Recomiendo:
0

Masacre de Río de Janeiro

Anatomía del capitalismo narco-militar

Fuentes: Rebelión [Imagen: Manifestación nocturna contra la operación Contenção, desarrollada en Rio de Janeiro el 28 de octubre de 2025 y que provocó la mayor masacre conocida en la historia de Brasil. Créditos: Valter Campanato/Agência Brasil]

En este artículo el autor parte de la masacre de Río para realizar un recorrido por la relación que existe entre el capitalismo y el narcotráfico para concluir que «el capitalismo no combate el narcotráfico: lo administra».


La ciudad de Río de Janeiro amaneció con olor a pólvora, helicópteros artillados y la resignación acostumbrada de quienes viven bajo el sonido de disparos. Más de 2.500 agentes armados, drones, blindados y francotiradores invadieron los complejos de Penha y Alemão en nombre de la “seguridad pública”. Al finalizar la jornada, el Estado celebró la operación policial más grande de la historia de la ciudad con una cifra que la prensa repitió sin pestañear: más de 120 muertos. Cuerpos sin nombre, sin rostro, sin biografía. Cuerpos baratos. Cuatro policías muertos, decían, y más de cien “criminales” abatidos. Qué conveniente cuando el Estado etiqueta a los muertos antes de identificarlos, como si una palabra sellara su destino y su humanidad.

Comercios cerrados, escuelas suspendidas, familias escondidas en sus casas y un paisaje urbano transformado en zona de guerra. Río, la ciudad que el turismo mundial imagina como samba, playa y carnaval, se convirtió ese día en un laboratorio de necropolítica: una demostración pública de quién manda y quién muere. El gobierno prometió que aquella masacre permitiría “recuperar territorio del Comando Vermelho”, la organización criminal más antigua de Brasil. Pero cuando los blindados se retiraron, los helicópteros se apagaron y los noticieros buscaron otro desastre que cubrir, las favelas siguieron exactamente igual que antes: bajo control de la misma organización, con la misma lógica, con las mismas reglas.

Porque esta guerra jamás pretende ganar. Pretende funcionar.

La operación en Río no desmanteló redes financieras, no persiguió a quienes lavan millones en bancos internacionales, no tocó los circuitos de dinero que salen cada noche hacia Europa y Estados Unidos. No apresó banqueros, ni empresarios, ni políticos asociados al narcotráfico. Solo mató jóvenes pobres armados con rifles que valen más que sus casas. Fue un espectáculo, nada más: un baño de sangre televisado diseñado para tranquilizar a ciudadanos que no viven allí y para convencerlos de que el gobierno “está haciendo algo”. Cuando la matanza es para consumo mediático, la impunidad es parte del guion.

La industria de la muerte se disfraza de seguridad pública, pero el negocio verdadero no está en la favela, sino en la economía que respira por debajo. La sangre se queda en América Latina, pero el dinero viaja en avión ejecutivo.

Estados Unidos, moralizador compulsivo, exige que el sur combata las drogas mientras es el mayor consumidor de estupefacientes del planeta. No solo consume; produce sus propias epidemias. La mayor crisis de drogas en la historia moderna —la de los opioides— no la provocó un cartel mexicano, sino Purdue Pharma, propiedad de la familia Sackler. Convirtieron la adicción en industria, mintieron a médicos, corrompieron reguladores, causaron cientos de miles de muertes… y jamás pisaron una celda. No fueron traficantes: fueron empresarios exitosos. Si Pablo Escobar hubiese nacido en Connecticut, tendría museos que llevaran su nombre.

El narcotráfico tampoco existiría sin bancos que lavan miles de millones de dólares. HSBC, Wachovia, Wells Fargo, Citi: todos involucrados en operaciones documentadas de lavado para carteles internacionales. Wachovia admitió haber lavado 380.000 millones de dólares del narcotráfico mexicano. El castigo fue una multa menor al 2% de sus ganancias. Nadie fue preso. Vender un gramo de cocaína en la calle manda a alguien a la cárcel por décadas. Lavar miles de millones convierte ese dinero en bonos, inversiones, fondos de pensión, créditos e hipotecas. El pobre que vende droga es criminal; el banco que lava dinero es socio financiero del sistema.

Para completar la ecuación, la violencia en América Latina no sería posible sin la lluvia constante de armas provenientes de Estados Unidos. Entre el 70% y el 90% de las armas usadas por carteles y grupos criminales provienen de fabricantes estadounidenses, vendidas legalmente, con factura, tarjeta de crédito y garantía. Algunas incluso llegaron directamente por operaciones del propio gobierno, como la vergonzosa “Rápido y Furioso”, en la que el Departamento de Justicia permitió el tráfico de armas hacia carteles mexicanos para “rastrearlas”, causando miles de muertes sin lograr una sola captura importante. Si eso lo hiciera un país latinoamericano, sería terrorismo. Cuando lo hace EE.UU., es “inteligencia”.

La verdad es incómoda y obvia: el narcotráfico no es un enemigo del capitalismo. Es uno de sus motores. Inyecta liquidez en bancos, sostiene industrias de armas, alimenta políticas de control social, crea mano de obra descartable, justifica militarizaciones y sirve de enemigo eterno. Sin narcotráfico, demasiados sectores perderían dinero: la policía, las cárceles privadas, los fabricantes de armas, los bancos, las agencias de inteligencia, los políticos que ganan votos prometiendo mano dura. El crimen es rentable, la guerra es rentable, la sangre es rentable.

Por eso la guerra contra las drogas jamás termina. No está diseñada para hacerlo. No es un error estratégico: es un modelo económico. América Latina pone los muertos, los pobres ponen la cárcel, y el norte pone las ganancias. Mientras las favelas entierran a sus jóvenes, Wall Street lava el dinero y las farmacéuticas desarrollan nuevas formas legales de adicción. Todos los actores participan, todos cobran, todos ganan… menos las familias que entierran a sus hijos.

La matanza de Río de Janeiro no cambió nada, como no cambió nada la militarización de México, ni los falsos positivos en Colombia, ni las masacres en Centroamérica. La guerra solo necesita continuidad, no victorias. Cada operativo alimenta la maquinaria: el Estado simula control, los medios simulan moral, los bancos simulan legalidad, el capitalismo simula orden. Cuando todo termina, la droga vuelve a circular, el dinero vuelve a lavarse, las armas vuelven a venderse y los pobres vuelven a morir.

Los gobiernos nunca atacan el sistema: atacan el síntoma. Nunca combaten la demanda: combaten la pobreza. Nunca persiguen el dinero: persiguen el cuerpo. Porque en este negocio, el cadáver es latinoamericano, pero el capital es internacional. Y mientras el mundo siga creyendo que la guerra contra las drogas es para protegernos de los delincuentes, los verdaderos responsables —bancos, corporaciones, gobiernos y élites financieras— seguirán recogiendo los beneficios del crimen más rentable del planeta.

La droga no destruye el capitalismo: lo financia. El crimen no es desviación del sistema: es su engranaje. El narco no es enemigo del Estado: es su socio informal.

Y si alguien duda, basta un dato: tras la matanza de Río, la vida siguió igual. Los muertos se contaron, los titulares se olvidaron, las calles volvieron a llenarse de niños que corren esquivando balas, y el Comando Vermelho siguió operando. En las oficinas de los bancos, nadie interrumpió su almuerzo.

Porque la guerra continúa… y nunca fue una guerra para ganar.

Fue una guerra para que ciertos sectores nunca tengan que dejar de cobrar.

Quien crea que el vínculo entre Estado, guerra y narcotráfico es accidental, debería mirar el pasado. Nada de esto empezó con los carteles mexicanos ni con el Comando Vermelho. El capitalismo se alimenta de drogas desde antes de que existieran los noticieros que condenan a los “narcos” en las noches de televisión.

 El Imperio Británico: los primeros narcotraficantes del capitalismo

 Mucho antes de que Pablo Escobar comprara haciendas, la corona británica ya había descubierto que las drogas eran un negocio demasiado rentable como para dejárselo a criminales. En el siglo XIX, cuando China intentó prohibir el opio para evitar la destrucción social de su población, Gran Bretaña declaró la guerra para obligarla a consumirlo.

Sí: la primera “guerra del narcotráfico” no fue para detenerlo, sino para garantizarlo.

Se llamaron Guerras del Opio. Se hablaba de comercio pero era narcotráfico estatal.

 Los británicos inyectaron adicción, mataron millones, destruyeron un imperio milenario… y lo llamaron libre mercado. Eso no lo enseñan en clases de economía.

 Estados Unidos aprendió rápido. Un siglo después, ya no era el opio chino: era la cocaína latinoamericana y la heroína del sudeste asiático. Durante la Guerra Fría, la CIA financió operaciones clandestinas traficando drogas a través de Laos, Camboya, Afganistán y Nicaragua. Los servicios de inteligencia estadounidenses entendieron que la droga servía para tres cosas esenciales: financiar guerras secretas, controlar poblaciones, destruir movimientos revolucionarios

 Mientras en América Latina se criminalizaba al “peligroso narco”, Washington usaba aviones diplomáticos para transportar heroína desde el Triángulo de Oro en Asia. Cuando explotó el escándalo de Irán-Contra, quedó claro que la CIA estuvo implicada en el tráfico de cocaína a Los Ángeles para financiar a la Contra nicaragüense. Periodistas como Gary Webb lo demostraron. ¿El resultado? Su carrera destruida, él terminado en circunstancias turbias, y cero funcionarios estadounidenses en prisión.

 En el capitalismo, decir la verdad puede costar más caro que traficar droga.

 Afganistán: la fábrica del mundo

Tras la invasión estadounidense en 2001, la producción de opio en Afganistán se multiplicó. Antes del desembarco militar, el cultivo estaba prácticamente erradicado por los talibanes. Después de la llegada de las fuerzas occidentales, Afganistán se convirtió en el principal productor de heroína del planeta. Mientras soldados patrullaban montañas buscando “terroristas”, la economía del opio financiaba milicias, comerciantes y operaciones negras. La droga salía, el dinero entraba, las guerras seguían.

 Al capitalismo no le basta la guerra: necesita combustible.

Colombia: el laboratorio del miedo

Plan Colombia, presentado al mundo como una intervención para combatir el narcotráfico, fue en realidad un experimento militar para controlar territorio, perforar zonas petroleras y destruir movimientos insurgentes. Tras miles de millones invertidos, ni la demanda disminuyó ni la cocaína dejó de fluir. Las FARC fueron debilitadas, sí. Pero los negocios agrícolas multinacionales, bases estadounidenses y corporaciones privadas se fortalecieron. La droga sigue, pero ahora con nuevos intermediarios y viejos bancos.

 La guerra funcionó a la perfección. El narcotráfico también.

El verdadero propósito

El patrón se repite desde hace dos siglos:

Cuando una droga amenaza al poder, se ilegaliza.

Cuando una droga enriquece al poder, se normaliza, regula y vende con receta.

Y cuando una droga sirve para financiar guerras, se disimula.

La moral es una herramienta, no una convicción.

Los imperios no odian las drogas: odian no controlarlas.

El presente no es una excepción: es la regla

Lo que sucede hoy en Brasil, México, Colombia o Centroamérica parece caos. Pero no es caos: es administración. La violencia es el lubricante que mantiene funcionando una maquinaria donde cada sector obtiene su parte. El pobre pone la sangre. La mafia pone la logística. La policía pone las balas. Los bancos ponen la lavadora. Las armas vuelven a venderse. La droga vuelve a circular. Todo se recicla. Nada se pierde.

 Y mientras las favelas sangran, los despachos financieros celebran. Porque la droga no solo mata personas: sostiene economías enteras.

Si mañana, por arte de magia, el narcotráfico desapareciera, el capitalismo entraría en crisis: Caería el lavado de capitales, Se desplomarían ingresos de armas. Las cárceles privadas perderían mano de obra. La policía perdería presupuesto. La banca perdería liquidez. Los políticos perderían sus enemigos favoritos.

¿Quién se atreve a romper ese negocio?: Nadie. Por eso sigue.

El mundo finge pelear contra las drogas con balas, cuando podría destruir el narcotráfico con algo mucho más simple: perseguir el dinero. Pero perseguir el dinero implicaría encarcelar banqueros, políticos, traficantes de armas y CEOs. Y en este sistema, esos no son criminales: son accionistas.

 Por eso la guerra no termina. Por eso la sangre no seca. Por eso Río repite la masacre.

Y por eso el capitalismo no combate el narcotráfico: lo administra.

Rebelión ha publicado este artículo con el permiso del autor mediante una licencia de Creative Commons, respetando su libertad para publicarlo en otras fuentes.