Y ni el nombre han dejado. Es posible que Monroe no tuviera intención de referirse, también, al nombre cuando puso su firma a tan alevosa doctrina, pero quienes más tarde se ocuparon de seguir implementando la ilustre canallada, han llegado, incluso, a usurpar el derecho al nombre. No a la buena fama, tampoco a la […]
Y ni el nombre han dejado.
Es posible que Monroe no tuviera intención de referirse, también, al nombre cuando puso su firma a tan alevosa doctrina, pero quienes más tarde se ocuparon de seguir implementando la ilustre canallada, han llegado, incluso, a usurpar el derecho al nombre. No a la buena fama, tampoco a la peor leyenda, ni siquiera al nombre.Si en el Norte no han tenido empacho en desvirtuar en su provecho todos los decires y maneras de un surtido continente de patrias a las que se niega su identidad, menos razón habría para suponer que, a éstas, se les fueran a respetar sus nombres, su derecho a ser americanas.Y tampoco les ha quedado ese derecho. Cierto es que para muchos americanos de los Andes o el Caribe, para muchos pobladores de favelas o inquilinos coloniales, no hay más americano que el nacido o proveniente de los Estados Unidos y, por extensión, todo turista blanco no importa su lugar de procedencia. Quienes siendo de origen europeo hemos vivido o vivimos en América, con frecuencia, nos hemos convertido en los únicos «americanos» de una americana comunidad que, ignorando su derecho, cedía gustosamente su nombre a los únicos vecinos no americanos. Y habrá que recuperar cuanto antes el propio nombre para poder reconquistar después también la propia identidad, y más tarde el derecho y la vergüenza, y terminar honrando finalmente una real y verdadera independencia. Sin embargo, en esa lucha inicial por ganarse el derecho al propio nombre, mucho ayudaría que desde fuera, desde Europa, por ejemplo, no se contribuya con ese nominal despojo, para que no sigamos hablando del presidente «americano» cuando nos refiramos al presidente de los Estados Unidos de Norteamérica; que no sigamos hablando o escribiendo del cineasta «americano» que nunca es argentino o chileno; del escritor «americano» que nunca es uruguayo o colombiano; del jugador «americano» que nunca es brasileño o mexicano…
Supongo que no es necesario apelar a la imaginación para suponer la opinión y la actitud de españoles, ingleses o italianos, por ejemplo, si América diera en negar el apellido europeo a esos países para adjudicárselo en exclusiva a los franceses, o si fueran los alemanes quienes se apropiaran del común nombre en detrimento del derecho de todos los demás países europeos a considerarse europeos.
Si somos capaces de entender la necesidad de contribuir al desarme de la ideología machista desarmando, por ejemplo, el lenguaje sexista, ¿por qué no considerar también la urgencia de no seguir siendo cómplices de un continental despojo, cada vez que reducimos América a la exclusiva y excluyente dimensión de los Estados Unidos?
Cuba, Perú, Nicaragua, la República Dominicana… son americanas, tanto o más que esos Estados Unidos de Norteamérica que se han apropiado, también, del nombre, y cada vez que por comodidad, costumbre o ignorancia, usamos el término americano como sinónimo de estadounidense, estamos siendo cómplices de un robo, de una infamia.
Sí, América debe ser para los americanos… pero para todos los pueblos americanos.