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Animales canoros: Miguel Ríos

Fuentes: Insurgente

De amplia sonrisa y lunar perfecto (detalle erótico que le coloca entre Joan Manuel Serrat y la inolvidable Arlene Dahl), el rostro de Miguel denota cierta suficiencia, amparada en una lozana y discreta apostura, que deja escapar una caída de ojos semejante al tobogán infantil donde los niños juegan al nacimiento del vértigo. Las doncellas […]

De amplia sonrisa y lunar perfecto (detalle erótico que le coloca entre Joan Manuel Serrat y la inolvidable Arlene Dahl), el rostro de Miguel denota cierta suficiencia, amparada en una lozana y discreta apostura, que deja escapar una caída de ojos semejante al tobogán infantil donde los niños juegan al nacimiento del vértigo. Las doncellas granadinas cayeron pronto en la tentación que suponía mecerse bajo la Alhambra, arropadas bajo la luna que el joven aspirante a cantor inventaba en sus imitaciones franco-italianas. Permeable a los ecos del festival de Sanremo (pobre ignorante aquel anónimo periodista que lo escribiera separado), las descargas de rock mexicano y los gorjeos de la divina Françoise Hardy, sueña con abandonar el recinto de Boabdil, cruzando Despeñaperros hacia el norte, para dedicarse a la búsqueda del Santo Grial del éxito en la obligada capital del estado.

Si Johnny Halliday había logrado situarse en la sombra de la sombra de la silueta de Elvis Presley, como el colega Adriano Celentano en su Milán natal en la misma época, Ríos intentó lo propio bajo el manto de un nuevo alias: Mike. Una vez americanizado, al menos en nombre, sus padrinos tejen para él una suerte de soportes en los que descansaría su indefinible estilo, siempre bajo el manto del cuarteto los Relámpagos o, más tarde, de los Sonor.

Seguro de su triunfo, Mike va curtiendo la piel de su rostro con una fina agresividad rítmica, a la que promete en matrimonio con una estilizada vena melódica, que le harán ideal para protagonizar cuantos guateques se produjeran, alternando todos los twists conocidos, las versiones de éxitos galos e italianos y un único rock and roll: Bonnie Moronie, bautizada como Popotitos. Sus carnosos labios, que esconden una de las dentaduras más perfectas del mundo canoro, invitan al beso febril de las doncellas dispuestas a abandonarse al sano placer de la lujuria, entornando las pupilas que titilan bajo las poderosas cejas, que detienen el sudor de su amplia frente adornada por un avispado y sinuoso tupé, que algún moderno peluquero colocó porque sí.

De estatura cercana al metro ochenta, talla no demasiado habitual en el sur de Hispania, las manos de Mike no conocían casi el sensual tacto de las guitarras eléctricas, y su imagen bien pudiera semejar a un Johhnie Ray cruzado con Dean Martín, entreteniendo a la audiencia de Sinatra en algún club de Las Vegas. De ademanes pausados, el torrente que se adivinaba en los ríos de su interior despierta imparable cuando recupera su auténtico nombre. El hijo del rock and roll es capaz de hacer digerible a María Ostiz, bailable a Serrat y creíble su monacal devoción por el heavy de los setenta.

Su aventura beethoveniana, que le encumbrara universalmente cuando agonizaba la década prodigiosa del pop, quiere ser continuada vía Dvorak con un rotundo fracaso, lo que provoca las primeras fisuras en el cutis del intérprete, decidido más que nunca a impregnar su alma de rock. Una cierta cólera contenida ante las críticas se agazapa bajo su mandíbula de sólido y desafiante mentón, mas la fuerza de su voluntad, inquebrantable al desaliento, le coloca ante la pantalla como narrador de la historia del pop para que pudiera unir su voz incluso a la de las estrellas que habían puesto en solfa su vigencia. La reconciliación de dos generaciones enfrentadas se había difuminado, una vez sellado el compromiso de abandonar las armas.

Amigo de sus amigos, enemigo de sus enemigos, su compromiso social con la izquierda le llevó a formar parte del entramado empresarial, en el que ciertas conciencias que abandonaron el ideario descansan tras el abandono de la utopía.. En su mirada hacia el siglo XXI, aún a pesar de la bonanza económica que rodea su espléndida madurez, hay un regusto de misterioso cabreo que avejenta su físico envidiable, síntoma de un espíritu trabajado en el deporte del balompié, el rechazo a la nicotina, el alcohol y las sustancias alucinógenas. Mira hacia atrás con desconfianza, hacia delante con la sensación de haber olvidado un equipaje en algún aeropuerto y hacia los lados temiendo encontrarse con alguna de sus bestias negras.

Una eterna y desagradable sospecha de perenne insatisfacción enmarca el imposible y anguloso óvalo de su curtida faz, en el que el erótico lunar parece haber perdido la magia de antaño. María Ostiz, Elvis Presley, Beethoven, Miguel Bosé, Serrat, el twist, el rock, la balada, la movida, se han mezclado impensablemente bajo su palio vocal. No hay nada reprochable en la indefinición militante de la que hace gala. Al fin y al cabo, todo es posible en Granada.