicos o lo hace restringiendo su provisión a aquéllos que pueden sufragarlos; no hay motivos para no demandar una intervención pública ante semejante disfuncionalidad social reconocida cínicamente hasta por quien la genera.
Alberto Montero Soler ([email protected]) es profesor de Economía Aplicada de la Universidad de Málaga y miembro de la Fundación CEPS. Puedes visitar su blog «La otra economía» en la página de elotrodiario.com.