La transformación del continente americano en un megarmercado tuvo que ser aplazada por Estados Unidos, pero la insistencia en concertar tratados bilaterales bajo el signo del «libre comercio» revela una estrategia paso a paso. El gobierno del otrora presidente chileno Ricardo Lagos (2000-2006) fue el primero en firmar un acuerdo de esa naturaleza con Washington, […]
El gobierno del otrora presidente chileno Ricardo Lagos (2000-2006) fue el primero en firmar un acuerdo de esa naturaleza con Washington, aunque poco antes ya habían comenzado los cabildeos con las autoridades centroamericanas con idénticos objetivos.
La legitimación del Tratado de Libre Comercio (TLC) con esa nación sureña posibilitó a la administración de George W. Bush avanzar en su disputa con el capital europeo por la supremacía en el continente y bloquear la entrada de Chile al Mercado Común del Sur (MERCOSUR).
Pero lo más importante, en opinión de académicos y analistas, es que la rúbrica de ese convenio consagró un camino alternativo por si se empantanara el proyecto más universal: la creación de un Área de Libre Comercio para las Américas (ALCA).
Quizás por esto, la Casa Blanca aplaudió el entendimiento como un éxito «geopolítico», pues los beneficios esperados rebasaban la proyección económica por las limitaciones del mercado chileno y el acceso a los recursos naturales que disfrutaban desde antes los estadounidenses.
Casi al unísono, culminó la negociación del TLC entre Estados Unidos y cuatro países de Centroamérica: Guatemala, Honduras, Nicaragua y El Salvador (diciembre, 2003).
Luego se sumaron al acuerdo Costa Rica y República Dominicana y sólo cuatro meses después, los ministros de Economía de la llamada cintura de América y el Representante Comercial de Estados Unidos, determinaron su aplicación.
El texto, contenido en más de dos mil 550 páginas, fue puesto a consideración de los órganos legislativos de cada uno de los territorios involucrados, excepto Costa Rica, y se ratificó entre finales de 2004 e inicios del 2005.
Mientras Colombia, Perú y Ecuador negocian un acuerdo similar con Estados Unidos, El Salvador sufre las consecuencias de su entrada en vigor desde el pasado 1 de marzo: protestas callejeras, privilegios a las transnacionales y limitaciones a empresarios y comerciantes locales.
Aunque en el resto de los países centroamericanos, el Tratado tiene carácter de ley, todavía no se concreta su aplicación y la Asamblea Legislativa costarricense continúa postergando el debate al respecto.
La expansión estadounidense por Centroamérica, en virtud de ese pacto bilateral, responde al interés de Estados Unidos de expandir mercados por esa región, rica en mano de obra y recursos ambientales, admitió Regina Vargo, jefa norteamericana de las negociaciones.
Al mismo tiempo, el gobierno de Bush lograría consolidar la Iniciativa para la Cuenca del Caribe, zona de donde desapareció gran parte de los aranceles, lo cual posibilitaría concentrarse en otros tipos de barreras al comercio en el continente, consideró Carlos Aguilar, sociólogo tico.
También accedería a mercados de bienes y servicios, por lo que el interés se centraría en telecomunicaciones, seguros, banca y propiedad intelectual relacionada con medicamentos genéricos y agroquímicos.
Considerado mucho más que un simple tratado comercial, el TLC Centroamérica, República Dominicana y Estados Unidos incorpora un collage de mecanismos que combinan prohibiciones a los gobiernos con libertades para las empresas extranjeras, en especial, en esos temas.
De tal modo, este convenio garantiza a las empresas transnacionales de origen estadounidense la transformación de ciertos privilegios en derechos al colocarse por encima de la constitucionalidad de los países firmantes y agenciarse mayor jerarquía jurídica.
En esencia, cada acápite del contrato, similar al vigente en Chile, está orientado a viabilizar el cumplimiento de la agenda globalizada de acumulación de capitales y servirá de complemento a los programas neoliberales aplicados desde hace más de dos décadas en América Latina.
Otro de los pasos en la estrategia norteamericana fue la infortunada ALCA Light (Miami, Florida, 2004), desestimada por Venezuela, Brasil, Argentina, Paraguay y Bolivia, países afiliados al MERCOSUR.
Los representantes de esos países latinoamericanos condicionaron su aceptación a la supresión de capítulos relacionados con inversiones, propiedad intelectual y servicios, cuestionaron los subsidios a la producción en Estados Unidos y la normativa de derechos antidumping.
Obligados por el rechazo generalizado, los asesores de Bush se aferraron a la negociación progresiva de tratados bilaterales como único modo de avanzar en la construcción del amplio mercado de bienes y servicios a favor de las poderosas transnacionales estadounidenses.
La intención de crear un ALCA subordinado a Washington fue legitimada mediante la Trade Promotion Authority (TPA, 2002), la cual proveyó al Ejecutivo de un marco político autorizado para acotar intereses, orientar acciones y limitar la jurisdicción de los negociadores de la propuesta.
Este proyecto data de 1995, cuando la Casa Blanca inauguró sutiles intercambios con bloques regionales y autoridades estatales para formar áreas comerciales bajo el signo del neoliberalismo, en represalia a las regulaciones establecidas por la Organización Mundial del Comercio (OMC).
Los efectos socioeconómicos de ese esquema capitalista de desarrollo, constatados a escala global, motivaron protestas como las protagonizadas por más de 50 mil activistas contra la reunión de los ministros de más de 80 países miembros de la OMC (Seattle, 1999).
Después de cuatro años, Cancún fue escenario de la mayor manifestación de ese tipo, en la que participaron incluso representantes de movimientos sociales y campesinos de gran parte del mundo.
Tales acciones desviaron el cauce de las proyecciones de los gobiernos adscriptos a la sucesora del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT,1947) y demostraron que muchos países no industrializados habían concientizado la necesidad de defender sus economías.
Estados Unidos y Europa no lograron justificar en la Ronda de Cancún (2003) el mantenimiento de subsidios a la agricultura en sus territorios, por lo que el cónclave terminó sin más acuerdo que respetar las respectivas zonas de influencia.
Pocas semanas después, corrió similar suerte el VIII Encuentro Ministerial del ALCA (Miami, Florida), donde a pesar de un aparatoso despliegue policial, la presión social obligó a concluir con premura.
En ese contexto, vale destacar la posición de Brasil, cuyos representantes desconcertaron a los asistentes al forum al defender condiciones mínimas para su industria y agricultura y obstaculizaron un posible consenso.
Seattle, Cancún y Miami demostraron que los progresos tecnológicos diseminados como parte de la estrategia de mundialización podían convertirse en un boomerang para sus promotores y explican el triunfalismo que invadió a los movimientos progresistas desde entonces.
Como respuesta, Estados Unidos, la Unión Europea y otros denominados centros de poder desataron de manera solapada una epidemia de «trataditis» en su variante bilateral, al decir del representante de la Asociación de Juristas Latinoamericanos, Alejandro Teitelbaum.
Los movimientos antiglobalización revelaron al mismo tiempo la aparición de nuevas formas y actores de la solidaridad internacional, que enfrentaron al sistema capitalista y a su lógica de desarrollo.
La amplitud de sus convocatorias, combatividad, la negativa a someterse a un esquema político predeterminado desde Washington y los debates propiciados en el seno de la denominada izquierda, constituyen logros de esas fuerzas.
A pesar del masivo rechazo al avance del neoliberalismo y la victoria de las fuerzas opositoras al mismo, en el ámbito de la Cumbre de las Américas, celebrada en Mar del Plata, Argentina (noviembre, 2005), Estados Unidos insiste en construirle viabilidad a su proyecto.
Respaldados en el legado de la Iniciativa para las Américas, planteada por Bush padre en 1990, los negociadores estadounidenses desarrollan la estrategia destinada a concretar el sueño hegemónico norteño, inaugurada con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, 1994).
Este acuerdo, concertado entre Canadá, México y Estados Unidos, constituyó apenas un primer paso en el despliegue de la política dirigida a crear el megamercado americano, vigente si se consideran las actuales negociaciones por tratados similares en la región andina y en Colombia.