Tanto Naciones Unidas, como CEPAL, la OCDE, Banco Mundial, instituciones que suelen adornar su discurso con evaluaciones sobre la pobreza, están de acuerdo en sostener que los índices de pobreza, pobreza extrema y desigualdad permanecen casi estáticos a lo largo del último medio siglo. Con variaciones entre la pobreza y la pobreza extrema, sobre todo […]
Tanto Naciones Unidas, como CEPAL, la OCDE, Banco Mundial, instituciones que suelen adornar su discurso con evaluaciones sobre la pobreza, están de acuerdo en sostener que los índices de pobreza, pobreza extrema y desigualdad permanecen casi estáticos a lo largo del último medio siglo. Con variaciones entre la pobreza y la pobreza extrema, sobre todo en los países de América Latina y del Caribe.
El asunto no deja de ser preocupante, ya que paralelamente, a lo largo de estas décadas todos los gobiernos han proclamado su decidido interés en luchar contra el flagelo, proponiendo proyectos y programas electorales. Los organismos internacionales, frecuentemente se han convertido en foros, en donde ante miles de delegados se han expuesto nuevos criterios para definir el drama, y hasta el descubrimiento de panaceas, como el «capital social» que puede resolver su curso futuro, integrándola en espacios sociales de simpatía.
En el año 2002, el Informe de Desarrollo Humano de las Naciones Unidas señalaba que al final del siglo XX, se intensificaban la pobreza y la desigualdad. Para entonces, el 5 % más rico del mundo poseía 114 veces más que el 5% más pobre. Y crecía la pobreza en África y en América Latina. Se han medido las distancias entre pobres y ricos, a través del índice de Gini, y se ha visto que si en algunos países hay ligeras fluctuaciones «igualitaristas» que no afectan para nada la estructura social, en otras partes, las diferencias se han acentuado de modo escandaloso -el caso más sobresaliente: Chile. Pero también, en términos absolutos se cuenta la pobreza del último medio siglo viendo cuántos viven con uno o con dos dólares al día. Y se llega a una visión bastante pareja y sostenida a lo largo de decenios de más del 50% de la población. Pero hay que pensar que esta situación se tiende a agravar con el avance de sucesivas crisis, como la de los años 80, la del 94 o aquella más reciente, ya en el nuevo milenio, que empobreció brutalmente a países como Argentina, que en la estimación corriente anterior mostraba índices de pobreza más bajos.
El asunto toma otros aspectos cuando se observa, por ejemplo, que en estos cincuenta o sesenta años, América Latina ha experimentado un «crecimiento» expresado en exportaciones y en índices de crecimiento «bruto» y crecimiento «per cápita» Cada país, cada año, mostró estadísticamente esos crecimientos. Y sólo muy recientemente de ingresos reales «por debajo del crecimiento per cápita», cuando viene a demostrarse que importante parte de la población no lo alcanza. Por eso se ve también que si en 1950 asomaban 82 millones de pobres latinoamericanos, a fines de los noventa se alcanzaban los 160 millones. Para saltar a los 230 millones de la actualidad. Con toda suerte de decrecimientos, de ingresos de capital «que trae trabajo» y del crecimiento de la masa asalariada, que así y todo no sale de la pobreza. Esto podría llamarse «crecimiento con pobreza y con aumento de la productividad laboral». La pobreza se ha sostenido, y se ha reproducido a través de estas últimas generaciones, junto a un crecimiento de las industrias extractivas -nunca los recursos naturales de América Latina fueron explotados de modo tan radical– , de una gigantesca reconformación industrial que absorbió a millones de trabajadores en maquilas y armadurías, la reconcentración de la tierra y el crecimiento urbano y rentista. No parece ser entonces que la economía capitalista llegara para resolver el problema de la pobreza sino para estimularla y aprovecharse de ella. Y ya con esto podríamos venir a sostener que los gobiernos latinoamericanos no tienen en absoluto como meta acabar con la pobreza, sino antes bien, extenderla y ofrecerla al capital internacional. Un país es rico -podríamos decir parafraseando a uno de los fundadores de la economía liberal-si tiene pobres que trabajen. O, como se dice hoy, si tiene mano de obra competitiva: esa que se ofrezca por el salario más miserable.
A veces, cuando los organismos internacionales convocan a seminarios sobre la pobreza, todos los delegados llegan con la disposición a visitar otro planeta, donde se da ese fenómeno extraño a la economía de este mundo. Por regla general, la pobreza no parece vincularse a la economía viva. Y hasta habría que crearle una economía propia. Esa, por ejemplo, del «capital social», repleta de redes de simpatía-cosa que también llevó a fundar macabros ensayos de explotación humana parroquial en el siglo XVII.
Nosotros nos inclinamos a pensar que la pobreza es un fenómeno completamente integrado y básico de la economía capitalista. Y en el caso de América Latina, un suceso que desde tiempos coloniales se ha incorporado a la producción de excedentes. Y su continuidad demuestra que el sistema no tiene ninguna voluntad de acabar con ella. La desea (en un sentido psicoanalítico) incorporada a sí, y consumida, devorada, por él. Y por eso nos dice sosteniendo una primera premisa falsa (que lo subentiende y perdona de antemano): «Se sabe que el acceso al trabajo productivo es una condición sine qua non en la lucha por reducir la pobreza.» Sin considerar en este trámite la lógica del capital, y bajo que condiciones el pobre deberá trabajar para salir supuestamente de la pobreza.
Los obreros de la maquila trabajan en turnos forzados y en jornadas de extenuación, y no salen de la pobreza. Las obreras de las salmoneras trabajan en aguas gélidas por más de 12 horas diarias, percibiendo sueldos miserables mientras agonizan, y no salen de la pobreza. Los maestros universitarios por hora,–ochenta dólares al mes– no salen de la pobreza. Las meseras de sesenta mensuales, no salen de la pobreza. Las trabajadoras sexuales de a 15, no salen de la pobreza. Pero es grande el crecimiento de la Nike, de Billiton, de general Motors, de Kentucky Chicken, de la Universidad Patitos y de Macky el Cuchillero.
Entonces, la pobreza existe porque la economía real se aprovecha de ella, y porque hay en nuestras sociedades una conciencia «política» (esto es, del orden y del poder como tal) que concurre en aprovecharse de ella, y se interesa en no extinguirla. La pobreza se arraiga en una sociedad de mercado.
Y eso venía de antes. ¿Qué es lo primero que hacía Roma en sus conquistas, aún adentro de la bota italiana?: aterraba, empobrecía, ordenaba rendirse «con una sola prenda», y esclavizaba. A su modo creaba con eso mano de obra. Y los pobres no estaban fuera de su economía.
¿Qué hizo España en América?: aterraba, mataba, dislocaba sistemas productivos comunales, empobrecía, ataba a la mina, al lavadero, a la plantación. Y exportaba. La pobreza funcionaba económicamente, y por ella alegaban tantos en el Consejo de Indias.
¿Y en ese modelo de avance capitalista, Inglaterra? ¿Qué pasaba? Allí, a comienzos del siglo XVII, un miembro del Parlamento presentaba «Un esquema para el completo alivio y mejoramiento de los pobres» mediante el trabajo, supervigilado por una profética capa de Guardianes. Con lo que se inicia una larga serie de propuestas y de leyes que conformarán una máquina maravillosa de explotación, de sujeción al trabajo obligatorio en casas de sudor, y hasta en lo que llegó a llamarse en raptos de imaginación «Cárceles sin culpa». Hoy, más vulgarmente, maquilas. Para las mentes todavía piadosas de los primeros ingenieros del capital inglés, el pobre fue puesto en el mundo para redimirse – «si eres el último serás el primero», decía la Escritura,. Y no podía alterarse el orden divino. Y redimiéndose en el trabajo, creaba la riqueza. Mc Farlane, en 1782, constatando el aumento de los pobres en Inglaterra, decía «nos aproximamos a la cúspide de la grandeza, ya que va en aumento el número de pobres» (Enquiries Concernig the poor). Y Bellers añadía: «el trabajo de los pobres es la mina de los ricos». Mientras Defoe proponía que todos los pobres fueran empleados en manufacturas, con salarios de sobrevida. Para lo cual Bentham en 1794 ofrecía el Plan Panopticon-cárceles-industrias con supervisión barata. En algún momento el reino inglés estableció penalidades que permitían disponer la detención de los pobres, o inducir su deportación a otros mundos creadores de capital.
El capital (y sus intelectuales y políticos) no desligó nunca la pobreza de la economía. Sólo que ahora nos vamos topando con un fondo de hipocresía. Sobre esto de la deportación de pobres, en México algunos candidatos han llegado a proponer esquemas para facilitar la migración en tren expreso y con paquetes de pasajes y hospedaje redimibles. Fox llegó a presentar a 4 millones de migrantes anuales como un éxito económico. Mientras el hundimiento centroamericano en el esquema de pobreza maquilera viene a ser para sus políticos la consumación globalizadora.
En América Latina no suele verse la pobreza en su contribución a la producción de una acumulación que se va en gran parte hacia fuera. Ni se alude a cómo el imperio induce el agravamiento de esa miseria tan conveniente. El aspecto colonial del continente se puede reconocer también en la rapidez con que se ha inducido «la liberación de mano de obra» para responder a las nuevas propuestas de crecimiento de los polos mundiales en efectivo crecimiento. No se dice qué es lo que produce el pobre, que en su buena mayorìa está siendo empleado. Se le muestra nada más que con ese dólar o esos dos dólares diarios, que a veces son fichas -o su equivalente-la tarjeta de crédito, donde viene a expresarse la extorsión relativa de la plusvalía, última lucha en el mercado, donde los ingresos se deshacen frente a precios al alza. Otro mecanismo que concurre a reforzar la extensión de la pobreza y el amarre del trabajador a la autoridad corporativa.
Sin establecer la inclusión de la pobreza en la intimidad del movimiento del capital, no se entiende su perdurabilidad. Y sin proponer el fin de la economía capitalista no se puede aludir con seriedad al fin de la pobreza. No se trata de salir de la pobreza trabajando, sino de algo político: de una gran revolución niveladora, donde el trabajador y el pobre tienen su lugar luchando.