Frente a la lógica capitalista del lucro, que asocia desarrollo con crecimiento, quienes promueven el decrecimiento como fin en sí mismo contra el dominio occidental parten de la misma asociación. Se impone elaborar una noción de desarrollo que permita satisfacer las necesidades básicas de los países pobres y respetar el medio ambiente. Se supone que […]
Frente a la lógica capitalista del lucro, que asocia desarrollo con crecimiento, quienes promueven el decrecimiento como fin en sí mismo contra el dominio occidental parten de la misma asociación. Se impone elaborar una noción de desarrollo que permita satisfacer las necesidades básicas de los países pobres y respetar el medio ambiente.
Se supone que el «desarrollo duradero» o «sustentable», doctrina oficial de Naciones Unidas, puede garantizar el bienestar de las generaciones presentes sin comprometer el de las futuras (1). Es un salvavidas al que se aferran todos los gobiernos partidarios fervientes y practicantes de la agricultura intensiva y los directivos de empresas multinacionales que despilfarran los recursos, vierten sin vergüenza sus desechos en el medio ambiente y fletan barcos «tachos de basura», mientras las organizaciones no gubernamentales ya no saben más qué hacer y la mayoría de los economistas son culpables del flagrante delito de ignorar las restricciones naturales.
Sin embargo, el programa de desarrollo duradero tiene la mancha de un vicio fundamental: la suposición de que proseguir con un crecimiento económico infinito es compatible con el mantenimiento de los equilibrios naturales y la resolución de los problemas sociales. «Lo que necesitamos es una nueva era de crecimiento, un crecimiento vigoroso y, al mismo tiempo, social y ‘medioambientalmente’ sustentable», enunciaba el informe Brundtland (2).
Este postulado está basado en dos afirmaciones muy frágiles. La primera es de orden ecológico: el crecimiento podría continuar porque la cantidad de recursos naturales requerida por unidad de producto disminuye con el progreso técnico. Se podría, entonces, producir más con menos materias primas y energía. Pero por desgracia la menor utilización de recursos naturales está más que compensada por el aumento general de la producción; así, la extracción de los recursos y la polución continúan aumentando, como reconoce el informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD): «Desde hace algunos años, en todo el mundo los procesos de producción se han vuelto más ahorrativos en energía. Sin embargo, dado el aumento de los volúmenes producidos, esos progresos son claramente insuficientes para reducir las emisiones de dióxido de carbono a escala mundial» (3).
La Agencia Internacional de Energía (AIE) se alarma por la desaceleración de los progresos logrados en materia de intensidad energética (4): entre 1973 y 1982, esa intensidad había disminuido en promedio el 2,5% anual en los países representados en la AIE; luego disminuyó sólo el 1,5% anual entre 1983 y 1990; y desde 1991 el 0,7% anual (5).
La segunda afirmación cuestionable se sitúa en el nivel social: el crecimiento económico sería capaz de reducir la pobreza y las desigualdades y de reforzar la cohesión social. Pero el crecimiento capitalista es necesariamente desigual, tan destructor como creador, y se alimenta de las desigualdades para suscitar permanentes frustraciones y nuevas necesidades. En los últimos cuarenta años, y a pesar del considerable crecimiento de la riqueza producida en el mundo, las desigualdades han explotado: la brecha entre el 20% de los más pobres y el 20% de los más ricos era de 1 a 30 en 1960; hoy es de 1 a 80. Esto no debe extrañar, ya que el paso a un régimen de acumulación financiera puso patas para arriba los mecanismos de distribución del valor de lo producido. En efecto, el aumento de la exigencia de remuneración de las clases capitalistas, especialmente por la vía del crecimiento de los dividendos, condenó a decrecer la parte del valor agregado correspondiente a los asalariados, tanto bajo la forma de salarios directos como de prestaciones sociales.
El propio Banco Mundial confiesa que no se alcanzará el objetivo de reducir a la mitad la cantidad de personas que viven en la pobreza absoluta de aquí al año 2015 (6), ya que más de 1.100 millones viven todavía con el equivalente a menos de un dólar diario. El último informe de la Conferencia de Naciones Unidas sobre el Comercio y el Desarrollo (UNCTAD) establece que los países pobres menos abiertos a la mundialización son los que más han progresado en términos de ingreso por habitante, al revés de los países más abiertos (7).
La incapacidad para pensar el futuro fuera del paradigma del crecimiento económico permanente es, sin duda, la falla principal del discurso oficial sobre el desarrollo duradero. A pesar de sus estragos sociales y ecológicos, el crecimiento, del cual ningún responsable político o económico quiere disociar el desarrollo, funciona como una droga dura. Cuando es fuerte, se mantiene la ilusión de que puede resolver los problemas -que en gran parte ha generado- y que cuanto más fuerte sea la dosis, mejor estará el cuerpo social. Cuando es débil, se hace sentir su falta, y resulta mucho más dolorosa por el hecho de no haberse previsto ninguna desintoxicación.
Así, detrás de la «anemia» actual del crecimiento, se esconde una «anomia» (8) creciente en las sociedades minadas por el capitalismo liberal, que se muestra incapaz de dar un sentido a la vida en sociedad que no sea el consumismo, el despilfarro, el acaparamiento de los recursos naturales y de los ingresos provenientes de la actividad económica y, a fin de cuentas, el aumento de las desigualdades. El primer capítulo de El Capital (1863), de Karl Marx, es premonitorio cuando critica a la mercancía: el crecimiento se transforma en el nuevo opio de los pueblos, cuyos puntos de referencia culturales y solidaridades colectivas son quebrados para que se hundan en el abismo sin fondo de la mercantilización.
El dogma dominante ha sido bien traducido por Jacques Attali que, como buen profeta, cree haber detectado a comienzos del año 2004 «una agenda de crecimiento fabuloso» que sólo «contingencias no económicas, por ejemplo, un resurgimiento del SARS,» (9) podrían de hacer fracasar. Para todos los ideólogos del crecimiento afectados de ceguera, la ecología, es decir, la toma en consideración de las relaciones del ser humano con la naturaleza, no existe: la actividad económica se desarrolla in abstracto, fuera de la biosfera.
Es hacer poco caso del carácter entrópico (10) de las actividades económicas. Aunque la Tierra sea un sistema abierto que recibe la energía solar, forma un conjunto dentro del cual el hombre no puede superar los límites de sus recursos y de su espacio. Ahora bien, la «presión ecológica», es decir, la superficie necesaria para todas las actividades humanas sin destruir los equilibrios ecológicos, alcanza ya al 120% del planeta. Así, serían necesarios cuatro o cinco planetas si toda la población mundial consumiera y vertiera tantos desechos como los habitantes de Estados Unidos (11).
LA TEORÍA DEL DECRECIMIENTO
En estas condiciones, la idea de «decrecimiento», lanzada por Nicholas Georgescu-Roegen (12), encuentra un eco favorable en un sector de ecologistas y altermundialistas. Llevando más lejos el enfoque teórico, algunos autores instan a renunciar al desarrollo, que según ellos no puede disociarse de un crecimiento mortífero. Rechazan cualquier calificativo dirigido a rehabilitar el desarrollo que conocemos -ya sea humano, duradero o sustentable- porque no puede ser otra cosa que lo que ha sido, es decir, el vector de la dominación occidental en el mundo. Así, Gilbert Rist denuncia al desarrollo como una «palabra fetiche» (13), y Serge Latouche condena al desarrollo duradero por ser un «oxímoron» (14). ¿Por qué, entonces, aunque criticamos como ellos el productivismo que implica el reinado de la producción de mercado, no nos convence su rechazo del desarrollo?
En el plano político, no sería justo disponer de manera uniforme el decrecimiento de los que nadan en la abundancia y de aquellos a quienes les falta lo esencial. Las poblaciones pobres tienen derecho a un tiempo de crecimiento económico y es inaceptable la idea de que la pobreza extrema remite a una simple proyección de los valores occidentales, o a un puro imaginario. Habrá que construir escuelas para suprimir el analfabetismo y centros de salud para permitir que la población se cuide, y habrá que crear redes para llevar el agua potable a todas partes y para todos.
Entonces es perfectamente legítimo continuar llamando «desarrollo» a la posibilidad, para todos los habitantes de la Tierra, de acceder al agua potable, a una alimentación equilibrada, a la atención médica, a la educación y a la democracia. Definir las necesidades esenciales como derechos universales no equivale a avalar la dominación de la cultura occidental ni a adherir a la creencia liberal en derechos naturales como el de la propiedad privada. En efecto, los derechos universales son una construcción social que resulta de un proyecto político de emancipación, que permite la instalación de un nuevo imaginario sin quedar reducido al «imaginario universalista de los ‘derechos naturales'» que criticaba Cornelius Castoriadis (15).
Por otro lado, no es razonable oponer al crecimiento económico -elevado por el capitalismo al rango de objetivo en sí mismo- el decrecimiento -a su vez erigido por los anti-desarrollistas en objetivo en sí mismo- (16). En efecto, se trata de dos escollos simétricos: el crecimiento quiere desplegar la producción hacia el infinito; y el decrecimiento no puede, con toda lógica y si no se pone algún límite, más que hacerla tender a cero.
El principal teórico del decrecimiento en Francia, Serge Latouche, parece ser consciente de ello cuando escribe: «La consigna de decrecimiento tiene como objeto primordial marcar fuertemente el abandono del insensato objetivo del crecimiento por el crecimiento, objetivo cuyo motor no es otro que la búsqueda desenfrenada de ganancias para los poseedores del capital. Evidentemente, no apunta hacia un cambio caricaturesco que consistiría en promover el decrecimiento por el decrecimiento. En particular, el decrecimiento no es ‘crecimiento negativo’, expresión antinómica y absurda que traduce el dominio del imaginario del crecimiento» (17).
¿Pero que significaría un decrecimiento que no fuera una disminución de la producción? Serge Latouche trata de escapar a esa trampa diciendo que quiere «salir de la economía de crecimiento y entrar en una ‘sociedad de decrecimiento'». ¿Continuaría creciendo la producción? Entonces ya no se entendería el término decrecimiento. ¿O bien se la controlaría, y entonces desaparecería el desacuerdo? Por otra parte, Serge Latouche termina admitiendo que la consigna de decrecimiento para todos los habitantes de la tierra es inadecuada: «En lo que se refiere a las sociedades del Sur, este objetivo no forma verdaderamente parte de la agenda: aun cuando estén atravesadas por la ideología del crecimiento, en su mayoría no son verdaderamente ‘sociedades de crecimiento'» (18). Pero subsiste una terrible ambigüedad: ¿pueden los pueblos pobres incrementar su producción o las sociedades de «no crecimiento» deberían seguir siendo pobres? Los anti-desarrollistas atribuyen el fracaso de las estrategias del desarrollo al supuesto vicio fundamental de todo desarrollo; nunca a las relaciones de fuerza sociales que, por ejemplo, impiden a los campesinos tener acceso a la tierra a causa de estructuras de propiedad desiguales. De allí el elogio sin matices de la economía informal, olvidando que ésta vive con frecuencia sobre los restos de la economía oficial. Y de allí la definición de salida del desarrollo como salida de la economía, porque ésta no podría ser diferente de la construida por el capitalismo. La racionalidad de la «economía», en el sentido de economizar los esfuerzos del hombre que trabaja y los recursos naturales utilizados para producir, se coloca en el mismo plano que la racionalidad de la rentabilidad, es decir de la ganancia. Cualquier mejora de la productividad del trabajo se encuentra así asimilada al productivismo.
En resumen, se nos dice que la cosa económica no existiría fuera del imaginario occidental que la ha creado, con el pretexto de que algunas culturas no conocen las palabras «economía» y «desarrollo», cuyo uso nos resulta familiar. Pero aunque las palabras no sean esas, la realidad material, es decir, la producción de los medios para la existencia, sí está allí. La producción es una categoría antropológica, aun cuando el marco y las relaciones en las cuales se realice sean sociales. Resulta de esta confusión -que equivale a volver a hacer del capitalismo un dato universal y no histórico, lo que recuerda curiosamente al dogma liberal- una incapacidad para pensar simultáneamente la crítica del productivismo y la del capitalismo: sólo la primera se realiza, pero sin vincularla con la de las relaciones sociales dominantes. Querer «salir de la economía» (19) al mismo tiempo que se pretende volver a insertar «lo económico en lo social» (20) resulta, por lo menos, curioso.
En el plano teórico, o bien se considera que existe alguna diferencia entre crecimiento y desarrollo, o bien se ve en ambos fenómenos una misma lógica de extensión perpetua, lo que lleva a un callejón sin salida. La segunda posición es fácilmente identificable ya que es la de los partidarios del decrecimiento, que al mismo tiempo son anti-desarrollistas; pero la primera posición es reivindicada tanto por economistas liberales como antiliberales.
Los liberales afirman perseguir objetivos cualitativos que no se reducen al crecimiento material, sobre todo desde el fracaso social de los planes de ajuste estructural del FMI y del Banco Mundial. Pero esta distinción entre crecimiento (cuantitativo) y desarrollo (cualitativo) representa una impostura en la lógica liberal desde el momento en que el crecimiento es considerado como una condición necesaria y suficiente del desarrollo, y además eternamente posible.
Por su parte, viendo los estragos sociales y ecológicos de un modo de desarrollo que parece indisociablemente ligado al crecimiento, los economistas antiliberales, provenientes del marxismo, del estructuralismo o del tercermundismo de los años 1960-1970, tienen muchas dificultades para hacer que se puedan distinguir ambas nociones. A los adversarios de cualquier desarrollo, en cambio, les resulta fácil recusar el crecimiento y el desarrollo, negando toda posibilidad de disociarlos.
OBJETIVO: DESACELARACIÓN
¿Se puede superar esta contradicción? El capitalismo tiene interés en hacer creer que crecimiento y desarrollo van siempre juntos, ya que la mejora del bienestar humano sólo puede pasar por el crecimiento perpetuo de la cantidad de mercancías. Debemos entonces fundamentar para el futuro -porque hoy en día verdaderamente no existe- una distinción radical entre ambos conceptos: la mejora del bienestar y el logro del pleno desarrollo de las potencialidades humanas es algo que se realiza fuera del camino del crecimiento infinito de las cantidades producidas y consumidas, fuera del camino de la mercancía y del valor de cambio (21). Se realiza en el camino del valor de uso y de la calidad del tejido social que puede nacer a su alrededor.
Si se aplicara indistintamente a todos los pueblos y para todo tipo de producción, la consigna de decrecimiento sería injusta e inoperante. En primer lugar, porque el capitalismo nos impone actualmente un cierto decrecimiento, sobre todo en los bienes y servicios de los que tenemos socialmente más necesidad: transporte colectivo, salud, educación, ayuda a las personas de edad, etc. Y luego, porque no toda la producción es forzosamente contaminante y degradante. El Producto Interno Bruto (PIB), valuado monetariamente, registra el crecimiento de las actividades de servicios -incluso los no mercantiles- cuya presión sobre los ecosistemas no es comparable a la de la industria y la agricultura. La naturaleza del crecimiento importa entonces por lo menos tanto como su amplitud. La urgente necesidad de disminuir la presión ecológica no implica el decrecimiento de todas las producciones sin distinción entre ellas ni entre aquellos a los están destinadas.
La utilización planetaria de los recursos debe organizarse de manera tal que los países pobres puedan lograr el crecimiento necesario para la satisfacción de sus necesidades esenciales y que los más ricos se vuelvan ahorrativos. En lo referido a los países pobres, cualquiera sea el modelo que se les imponga sólo podrá ser destructor de sus raíces culturales y constituirá un obstáculo para un desarrollo realmente emancipador. Dentro de los países ricos, conviene pensar las políticas en función de la transición que se debe garantizar: la separación progresiva del crecimiento y el desarrollo.
Todo lo cual no pasa por un decrecimiento ciego, inaceptable para la mayoría de los ciudadanos, sino por el objetivo de una desaceleración que permita engranar la transformación de los procesos productivos y también la de las representaciones culturales: la desaceleración del crecimiento, como una primera etapa antes de emprender el decrecimiento selectivo, comenzando por las actividades dañinas, para una economía reorientada hacia la calidad de los productos y de los servicios colectivos, una distribución primaria de los ingresos más igualitaria y una caída regular del tiempo de trabajo a medida que se logran incrementos de productividad, única manera de promover el empleo fuera del crecimiento. Sabiendo que cualquier cuestionamiento del modelo de desarrollo actual no será realista si no se cuestionan simultáneamente las relaciones sociales capitalistas, que son su soporte (22).
Definir el desarrollo como la evolución de una sociedad que utilice sus incrementos de productividad no para aumentar indefinidamente una producción generadora de polución, de degradaciones del medio ambiente, de insatisfacciones, de deseos inhibidos, de desigualdades y de injusticias, sino para disminuir el tiempo de trabajo de todos, compartiendo más equitativamente los ingresos de la actividad, no constituye una vuelta atrás con relación a la crítica del desarrollo actual. Eso no nos condena a quedar dentro del paradigma utilitarista, a condición de que los incrementos de productividad se logren sin degradar las condiciones de trabajo ni la naturaleza.
A partir del momento en que se admita que la humanidad no volverá a la situación anterior al desarrollo y que, por eso mismo, los incrementos de productividad existen y existirán, su uso debe ser pensado y compatibilizado con la reproducción de los sistemas vivos. Se puede hacer la hipótesis de que la disminución del tiempo de trabajo puede contribuir a despejar nuestro imaginario de la fantasía de tener siempre más para ser mejor, y de que la extensión de los servicios colectivos, de la protección social y de la cultura, sustraídos al apetito del capital, es fuente de una riqueza inconmensurable respecto de la que privilegia el mercado. Detrás de la cuestión del desarrollo están en juego las finalidades del trabajo y, por lo tanto, el camino hacia una sociedad ahorrativa y solidaria.
* Profesor auxiliar en la Universidad de Bordeaux IV, miembro del Consejo Científico de Attac, coordinador del libro «Le développement a-t-il un avenir? Pour une société solidaire et économe», Mille et une Nuits, París, 2004.
Notas
1) Gro Harlem Brundtland, Notre avenir à tous, Informe de la Comisión Mundial para el Medio Ambiente y el Desarrollo, Editorial du Fleuve, Montreal, 1987. Este informe sirvió de base para la Conferencia de Naciones Unidas de Río de Janeiro de 1992.
2) Ibid.
3) Rapport mondial sur le développement humain 2002, De Boeck, Bruselas, 2002.
4) La intensidad energética (y más generalmente la intensidad en recursos naturales) de la producción es la cantidad de energía (o de recursos naturales) necesaria para producir un euro de PIB.
5) AIE, Oil crises and climate challenges: 30 years of energy use in IEA countries, 2004, http://www.iea.org.
6) Declaración de su presidente Jim Wolfensohn, citada por Babette Stern, «Les objectifs de réduction de la pauvreté ne seront pas atteints», Le Monde, París, 24-4-04.
7) UNCTAD, Informe sobre los países menos avanzados, 2004, citado por Babette Stern, «Pour les pays les moins avancés, la libéralisation commerciale ne suffit pas à reduire la pauvreté», Le Monde, París, 29-5-04.
8) Durkheim definía la anomia como la ausencia o la desaparición de los valores comunitarios y de las reglas sociales.
9) Jacques Attali, «Un agenda de croissance fabuleux», y «2004, l’année du rebond», Le Monde, París, 4 y 5 -1-04.
10) Entropía: degradación energética.
11) Redefining Progress, http://www.rprogress.org.
12) Nicholas Georgescu-Roegen, La décroissance: Entropie-Ecologie-Economie, Sang de la terre, París, 1995.
13) Gilbert Rist, Le «développement»: la violence symbolique d’une croyance», en Christian Comeliau (dir.), Brouillons pour l’avenir, Contribution au débat sur les alternatives, Les Nouveaux Cahiers de l’IUED, Ginebra, PUF, París, 2003.
14) Serge Latouche, «Les mirages de l’occidentalisation du monde: en finir, une fois pour toutes, avec le développement», Le Monde diplomatique, París, mayo de 2001. Un oxímoron es la yuxtaposición de dos términos contradictorios.
15) Cornélius Castoriadis, Le monde morcelé, Les carrefours du labyrinthe 3, Seuil, París, 1990.
16) Silence, Objectif décroissance, Vers une société harmonieuse, Parangon, París, 2003.
17) Serge Latouche, «Il faut jeter le bébé plutôt que l’eau du bain», en Christian Comeliau (dir.), op. cit.
18) Serge Latouche, «Pour une société de décroissance», Le Monde diplomatique, París, noviembre de 2003.
19) Serge Latouche, Justice sans limites, le défi de l’éthique dans une économie mondialisée, Fayard, París, 2003.
20) Serge Latouche, Justice sans limites, op. cit.
21) El valor de uso es la utilidad de un bien o de un servicio, noción cualitativa no mensurable e irreductible a un valor de cambio monetario. Esta última noción es la relación en la cual dos mercancías se cambian entre sí mediante la moneda. Señalar esta distinción no significa el rechazo a que todo sea mercantilizado.
22) L’économie économe, le développement soutenable par la réduction du temps de travail, L’Harmattan, París, 1997; La démence sénile du capital, Fragments d’économie, Ed. du Passant, Bègles, 2004.