El anuncio de la muerte de Abu Musab Al Zarqawi, a quien se atribuía el liderazgo de Al Qaeda en el Irak ocupado, ha causado un regocijo de gusto necrófilo en Washington, Londres y otras capitales de Occidente. Se repitió, en escala menor, el ritual realizado por el gobierno estadunidense cuando presentó a la opinión […]
El anuncio de la muerte de Abu Musab Al Zarqawi, a quien se atribuía el liderazgo de Al Qaeda en el Irak ocupado, ha causado un regocijo de gusto necrófilo en Washington, Londres y otras capitales de Occidente. Se repitió, en escala menor, el ritual realizado por el gobierno estadunidense cuando presentó a la opinión pública los restos de los hijos de Saddam Hussein, ultimados en julio de 2003. Por lo que hace al triunfalismo de los invasores y ocupantes, el momento es sólo comparable al de la captura del ex dictador, seis meses más tarde, o al anuncio formulado en mayo de ese año por el presidente George W. Bush de que los combates en Irak habían concluido. El espejismo creado en torno de Al Zarqawi es de tal magnitud que las agencias internacionales de prensa reportaron un descenso en las cotizaciones del crudo atribuible a ese suceso, ocurrido en la localidad de Hibib.
En realidad, el saldo del intenso bombardeo aéreo contra la casa donde se encontraba el dirigente integrista reunido con siete de sus colaboradores los ocho murieron no va a cambiar en forma significativa el curso de la guerra entre los invasores y la resistencia iraquí.
Los gobiernos de Washington y Londres han difundido la idea, con la inestimable ayuda de medios de información que se pretenden objetivos y neutrales, de que Al Zarqawi era el líder principal de la insurgencia, así como en los meses posteriores a la invasión hicieron creer a sus respectivas sociedades que los ataques contra las tropas ocupantes eran comandados por Saddam Hussein. Pero la resistencia en la infortunada nación árabe es un fenómeno mucho más vasto que las decapitaciones videograbadas de rehenes o que los atentados dinamiteros indiscriminados; tales acciones execrables, que al parecer llevaban la firma del combatiente jordano ultimado en Hibib, acaso sean la parte de la guerra que resulta más apetecible para los intereses mediáticos occidentales y reciben, en esa medida, una cobertura desmesurada; sin embargo, la lucha de los iraquíes por recobrar su independencia y su soberanía no se circunscribe a la rama local de Al Qaeda: es una causa en la que confluyen, además de los integrismos sunita y chiíta, incontables ciudadanos laicos de los tres principales grupos de población sunitas, chiítas y kurdos y que no se origina en la influencia de Osama Bin Laden en la antigua Mesopotamia.
La causa de la insurgencia está en la invasión misma y en el implacable arrasamiento de vidas y bienes puesto en práctica por los ocupantes. Si bien la pérdida de vidas es lamentable en cualquier circunstancia, la liquidación de Al Zarqawi y de siete de sus partidarios en Hibib mediante un bombardeo aéreo es un episodio de menor trascendencia que los asesinatos masivos de civiles perpetrados por los ocupantes en lo que constituye, a contrapelo de los alegatos de Washington, una política sistemática de terror y aniquilación. Una de las puntas del iceberg de esa estrategia genocida es la matanza de 24 personas desarmadas, entre ellas varias mujeres y varios niños, perpetrada por infantes de marina en noviembre pasado en la localidad de Haditha. La ocupación es la causa de la resistencia, y la barbarie de los invasores constituye el principal alimento de la particular atrocidad de esta guerra. Con o sin figuras como la de Al Zarqawi, sus promotores la seguirán perdiendo.