En el racismo no hay duda razonable; es absoluto, directo, perverso y organizado por los grupos sociales beneficiarios. Y ya no solo es el relato de la sangre azul, ahora es la geografía humana y cultural; aun el color de la piel como significante ideológico. No es una marea social que sube o baja, o que viene y va. Esa apreciación es trivial y reduce su ferocidad ideológica solo a palabras ofensivas y gestos violentos. O a suavizar engañosamente su predisposición histórica a las atrocidades según sea el valor de aquello que se pretenda despojar a algún pueblo. O culpar a una población de alguna calamidad para fortalecer y prolongar la opresión supremacista. “Hay racismo”, se suele decir en nuestros países americanos. (¿En qué cantidad?, cabe la pregunta). Es suficiente y no se comentan los efectos trágicos. Es como sacar el brazo al aire libre y decir que está garuando. También se comenta, con sospechosa resignación, que “aumenta (o disminuye) el racismo”. Aunque cabría reflexionar: ¿cómo se hace esa medición, lineal o volumétrica, del crecimiento?
Pero resulta que el racismo es impersonal y los programas educativos americanos están surtidos de sus mañas ideológicas. Para los Estados americanos, casi sin excepción, el racismo es como si fuera maleza de molestoso y tolerable crecimiento o un frente de frío o de calor; una preocupación menor. En fin. Los Estados de las Américas también tienen todos los colores, “menos el negro al que no consideran del gusto americano”[1]. Cuando las galladas académicas hacen sus concilios (¿siempre?) llegan a la conclusión típica con igual tópico: el racismo es una vaina metafísica o imaginaria que afecta a alguien por allá. (O se comenta que eso solo ocurre en los Estados Unidos, ¡qué pena!) Y para peor el mundanal ruido lector, con mayor o menor disposición, asume, procesa y repite esos facultados desatinos. Así sin más (por ejemplo): “en Ecuador si hay racismo”. ¿Qué, lo venden al contado o a crédito? ¿Hay temporadas de promoción o llega como el verano? (¡Je!) Como se comunica podría entenderse que el racismo está en algún mínimo y desconocido espacio geográfico y de repente un mal viento lo reparte por cualquier ciudad. O la atmósfera se enrarece inesperadamente y afecta a ciertas personas con ese malestar. Y ya, venga otra vez esta frase inespecífica: “en este país hay racismo”. O sea que… Por favor, un mínimo análisis.
Por ahí todavía, con piadosa hipocresía, se define al racismo como “una enfermedad del alma”. Ajá. ¿Y aquello es curado por médicos del corazón? Bromas aparte, el racismo es asunto de altísima seriedad intelectual en lo cultural y político, demasiado como para convertirlo en exotismo, en una cuestión etérea o sentirse incómodos por las respuestas cimarronas de quienes se acostumbraron a su dignidad implícita. (Bendiciones, Francia Márquez Mina). El racismo, desde cierta perspectiva del cimarronismo epistémico, es la ideología de las guerras culturales durante los últimos 500 años. Una definición no reposada. Aunque el racismo no es pues una constante del espíritu humano[2] es constante destrucción ideológica expresada como subestimación (y conducta social despectiva) de la materialidad (y espiritualidad) de aquella humanidad que será sometida a dominio explotador sin fin.
Y también los grupos dominantes (y racistas de conciencia y experiencia) recrean a su favor la subjetividad de quienes son dominados. Para prolongar aquello tienen los programas educacionales de los países americanos, un pool de medios conservadores gestionadores de imágenes dañinas y contenidos ideológicos racializantes, pero también una validación constante de las narrativas históricas a favor de las oligarquías blancas. Aunque no siempre, consiguen la casi aceptación de sectores racializados la impuesta inferiorización y cuentan a su favor con la relativa debilidad política de los movimientos antirracistas. Enrique Dussel escribió que la subjetividad es un momento de la corporalidad humana. […] La subjetividad es más que consciencia, pero dice referencia a ella. Es el «vivenciar» lo que acontece (físicamente transmitido por el sistema nervioso) en la realidad[3]. Es decir, que la lucha contra el racismo ya no soporta ninguna banalización, tampoco reducir su impacto civilizatorio perverso (desde luego cultural, político y emocional) o considerar el antirracismo como tema cool para completar programas educativos. O rebuscar explicaciones idiotas como que el racismo es mala suerte social que afecta a determinados individuos. Entiéndase a la gente afroecuatoriana.
En definitiva, El objeto del racismo no es ya el hombre particular sino una cierta forma de existir. En el extremo se habla de mensaje, de estilo cultural[4]. Fanoneando barrio adentro, no solo es la fisonomía individual, por ejemplo, color de piel, cabellos, nariz, etc., más que aquello es la totalidad comunitaria (sin omitir la individualidad creadora y productora) desde sus mínimos vivenciales hasta su formas de vida colectivas (cultural, emocional, filosófica, religiosa, por ejemplo).
La amplitud del movimiento antirracista ha comprendido que se lucha no solo contra el racismo (en abstracto) sino contra estructuras grupales racistas que se han convencido a sí mismas de ‘su’ superioridad humana y no se entretienen en discusiones tautológicas, por eso disponen sus argumentos como verdades absolutas, actúan con egoísmo infinito de aventajada clase social y gobiernan para prolongar sus variados (y sagrados) privilegios. Recomiendo leer sus publicaciones e impacientarse con las zalamerías tribales mediáticas. Sus cosmovisiones estructurales (partidos políticos, clubes sociales, universidades) son pesadas y ligeras a la vez, alardean de su poder dispar, parecen apenarse con finura y delicadeza de las desigualdades, hasta parece que admiran el descogollamiento de los inferiorizados (en Ecuador, por ejemplo). Mejor dicho, ejercen la suavidad dolorosa de la opresión y las consecuencias del empobrecimiento vividas con resignación renovada.
El antirracismo más que especular debe mantener la constancia convocante de cimarronear por y con todos los medios necesarios. Otra vez fanoneando en serio: Pues ese racismo no ha podido aún esclerosarse. Y entonces le ha sido preciso renovarse, matizarse, cambiar de fisonomía. Le ha sido preciso experimentar la suerte del conjunto cultural que le daba forma[5]. Escrita hace más de 60 años, esta cita aún tiene validez, porque durante todo el tiempo de construcción (destructiva de humanidades) del racismo (comenzó hace unos 500 años), se reformó para adaptarse a los cambios antirracistas en las diferentes sociedades americanas y reprogramó la captura de mentes y corazones de las poblaciones racializadas (blanquitud y negritud, para explicar estas líneas). Exacto, no se esclerosó. Más aún, vuelven los racistas machacando con eso de ”libertad, fraternidad e igualdad (por debajo)”. Bien tachado aquello de fraternidad. Están a la derecha de la derecha y empachándose con ciertas líneas discursivas de izquierda. Aquello se materializa en alta plusvalía económica y preeminencia política (Gobiernos y leyes a su favor). Nada más, por eso inventaron, perfeccionan y aplican el racismo. Pura economía política malafesiva. Valga la recomendación redentora de Bob Marley: Emancípese de la esclavitud mental/ Nadie más que nosotros podemos liberar nuestras mentes[6]. Axê.
[1] De la canción Los americanos, de Alberto Cortés y Pierdo De Benedectis.
[2] Racismo y cultura, Frantz Fanon, publicado por Matxingune Taldea en 2011. Documento en pdf, p. 6.
[3] Sobre el sujeto y la intersubjetividad: el agente histórico como actor en los movimientos sociales, Enrique Dussel, Revista Pasos Nro.: 84-Segunda Época 1999: Julio – Agosto. Documento en pdf, p. 2.
[4] Por la revolución africana, Frantz Fanon, Fondo de Cultura Económica, México-Buenos Aires, 1965, pp. 38-39
[5] Óp. Cit., p. 39.
[6] Emancipate yourselves from mental slavery
None but ourselves can free our minds, Redemption song, Robert Nesta Marley (1945-1981).
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